miércoles, 25 de enero de 2023

Pío Baroja El árbol de la ciencia



El árbol de la ciencia 

Pío Baroja


José Antonio Espejo Zamora



Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa simpatía y respeto que ha habido siempre en España por lo inútil”.



Por el título parece que nos encontramos ante una defensa de la ciencia y del racionalismo como único horizonte del hombre; sin embargo, se trata de todo lo contrario. Sin duda, no es un libro para la gente acostumbrada a aplaudir siempre al hombre más fuerte, pues para ellos, El Árbol de la Ciencia, como dice Stendhal en Rojo y Negro, “estaría para siempre perdido para la gente sensata y moderada, que es la que distribuye, la buena consideración en el Franco Condado. De hecho, esa gente sensata ejerce aquí el más cargante despotismo; es a causa de esa fea palabra por lo que la estancia en las ciudades pequeñas es insoportable para quien ha vivido en esa gran república que se llama París. La tiranía de la opinión, ¡qué opinión!, es tan tonta en las pequeñas ciudades de Francia como lo es en las de los Estados Unidos de América…” y podría añadir como en España; es más, recuerdo una mañana desayunando en Bibarrambla en pleno s. XXI con un neurólogo, quien afirmaba que sólo creía en lo que veía y tocaba; yo callaba mientras me sentía feliz de poder tomar café con un hombre del s. XIX.




       La superación del carácter dogmático de la ciencia no es una tragedia sino una liberación tanto para la ciencia que puede seguir su camino en su ámbito como para el hombre; en esta sensibilidad encontramos también a Miguel de Unamuno desde finales del s. XIX; en palabras de don Pío: “La dictadura científica que Andrés (Hurtado) pretendía ejercer no se reconocía en la casa”. Que ellos detectaran tempranamente que el hombre y la sociedad es más que el racionalismo y aunque Pío Baroja y Unamuno, entre otros, lo expresaran en sus obras y éstas fueran leídas y ellos escuchados; no se siguió, ni para la masa de gente ni para los hombres de la política, las consecuencias que el fracaso del racionalismo como instrumento político comportaba; esta sordera conllevó la construcción social de la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin y dos guerras: la mundial y la española. Así, el premio Príncipe de Asturias, Zygmunt Bauman, en su libro Modernidad y Holocausto, compara a la sociedad fruto del racionalismo con un jardín perfectamente diseñado del cual hay que ir arrancando todas las malas hierbas; de igual manera, en una sociedad perfecta, hay que ir eliminando a toda persona que no encajen con el diseño científico de la sociedad.


El árbol de la ciencia, si bien es cierto se ha clasificado por sus comentaristas entre los pesimistas de la generación del 98, se sitúa igualmente entre la literatura europea del siglo XX extremadamente angustiosa, consecuencia normal cuando la vida se ve como algo absurdo; recordemos la obra Albert Camus o el Lobo Estepario de Hermann Hesse; si bien Baroja no fue el maestro de estos autores, todos ellos parecen beber de las mismas fuentes, aunque Pío se adelantó a todos ellos.


En esta obra de Baroja, la angustia no surge por la pérdida de colonias ni por la toma de conciencia por parte de los españoles de su situación en el contexto internacional, como tantas veces nos han indicado en la escuela; más bien esta sensación de falta de sentido de la vida conecta con lo que se está viviendo entre algunos de los intelectuales europeos.


Europa, durante el siglo XVIII y primera parte del siglo XIX, vivirá entusiasmada por el descubrimiento del racionalismo y el método científico como el camino cierto que provocará el progreso ininterrumpido en todos los ámbitos de la vida; la economía, la sanidad, las relaciones sociales, etc…, se verán enriquecidas por estas ideas racionalistas; el problema estriba en que el progreso provocó la mejora en muchos aspectos; sin embargo, fue la vida misma la que se vio perjudicada, “-Sí -contestó Iturrioz-; la ciencia arrolla esos obstáculos y arrolla al hombre. -Eso en parte es verdad -murmuró Andrés paseando por la azotea”. En el capítulo IV se confrontarán dos visiones distintas: el racionalismo, representado por Kant y defendido por el protagonista de la novela, Andrés Hurtado, y Schopenhauer, con la exaltación de la voluntad frente a la razón como fundamento de la vida; el filósofo alemán adquiere su voz en la novela por boca de Iturrioz, tío del protagonista; aunque a lo largo de la novela quien encarna la visión de Schopenhauer es Andrés Hurtado y aunque éste no está tampoco lejos de Nietzsche, sorprende que el único momento en que es feliz es cuando contrae matrimonio con Lulú y su vida se convierte en algo aparentemente convencional contradiciendo a los dos filósofos de la voluntad; recordemos la animadversión de Schopenhauer hacia la mujer. El momento en que se declara en paz por primera vez tras su boda en una iglesia nos recuerda al artículo de Simone Weil, Formas implícitas de amor a Dios, cómo la persona ama a Dios cuando ama a otra persona a través de la amistad, del matrimonio etc… vivir amando y siendo amado se convierte en la novela en el pequeño paraíso donde el ser humano se siente realizado. 




