domingo, 16 de septiembre de 2012

Interioridad e Intencionalidad en la Filosofía de Antonio Millán Puelles

INTERIORIDAD E INTENCIONALIDAD EN LA FILOSOFÍA DE ANTONIO MILLÁN PUELLES
(ANÁLISIS CRÍTICO DE LA ESTRUCTURA DE LA SUBJETIVIDAD)

Trabajo realizado en el 2.000 por  José Ant. Espejo Zamora
Licenciado en filosofía.


INDICE 

INTRODUCCIÓN
1. El autor y su obra.
2. El “yo” como cuestión filosófica.
3. Objetivo y método en La estructura de la subjetividad.
CAPÍTULO  I. El carácter finito de la conciencia.
1.1. La subjetividad, ámbito de la apariencia.
1.2. Carácter temporal de la conciencia
1.3. La conciencia intermitente.
CAPÍTUO II. Trascender intencional.
2.1. La realidad, ámbito trascendental de la conciencia.
2.2. Intencionalidad.
2.3. Trascender aprehensivo.
2.4. Trascender volitivo.
2.5. Diferencias y semejanzas entre las dos formas del trascender.
2.6. La angustia esencial.
CAPÍTULO  III. Intimidad y subjetividad.
3.1.   Aporías de la intimidad.
3.2.   Teoría de la intimidad.
3.2.1. Autoconciencia concomitante.
3.2.2. Reflexión originaria.
3.2.3. Reflexión propiamente dicha.
3.3.    Condiciones de posibilidad de la tautología subjetiva.
CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN
 
1. El autor y su obra.
 
En Andalucía ha fructificado el pensamiento filosófico al ritmo  con que la historia la ha ido marcando. De esta tierra han salido pensadores como Séneca, Averroes, Maimónides, Francisco Suárez, María Zambrano y, últimamente, entre otros Antonio Millán Puelles.
Don Antonio nació en Alcalá de los Gazules provincia de Cádiz el once de febrero de mil novecientos veintiuno. Al finalizar la Guerra Civil española comenzó en Sevilla los cursos comunes de Filosofía y Letras, trasladándose en mil novecientos cuarenta y uno a la Universidad madrileña, de la que fuera rector García Morente y profesores Ortega y Gasset, Zubiri, María Zambrano, José Gaos, todos ellos formados en la tradición filosófica alemana y traductores de obras tan importantes como Logische Untersunchungen de Edmund Husserl. Aunque, a la llegada de Millán Puelles a Madrid, todos estos profesores, exceptuando a Morente, estaban en el exilio, habían dejado la puerta abierta para el encuentro con la filosofía gestada en el resto de Europa. Puerta que nunca se cerró y que fue aprovechada desde el primer momento por el autor que nos ocupa. Así pues, en mil novecientos cuarenta y seis participó en un congreso internacional de filosofía celebrado en Roma y organizado por el Istituto di Studi Filosofici, como miembro de la delegación española. En este congreso tuvo la oportunidad de debatir con filósofos de primera fila como Cornelio Fabro, Gabriel Marcel, Marino Gentile, sobre temas tan actuales en el momento como: el materialismo histórico, el exitencialismo y los principios de la ciencia y el análisis del lenguaje.[1]
 
Fue premio extraordinario de doctorado con una tesis que publicaría en mil novecientos cuarenta y siete: El problema del ente ideal, un examen a través de Husserl y Hartmann; pero ya en mil novecientos cuarenta y cuatro había ganado por oposición, una cátedra de Fundamentos de Filosofía de institutos de enseñanza media, que desempeñó en Albacete, hasta que en mil novecientos cincuenta y uno ganaba la cátedra de Fundamentos de Filosofía de la Universidad de Madrid, en la que permaneció hasta mil novecientos setenta y seis cuando, también por oposición, pasaba a la cátedra de Metafísica de la misma universidad, permaneciendo en ella hasta su jubilación.
 
La actividad docente le ha llevado a diversas universidades del mundo, como a la Universidad de Cuyo en Argentina donde impartió clases de metafísica; es Gastprofessor en la Universidad de Maguncia, profesor extraordinario de la Universidad de Navarra y profesor invitado en la Universidad Panamericana de México.
 
Por otra parte, su actividad intelectual no ha quedado reducida al campo de la enseñanza, sino que ha abarcado campos tan distintos como el literario o el político, en el más amplio sentido de la palabra, llegando a ser nombrado consejero privado de don Juan de Borbón, padre del Rey de España.
 
Sin embargo, Millán Puelles destaca, sobre todo, por su pensamiento filosófico. Nuestro autor parte de una primera orientación fenomenológica en lo referente al método, aunque, y en esto coinciden todos los que han estudiado la obra del pensador gaditano, no en cuanto a su contenido, ya que se inserta en la tradición aristotélico-tomista. Sin embargo, quizás la característica más importante ha sido su apertura y actitud de diálogo y confrontación con las diversas corrientes filosóficas, modernas y contemporáneas. Ya en su tesis doctoral realizó una confrontación entre la teoría de la idealidad de Husserl y Hartmann y el realismo aristotélico-tomista, aceptando por una parte la crítica fenomenológica al psicologismo y a todo relativismo, mientras que por otro lado rechaza su logicismo por afectar a la realidad de los entes concretos y singulares.[2] En su obra Ontología de la existencia histórica, publicada en mil novecientos cincuenta y cinco, lleva a cabo con su peculiar estilo ontológico-analítico una profunda crítica a los historicismos, situándose en una vía media entre el sustancialismo antihistórico y el fenomenismo historicista, recogiendo sus mejores hallazgos sin ceder a sus extremismos y parcialidades.[3] Éste mismo año publica Fundamentos de filosofía, que no siendo su obra más importante ha sido la que más ediciones ha visto, hasta un total de trece. En ella realiza una exposición sistemática de las distintas partes de la filosofía siguiendo los principios de la filosofía tomista. Tras estas obras siguió la publicación de distintos libros, entre ellos: La claridad en la filosofía; logicismo y la intuición del ser; Persona humana y justicia social.
 
Después de estas publicaciones, en mil novecientos sesenta y siete apareció la obra que nos ocupa y que es sin duda su libro más importante: La estructura de la subjetividad. De ella se ha dicho que es una de las investigaciones más importantes de las publicadas por filósofos españoles en lo que va de siglo; así mismo se ha señalado que sería anacrónico, a pesar de su corte clásico, clasificarla de tomista, puesto que la problemática que aborda es enteramente moderna, o sea, poscartesiana. Sin embargo, como nos dice Eudaldo Forment, Millán Puelles sobre el tema de la conciencia llega a conclusiones generales idénticas a las de Santo Tomás.[4] Así mismo una de sus últimas obras, Teoría del objeto puro, que completa su metafísica realista con una doctrina sobre lo irreal,[5] también coinciden en este sentido con la filosofía tomista. En La libre afirmación de nuestro ser intenta nuestro autor fundamentar la obligación moral del ser humano en el ser específico de los hombres, probando que hay una correspondencia entre los deberes y el ser de la naturaleza humana. Los valores morales no son extrínsecos al hombre; surgen de su mismo ser y son conocidos por su razón; por pertenecer a la naturaleza humana, son buenos para ella, llevan a la perfección, y, por tanto, a la felicidad. El hombre, por su libertad de opción puede elegir entre realizar el valor moral o un contravalor. En el primer caso, selecciona actuar de acuerdo a su propio ser, que queda así afirmado; en el segundo, no asume su propia naturaleza y su actuar es así inhumano.
 
Si bien, Antonio Millán Puelles ha dedicado gran parte de su vida a los alumnos a quienes ha dejado su Léxico filosófico un diccionario de filosofía con cincuenta y siete voces filosóficas fundamentales y un índice de unos trescientos términos afines, hoy una vez dejada la enseñanza continua trabajando y publicando importantes obras filosóficas, entre las que destacan El valor de la libertad y El interés por la verdad.
 