El racionalismo comienza a balbucear con Descartes con su pienso luego existo pero será el discurso del físico Newton el que hará despertar en el mundo filosófico su deseo de utilizar el método de la física y de la matemática como modelo para filosofar; Kant desarrolla su pensamiento en este horizonte y en ese intento racionalista seguirá a través del pensamiento de Hegel, Marx, etc…; ante este camino, se desarrollará una reacción contra el racionalismo con el romanticismo, Schopenhauer, Nietzsche; así a principios del XX, cuando en 1911 se publica El árbol de la ciencia el racionalismo intelectualmente estaba superado, no así a nivel político ni a nivel popular.







La modernidad resquebrajada en sus fundamentos durante el s. XX no es fruto de las elucubraciones de cuatro filósofos y otros tantos literatos; el discurso moderno conlleva un modelo económico y político; la vida, la sociedad descrita por Baroja es fruto de dichos modelos: “A pesar de estas tendencias enfrentadoras, durante muchos días estuvo Andrés impresionado por lo que dijeron varios obreros en un mitin de anarquistas del Liceo Ríus. Uno de ellos, Ernesto Álvarez, un hombre moreno, de ojos negros y barba entrecana, habló en aquel mitin de una manera elocuente y exaltada; habló de los niños abandonados, de los mendigos, de las mujeres caídas…  Cuando exponía sus ideas acerca de la injusticia social, Julio Aracil le salía al encuentro con su buen sentido: -Claro que hay cosas malas en la sociedad -decía Aracil-. ¿Pero quién las va a arreglar? ¿Esos vividores que hablan en los mítines? Además, hay desdichas que son comunes a todos; esos albañiles de los dramas populares que se nos vienen a quejar que sufren el frío invierno y el calor del verano, no son los únicos; lo mismo nos pasa a los demás… -Si quieres dedicarte a esas cosas -le decía-, hazte político, aprende a hablar… Claro que toda reforma en un sentido humanitario tenía que ser colectiva y realizarse por un procedimiento político, y a Julio no le era muy difícil convencer a su amigo de lo turbio de la política… Se iba inclinando a un anarquismo espiritual, basado en la simpatía y en la piedad, sin solución práctica ninguna… La lógica justiciera y revolucionaria de los Saint-Just ya no le entusiasmaba, le parecía una cosa artificial y fuera de la naturaleza. Pensaba que en la vida ni había ni podía haber justicia. La vida era una corriente tumultuosa e inconsciente donde los actores representaban una tragedia que no comprendían, y los hombres, llegados a un estado de intelectualidad, completaban la escena con una mirada compasiva, y piadosa.


El siglo XIX, en el que todavía viven algunos, atacó de forma muy dura a la Iglesia Católica, teniendo la burguesía con su racionalismo la habilidad de ser verdugo y pasar por víctima; así el profesor norteamericano  Christopher A. Ferrara, en su libro La Iglesia y el liberalismo ¿Es compatible la enseñanza social católica con la Escuela Austriaca?, afirma: “Este proceso siempre fue básicamente el mismo: robar a la Iglesia para dar a los ricos… En resumen, el capital de los primeros capitalistas ingleses se obtuvo en gran parte por un latrocinio estatal a gran escala, por culpa del cual el pueblo común fue separado de la tierra y por tanto de los medios de producción, obligándolos, entonces, a ir a las fábricas de la Revolución Industrial para conseguir el sustento. Incluso aquel firme defensor protestante de la Revolución Industrial, T.S. Ashton, se vio obligado a reconocer la verdad: Desahuciados de sus casas, que fueron luego derruidas, ellos (los campesinos desposeídos) se aglutinaron en lugares donde las tierras estaban aún abiertas o se dedicaron a deambular como pobres. Ellos y sus descendientes contribuyeron en gran parte al cuerpo de los semi-empleados, trabajo ineficiente que iba a turbar la paz de los políticos y administradores de las Leyes de Pobres hasta 1834 y más allá… Éste es el latrocinio estatal de las tierras comunales que creó una gran masa de capital humano -hombres, mujeres y niños- sueldos de hambre; horarios mortales; condiciones laborales viles e insalubres; barcas de la muerte mandadas por rufianes fueron todos resultado de la primigenia intervención estatal por la cual la población de Inglaterra fue desahuciada de la tierra…” en Inglaterra y en el resto de Europa; pero tanto la burguesía como los movimientos sociales, en lugar de autoinculparse o de señalar con el dedo las causas reales de la marginación y explotación del hombre, dirigieron la mirada a la Iglesia culpándola, cuando en realidad ella fue una de las grandes víctimas; aun hoy algunos profesores, incultos o interesados, siguen enseñando de forma poco clara el pasado.