2. El “yo” como cuestión filosófica.
 
La filosofía se ha ocupado, prácticamente desde su inicio, de la cuestión del hombre, si bien, el sujeto humano como problema filosófico se ha ido perfilando con el tiempo. Por esto, la forma de plantearlo, su desarrollo, así como, las conclusiones a las que se han llegado varían, según las épocas y las corrientes de pensamiento que han tratado de resolverlo, dando lugar a teorías como la aristotélico-tomista de carácter hilemórfico, la monista o la dualista entre otras. Sin que por ahora queramos profundizar en ellas, nos interesa, sin embargo, resaltar la doctrina de algunos filósofos acerca del tema.
Así pues, nos encontramos con san Agustín, que no se pregunta por el hombre como una cosa más en el mundo, al modo como los griegos lo habían hecho, sino que se pregunta por sí mismo, él se convierte en problemático para sí mismo.[6] Con Agustín se resalta el “yo” y la conciencia del mismo, haciendo de ésta el punto de partida indubitable para todo afianzamiento de la verdad, pues nadie puede dudar sin que al hacerlo vaya incluida una afirmación cierta de su propia existencia.[7] Sin embargo, hemos de dejar claro que la reflexión de Agustín acerca de la interioridad y la importancia que le da a ésta no hace que caiga en el olvidado de que el hombre no es sólo interioridad y pensamiento. Situación bien distita es la que introduce Descartes con su Cogito ergo sum o su expresión más radical: je ne suis qu’une chose qui pense. Con el filósofo francés aparece por un lado la res cogitans y por otra la res extensa; por un lado el “yo” por otra la corporidad que aparece unida más bien a lo otro que el “yo”, a lo que podemos llamar mundo.
Con Kant el “yo” se convierte en el fundamento que hace posible el saber, sin embargo, este “yo” no coincide con el “yo” como cosa en sí inaccesible a nuestro conocer, solamente el “yo” moral llega a lo en sí.[8] El idealismo absoluto, va más allá sacrificando al “yo” finito a favor de un “yo” trascendente donde es imposible distinguir entre lo tautológico y lo heterológico. Mientras que el existencialismo al considerar al “yo” considera lo tautológico desde lo heterológico. Así, nos dice Millán Puelles que para esta corriente la existencia es mundana: «Su heterología fundamental es su propio “ser-fuera-de-sí” su encontrarse, a radice, abierta al Ser. Sólo en función de esta apertura primordial se hace patente así misma, o sea, es tautológica».[9] Esto conlleva el que el ser humano pierda toda sustancialidad ya que de lo contrario, la subjetividad «quedaría clausurada y como atada a sí misma, sin la libertad en que consiste su habérselas ante el Ser».[10] 
 
3. Objetivo y método en La estructura de la subjetividad.
 
La cuestión del “yo” sigue estando hoy abierta; en este debate es en el que nos introduce el filósofo gaditano con la obra que nos ocupa, pues pretende, en La estructura de la subjetividad, realizar un estudio de la subjetividad, buscando establecer que al “yo” finito le corresponde a la vez, un carácter tautológico y heterológico, resaltando nuestro autor que ambas dimensiones son inseparables la una de la otra, pues se trata de elementos estructurales claves y cuya mutua implicación nos debe dar a conocer una descripción rigurosa de la subjetividad. El “yo” así entendido nos aleja, tanto de la concepción inmanentista, como de la concepción existencialista del “yo”[11]:
 
La investigación que aquí se desarrolla trata de comprender la estructura del yo finito humano según su peculiar ser tautológico y simultáneamente heterológico, fundándolo en una sustancia recibida y apta, por esencia, para la vida consciente compatible con la realidad de nuestro cuerpo. Esta sustancia, fundamentalmente abierta al Ser, tiene que ser pensada de tal modo que se pueda entender la posibilidad humana de asumir como si fuesen seres las falsas apariencias de un origen empírico.[12]
 
El ser humano está abierto a la realidad extramental, siendo medido por ella, de tal modo que por ser un ente capaz de trascenderse más allá de sí mismo, como nos ha indicado el texto y en lo que nos detendremos más adelante, puede hacer que el hombre tome por real lo que es sólo apariencia de realidad. El confrontarse nuestro autor con el hombre y el resto de lo real a través del estudio y la reflexión filosófica han hecho de él un realista nato, capaz de superar el idealismo desde la misma conciencia, ya que si lo primero que afirmo es «yo pienso» es debido a la conciencia que se tiene de la existencia y esta se verifica cuando uno piensa en cualquier cosa diversa de uno mismo.[13]
 
Millán Puelles pretende llevar a cabo su objetivo haciendo uso del método fenomenológico: «Coincide en esto con lo que suele llamarse, desde Husserl, descripción o “análisis fenoménico” y no intenta, en efecto, otra cosa que una pura y simple descripción».[14] Sin embargo, no se limita a una simple descripción de la conciencia en acto, sino que profundizando pretende hacer de su estudio lo que él llama un análisis ontológico:
 
Pero a la vez difiere de ese análisis (fenomenológico), en que,
si bien, por supuesto, desde una actitud de reflexión sobre la subjetividad consciente en acto, no se limita a las nociones específicas que de un modo exclusivo convienen a la misma, sino que apela a las ideas más generales y a las discriminaciones esenciales del ser. Se trata, por consiguiente, de un análisis propiamente ontológico.[15]
 
En palabras de Alejandro Llano, nos encontramos ante una obra que puede ser considerada como una ontología de la subjetividad, al nivel de una antropología metafísica. Así, lo ontológico vendría a completar y a fundamentar desde un horizonte de inteligibilidad superior, el carácter inmediato y descriptivo de lo fenomenológico.[16]
  
CAPÍTULO  I
 
EL CARÁCTER FINITO DE LA CONCIENCIA
  
1.1. La subjetividad ámbito de la apariencia.
El hombre no se nos presenta ni como una mera cosa entre las cosas ni como una conciencia absoluta, sino que se nos muestra como una conciencia con un carácter corpóreo, carácter que denominará Millán Puelles con el término “reiforme”; al tiempo nos señala que la subjetividad “posee” conciencia pero no la “es”,[17] en el sentido de que la subjetividad no es reducible a la conciencia. A esta primera conclusión llega el filósofo gaditano tras realizar un análisis de la posibilidad de la apariencia. Esta investigación nos conduce a mirar, por una parte, las características que debe tener la subjetividad, las cuales se nos mostrarán en el acto de la rectificación, para que en ella se haga presente la apariencia en cuanto tal; por otra, las consecuencias que de ello se derivan. Pues se podría pensar que el hombre ha vivido siempre en la pura apariencia, siendo, por tanto, imposible discernir lo real de lo aparente; en cambio la subjetividad sabe de la apariencia en cuanto que ella es su ámbito, careciendo ésta de sentido fuera de la subjetividad humana,[18] mientras que el “espacio” propio del “yo” no es lo aparente sino lo real; de todo ello es consciente la subjetividad por haber sufrido la apariencia y haberla superado. El haber permanecido en ella le habría imposibilitado incluso para poder hablar de lo aparente y de lo real como cosas distintas:
 
La subjetividad no se sitúa ante la mera apariencia como ante algo en lo que simplemente «puede» haber estado–tal vez siempre, hasta este mismo momento–y de lo que «quizás» le sea dado evadirse. Esta actitud dubitativa y problemática es esencialmente falsa. La realidad de la subjetividad respecto de la apariencia es la certeza de haber sido víctima de algún caso de ella y, por lo mismo, la certeza también de haberlo trascendido. El pensamiento de la posibilidad de haber estado siempre en el engaño es tan contradictorio con sus presupuestos, y con la realidad de la subjetividad misma, como el pensamiento de la posibilidad de no haber sido nunca víctima del engaño. Naturalmente, esto no quiere decir que sea imposible para la subjetividad lo que pudiera llamarse su primer engaño y, respectivamente, su primer desengaño. Pero lo que no cabe pensar es que antes de él pueda la subjetividad tener el pensamiento de la posibilidad de no haber sido nunca engañada, ni tampoco el de haberlo sido siempre[19]
 
La subjetividad no permanece cerrada sobre sí misma, o ensimismada mientras crea la realidad; en otros términos, la subjetividad no es una conciencia absoluta, pues si lo fuese no sabría ni de lo aparente ni de lo real. En cambio la subjetividad se trasciende y en este trascenderse capta lo real en cuanto real y por ello descubre lo aparente en cuanto tal; pues, como nos indica nuestro autor, no es la subjetividad la que mide el ser sino que al contrario es ella la que queda medida por el ser, por esto cabe que la subjetividad se descubra en calidad de “logos” subjetivo en su dicción del ser como contradictorio al no ser, y por tanto en su dicción de lo real como opuesto a lo aparente[20]. Apariencia y realidad van casi siempre de la mano, aunque la realidad ciertamente, no consiste en tener ningún tipo de relación con lo aparente, no así en lo que respecta a la apariencia. Ahora bien, la diferencia entre realidad y apariencia quedaría, sin embargo anulada, si «el sujeto de ellos se limita a la índole de un simple “correlato” de conciencia»[21]. Así pues, en la conciencia hace acto de presencia un objeto, para ella es indistinto, en este momento, que sea real o aparente, ya que para ella la presencia del objeto es indubitable. El sujeto puede hacer un juicio reflejo y afirmar que efectivamente ante su conciencia hay un objeto siendo este juicio verdadero; la cuestión es que la subjetividad no realiza esto solamente, pues si se quedase en este juicio reflejo, ciertamente no podría distinguir entre realidad y apariencia pues para ella todos los objetos en cuanto presentes a ella serían reales. Pero al decirnos la subjetividad que ha sido víctima de una apariencia lo que ha hecho ha sido un acto que la ha liberado de su encierro, ha salido de ella misma a una realidad transubjetiva y ha mirado la relación establecida entre el objeto de la conciencia y el objeto transubjetivo. La subjetividad, nos dirá Millán Puelles:
Juzgó que ese objeto era, tal cual se presentaba a la conciencia, algo más que «simple objeto» de ésta. Cometió, en suma, un exceso, y con él un error, que ahora ha rectificado. Pero en esta misma rectificación la subjetividad sigue orientada incorregiblemente, hacia el ser que trasciende del objeto. No elimina, no borra, la conexión entre este y la realidad trasobjetiva. Lo que hace es, tan solo, distinguir entre meros objetos y objetos en los que la realidad misma se le ofrece.[22]
 