Si la Iglesia Católica fue debilitada tanto a nivel económico como en su credibilidad, conforme avanzaba el desarrollo del capitalismo burgués y el racionalismo se fijaba la idea de progreso ininterrumpido que nos ha ido conduciendo a lo que hoy se llama cambio climático y del que el sistema económico también sabe sacar partido a la vez que culpa al ciudadano, al individuo por sus usos y costumbres; ellos nunca son responsables; si la idea de progreso ininterrumpido se ha visto falsa como elemento salvador  al mostrar que no siempre se progresa sino que a veces el progreso realmente es un retroceso, el paraíso, fruto del progreso, siempre se sitúa en un futuro que no termina de llegar y desde luego la salvación no sería para todos; no es lo mismo ser belga que del Congo Belga. El conocimiento, tal y como lo concibe el racionalismo, exige, en un primer momento, deconstruir, para más tarde, construir, deshacer. Baroja, en el libro que nos ocupa, lo describe: “Jaime Massó… Sin ser inteligente, sentía tal curiosidad por el funcionamiento de los órganos, que si podía se llevaba a casa la mano o el brazo de un muerto, para disecarlos a su gusto. Con las piltrafas, según decía, abonaba unos tiestos… Otra cosa caracterizaba a Massó; su wagnerismo entusiasta e intransigente…”; pienso que abonar las macetas con restos humanos o hacer jabón con ellos debe ser propio de los wagnerianos. La Iglesia Católica convocará el Concilio Vaticano I para contrarrestar la dinámica racionalista; y como siempre, la Iglesia vuelve a anticiparse y acertar; es verdad: según mi recuerdo en la Facultad de Teología de Granada, nos ridiculizaban este concilio con el objeto de reivindicar el Vaticano II, pero ocultaban a qué respondía el concilio del siglo XIX.





Pío Baroja retrata muy bien al hombre del siglo XX, desprovisto de asideros; la religión y la ciencia han quedado desacreditadas; al hombre, sin Dios y sin proyecto humano, no le queda más remedio que convertirse en un vagabundo que busca sobrevivir. Ernst Cassirer, en su libro Filosofía de la Ilustración, citando a Goethe, dirá: “La frase de Goethe acerca de la fe y de la incredulidad muestra también su profundidad y verdad con respecto a la Ilustración. Cuando señala que el conflicto entre la fe y la incredulidad constituye el tema más hondo y hasta el único de la historia universal y humana y cuando añade que todas las épocas en que domina la fe son espléndidas, tonificadoras fecundas para el mundo coetáneo y para la posteridad, mientras que aquellas en que triunfa la incredulidad se disipan ante la posteridad porque nadie puede satisfacerse con el conocimiento de lo estéril…



El profesor Antonio Regalado, experto en Pío Baroja, en su estudio sobre Calderón de la Barca, apunta a una modernidad con raíz española perdida en favor del pensamiento alemán: “Calderón se nos presenta tenaz y profundo, oponiendo la menesterosidad del ser al optimismo de la ontoteo-logía y cuestionando el principio de razón suficiente, que nada es sin razón, enunciado formalmente por Leibniz, aunque implícito y operante desde los comienzos de la metafísica occidental e imprescindible fundamento de la fe en la razón. El dramaturgo gustó de la palabra abismo…para reflejar el vértigo del desamparo, vacío de toda razón y desvelador de la inefable presencia del misterio. En el teatro sagrado, el hombre descubre el deus absconditus agazapado en el tenebroso abismo interior; en el drama profano, borradas las huellas del dios escondido, sólo la muerte, el no ser, la nada… Descartes, su coetáneo, inaugura la filosofía moderna fundamentándola en el cogito ergo sum, el primero y el más cierto de los principios. Sin embargo, esa cosa pensante que Descartes identifica con el sujeto… es un ente que está desprovisto de dependencia, de menesterosidad, ya que a la enunciación cartesiana falta la circunstancia o mundo. Calderón parte de una posición análoga, de un sujeto pensante que al pensar conoce, desea, imagina, percibe y siente, es decir, representa, en tanto no sólo se hace presente el objeto sino que se representa a sí mismo representándose en un mundo inseparable de su representar…Ortega y Gasset en su segunda navegación… (afirmará) <<el drama del hombre es en rigor un auto sacramental, un misterio en el sentido de Calderón, es decir, un acontecimiento trascendental>>…

El racionalismo, sin embargo, sigue funcionando,

pero como un neurótico que continuamente se lava

las manos o como un hámster que no para de rodar dentro

de una rueda; así el racionalismo se ve incapaz de dar

salida al hombre.





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