La subjetividad, efectivamente, por su carácter “onto-lógico” es capaz de aprehender realidades como tales y de reconocer e incluso forjar irrealidades[23]. Así pues, descubrimos en la subjetividad una tendencia a salir de sí misma con vistas a “la realidad” de la que se nutre. Tendencia que si bien, como hemos dicho, lleva a la subjetividad a la realidad, también por esto hace posible que cometa un error dando, lugar a que la apariencia se constituya ante ella:
 
...para que todo esto sea posible, la subjetividad tiene que estar provista de una natural inclinación a la realidad en general y más especialmente a la realidad transubjetiva.[24]
 
La subjetividad cometió un error, al tomar un objeto que se presentaba en la conciencia como real. Dicho error quedó subsanado por la rectificación, tras la cual la subjetividad afirmó que antes se había equivocado, ya que tal objeto era mera apariencia. La rectificación llevada a cabo no se reduce a un simple cambio de pensamiento en el interior de la conciencia -antes pensaba esto-, ahora esto otro; sino que se produce al situarse la subjetividad bajo una luz que le lleva a deshacer, irremisiblemente, el error cometido. Esta luz es la luminosidad que se desprende de la evidencia[25] de la realidad:
La presencia de esta realidad como inequívoca y claramente dada es la εvαργεια, la «evidencia objetiva» o, en otros términos, la «la verdad ontológica causal» respecto a la «verdad lógica». La subjetividad se trasciende en virtud de la εvαργεια de la realidad que irrumpe en la conciencia.[26]
 
El rectificar el error cometido conlleva ser consciente de este mismo hecho de rectificación; el hombre sabe de haber estado equivocado y de haber superado el equívoco. Así pues, cuando no se ve el modo de articular las nuevas manifestaciones de la realidad con lo que antes se sabía, ya que la realidad es la “voz cantante” en esta relación, hay que modificar y ampliar lo sabido, la scientia, para que se adecúe a lo real. Esto es lo que a lo largo de la historia del pensamiento se ha llamado experiencia; así la experiencia es aquello mediante lo cual la realidad rige y corrige continuamente lo sabido. En efecto, que la experiencia rija y corrija la ciencia quiere decir que las correspondencias entre intenciones directas y realidades tenidas hasta ahora, quedan en suspenso o sometidas a revisión ante manifestaciones nuevas hasta que la subjetividad, que ahora reflexiona porque vive la verdad como lo que le falta, sea capaz de ver cómo se articulan las manifestaciones nuevas de lo real con las manifestaciones ya sabidas. Cuando esto ocurre las intenciones directas anteriormente asentadas se han modificado, se han ampliado, se han hecho más precisas, y todo ello es vivido por la subjetividad como un desengaño como un deshacer el equívoco en el que se encontraba y que había vivido como verdad[27]. Ser conscientes de esta experiencia conlleva la superación del escepticismo absoluto, que afirma la imposibilidad de conocer realmente la verdad; al tiempo que hace que la subjetividad esté más vigilante, pues sabe que puede cometer nuevos errores ya que «no le es posible darse así misma, de una vez por todas, un estatuto fijo, permanente, con relación al error y a la realidad»[28].
 
La inclinación natural de la subjetividad a la realidad es lo que ha hecho posible la constitución de la apariencia al tomar por real aquello que sólo era apariencia, apariencia de realidad. Ahora bien, para que se pueda dar la apariencia la subjetividad debe estar libre, no forzada por la evidencia de la realidad. La apariencia, nos dirá nuestro autor, es un «neutrum de realidad y de irealidad»,[29] pues se limita estar ahí constituido como objeto para la conciencia y, sin embargo nos dirá Millán Puelles no consiste la apariencia en ser un ens rationis, ya que si bien la apariencia se constituye al igual que el ens rationis ante el entendimiento, al ente de razón le es imposible constituirse como objeto de la sensibilidad, mientras que al producirse un juicio que atribuye realidad extramental a la apariencia no se está afirmando un imposible, ya que lo aparente pudo haber sido real, y este fue el error: al ver el remo en el agua pensé que estaba doblado, más tarde volví y con la mano comprobé que estaba recto; y es que lo aparente para la subjetividad no es un imposible. El juicio que afirmaba que el remo estaba doblado ha partido de un dato de la sensibilidad, no de un objeto puramente mental:
 
Lo que el entendimiento capta en este dato de la sensibilidad al aprehenderlo como efectiva y actualmente presente es, ante todo, esa misma presencia, que no es captada por la sensibilidad, sino simplemente dada en ella.[30]
 
La razón objetiva que encontramos para dar explicación al error cometido al afirmar que estaba el remo doblado cuando no lo estaba, reside precisamente en el dato sensible. Así, cuando se realiza el juicio erróneo se hace, no arbitrariamente, sino que hay un fundamento objetivo: el dato objetivo presente en la conciencia y proveniente de la sensibilidad. El proceder de esta manera sigue una cierta lógica:
 
El dejarse llevar de la apariencia entraña una cierta lógica: justamente la misma que hace que nos volvamos contra el dato sensible cuando en el hecho de la rectificación se advierte la falsedad del juicio basado en este dato.[31]
 
El que la subjetividad sea afectada por errores sensibles o por la fuerza de las apariencias pone de manifiesto que no puede ser debido sino al carácter corpóreo que le es propio, y le es propio no de forma accidental sino que forma parte de la misma esencia de la subjetividad:
En general, la constitución sensible de la apariencia se debe a algo que afecta a la subjetividad en tanto que esta, por su dimensión corpórea, se da en cierto modo como «cosa». Los errores sensibles son posibles (en la medida según la cual son errores) en virtud del carácter, que la subjetividad tiene, de poder ser afectada de una manera física por condiciones de naturaleza material.
Ese carácter que la subjetividad tiene en cuanto determinable de un modo material por condiciones o agentes materiales es lo que puede ser denominado su índole «reiforme», su condición de cosa o cuasi –cosa.[32]
 
Que la subjetividad tenga este carácter reiforme no quiere decir que se reduzca a esto[33]; ya que entonces tampoco sería posible el que las apariencias pudiesen constituirse, pues estas encuentran su ámbito sólo en un ser que al tiempo sea conciencia y cosa.
 
La subjetividad, al llevar a cabo la rectificación descubre que su conocimiento sensitivo está realmente condicionado por su carácter reiforme, hasta el punto de que muchas veces la causa de que se produzca el error que posibilita la apariencia sea el mal funcionamiento de uno de los órganos corporales del sentido. Así pues, la subjetividad se descubre a sí misma, al mismo tiempo determinada por su índole de cosa o cuasi cosa y su estar zambullida en el mundo de las cosas[34]. Al estar la subjetividad inmersa en ese mundo percibe la distancia que la separa de cada cosa:
 
La subjetividad es realmente distante de los objetos juzgados, es decir, porque no estriba en pura presencia a ellos o de ellos, como lo habría de ser una conciencia absoluta. Tales relaciones de distancia atañen a la subjetividad, primordialmente, como entidad corpórea.[35]
 
La subjetividad no es una mera cosa que impediría la constitución de la apariencia, sino que es también conciencia, pero conciencia relativa, «conciencia de y en un ser determinable como si fuese una cosa»[36]. Si la apariencia se constituye en el interior de la subjetividad, esta encuentra su razón objetiva, como hemos dicho, en la realidad exterior, transubjetiva, esta realidad es independiente de la propia conciencia, hasta el punto que la realidad no depende en nada de la conciencia que la conoce para ser lo que es.[37] Ciertamente esto contrasta con el idealismo, que pretende «reabsorber en la conciencia la autonomía que respecto de ella tiene la realidad»[38]. Mientras que la subjetividad sabiéndose ella real e inmersa en la realidad sabe, al mismo tiempo de la independencia de lo real con respecto de ella, así como su ser dependiente de ella; y por esto sabe de su conciencia como una conciencia no absoluta, sino relativa.[39].
 
1.2. Carácter temporal de la conciencia.
 
1.2.1. Inserción de la conciencia en el tiempo.
 
La subjetividad es susceptible al no-ser, así se nos ha evidenciado en el apartado anterior con referencia al no-ser que le es propio a la apariencia, aunque como hemos visto ésta se constituye dentro de la conciencia como objeto suyo. Sin embargo, la subjetividad no se limita únicamente a este no-ser, sino que la conciencia se nos muestra como relativa a su propio no-ser, en cuanto que ella, se sabe comenzada por primera vez, al tiempo que sabe del cese y recuperación de su conciencia:
 
La subjetividad es negativa a sí misma porque tiene la posibilidad de aprehenderse, primero, como «originariamente comenzada» y, segundo como recuperada.[40]
 


Así pues, la subjetividad se manifiesta inserta en el tiempo, o como nos dice Levinas «un sujeto es ya un comienzo»,[41] adquiriendo ella por este comienzo un carácter temporal. Este carácter se nos muestra, sobre todo en el conocimiento que tiene de haber comenzado en un momento determinado, pero a la vez, se da la paradoja, de que la subjetividad no tiene “conciencia” de ese primer comienzo. De la vivencia de este primer momento, la subjetividad no guarda ningún recuerdo, pero sin embargo, ella está segura de un comienzo que fue su primer momento. Cuando nos preguntamos por el aspecto temporal de la conciencia y concluimos que hay un primer comienzo en el tiempo no estamos buscando con ello, ni la significación temporal ni la definición de tiempo, sino que «lo que de ese modo yo defino... es... más bien mi conciencia»;[42] y la conciencia en lo que toca al ser, a su aspecto ontológico. En relación a este aspecto, no se limita la subjetividad a realizar una mera reflexión de carácter memorativo sino que se ve forzada a ir más allá, a ese tiempo donde la conciencia simplemente no fue, un tiempo que no fue el suyo y que no pudo serlo pues sencillamente ella no era. Se nos plantean ahora varias cuestiones, así, ¿Es posible una conciencia del puro y total no ser? ¿Cómo y en que sentido una reflexión de la conciencia sobre su no haber sido? Efectivamente nos dirá Millán Puelles:
 
En términos de estricta actualidad y simultaneidad, es, pues, imposible la conciencia de la no-conciencia. No, en cambio, en términos de distensión en el tiempo, o sea, siendo actual la conciencia reflexiva, y pretérita la no-conciencia reflexiva.[43]
 
Aquí al término “reflexividad” se le da un sentido muy amplio, pretendiendo señalar únicamente «que la subjetividad se vuelve sobre sí en el momento en el que se hace cargo de no haber existido en algún tiempo».[44] En el fondo lo que se nos está planteando es la cuestión de que ante nosotros tenemos una conciencia que es relativa, conciencia a la que no le repugna la idea de no haber sido en un tiempo. Cosa que se rechazaría, es más, que sería una contradicción, para una conciencia absoluta, ya que esta sería siempre conciencia y conciencia de serlo siempre:
 
El hecho de la negatividad radical de mi conciencia consiste precisamente en esto. En que mi conciencia es tal que le es viable, que no le repugna en modo alguno, la idea de no haber existido en algún tiempo, o, lo que es igual, el haber sido precedida por un tiempo en el que ella no era...no es posible pensar sin contradicción que la conciencia «de la subjetividad» sea pura y simplemente conciencia, exenta de comienzo.[45]
 
La conciencia de la que tenemos noticia, es aquella que es una realidad temporal, una conciencia precedida por su no-ser, una «conciencia existencialmente comenzada, conciencia llegada a ser».[46] La subjetividad no recorre ningún proceso que derive en última instancia en el ser, sino que de lo que se trata es de pasar del absoluto no ser al absoluto, ser. Por tanto lo único que precede a la subjetividad es el no-ser, pero su propio no-ser, ya que la realidad en su complicación existía antes de que ella llegase a ser. Como hemos dicho anteriormente, la subjetividad no tiene memoria de este hecho, de su implantación en el ser y, como nos señala nuestro autor esto es debido precisamente a que «como toda novedad, requiere para poder ser advertida poder haber vivido lo que la precedió»[47] pero para la subjetividad esto es imposible ya que:
 
La subjetividad es ciega para su nacimiento. No surge como conciencia en acto, sino como conciencia en potencia.[48]


 
Esta característica de la subjetividad, que efectivamente, parece obvia, sin embargo, está llena de problemas para corrientes filosóficas como el actualismo,[49] al que le es imposible aceptar la irrupción de la subjetividad en el ser, ya que para el actualismo es imprescindible el ser consciente de ese momento en el que la subjetividad pasa de su no-ser a ser. Para el actualismo el surgimiento de la conciencia tendría que ser conciencia de ese surgimiento, pero la subjetividad que nosotros conocemos es aquella que aunque se sabe comenzada, no tiene conciencia de su comienzo.
 
 
 
1.2.2. La conciencia intermitente.
 
Con Millán Puelles hemos visto como la subjetividad tiene un comienzo con respecto al tiempo y al ser. El paso siguiente nos muestra como la conciencia se vive también como conciencia que cesa y se recobra,[50] por otra parte, esta experiencia es vivida con total naturalidad por la subjetividad. El cese de la conciencia nos dirá nuestro autor tiene como dos niveles uno sería, el llamado natural o efectivo, otro el intencional u objetivo.[51] El natural consistiría en esa pausa de la conciencia donde ella no puede ejercitarse como intencional u objetivamente afectada. Sin embargo, debemos tener en cuenta que hablar del cese y recuperación de la conciencia, sólo es posible para aquella conciencia que ha tenido estas vivencias. Sin embargo, a quien realmente afecta el cese de la conciencia, es a la subjetividad, que es, el sujeto, la “propietaria”, el “lugar” de la conciencia, pues de otra manera, estaríamos considerando a la conciencia como una sustancia que viviría su cese como un accidente:
 
Tal sujeto, por serlo de la posibilidad de la conciencia, es la subjetividad de la conciencia, es la subjetividad. Por tanto, es esta lo que resultaría físicamente afectado por el cese o interrupción de la conciencia. Lo que cesa o se interrumpe es la conciencia, no la subjetividad; pero es la subjetividad lo que se encuentra entonces en la situación de no poder constituir en objeto a ninguna realidad o irrealidad.[52]
    La conciencia sabe que ha cesado, así como que más tarde se ha recobrado; este interrumpirse y recobrarse, son actos de la conciencia;[53] aunque en ella podemos descubrir no sólo a estos, sino toda una pluralidad de actos, haciéndose necesario algo que de unidad a todos ellos. A primera vista se podría pensar que es la conciencia la encargada de ello; sin embargo, esto no es posible pues, como hemos señalado, anteriormente ella además de tener un sujeto que no se agota en ser conciencia no es una sustancia; por tanto como nos dice nuestro autor será la subjetividad quien cumpla este papel integrador y unificador, pues «en realidad no hay actos de una conciencia, sino actos de conciencia de una y la misma subjetividad».[54]
 
La conciencia por el hecho de su cese deja de actuar como tal y por ello hay que afirmar que «el yo no incluye el ejercicio actual de la conciencia».[55] Ahora bien, esto no conlleva el que la subjetividad deje de ser sujeto de la conciencia, aunque ciertamente, esto es difícil de admitir para el idealismo ya que para él es inconcebible un “yo” que por un momento pueda dejar de tener conciencia de sí mimo. Durante el tiempo que la conciencia deja de estar en ejercicio no provoca que la subjetividad deje de ser y, así cuando se recupera volviendo al ejercicio consciente, la subjetividad se vive como la misma:
 
Lo cual, en definitiva, exige que la subjetividad no sea conciencia, sino sujeto radicalmente aptitudinal de ella. Sólo así puede darse la solidaridad del cese de la conciencia con la conciencia del cese, como acontecimiento relativo a una subjetividad idéntica e indivisible.[56]
La subjetividad tiene, no sólo, experiencia de que cesó su conciencia y posteriormente la recuperó, sino que de alguna manera intuye, ve como inminente el cese, como por ejemplo sucede cuando el sujeto percibe con el sueño que se duerme, así con la típica expresión “tengo sueño” expresa la percepción que tiene del preludio del cese, deslizándose hacia el cese total. Son como los heraldos que preceden al cese, que lo anuncia. Así pues, como nos indica nuestro autor sin este parentesco entre el cese y aquello que lo anuncia, la conciencia del cese sería imposible y sin ningún correlato en la conciencia.[57]
 
Ahora bien, cuando se produce el cese de la conciencia, lo que de hecho se está produciendo es la ausencia de los actos de conciencia. Sin embargo, esto no conlleva el que la subjetividad deje de tener todo lo que esencialmente le conviene, incluida la capacidad para el ejercicio de la conciencia, «por eso cabe que este ejercicio se reanude, o sea que se efectúen nuevos hechos de él».[58] De tal modo que al “recobrar la conciencia” la subjetividad asume la pausa como propia, pues ella es la misma y el cese de la conciencia queda asumido de forma tan propio como cualquier acto de conciencia.
 
Si cuando hablamos de la apariencia se nos mostró el carácter corpóreo de la subjetividad como un elemento esencial de ésta, hasta el punto que la apariencia se hacía presente como objeto interno de la conciencia con la participación del cuerpo; así también, en el cese de la conciencia y su recuperación puede estar determinada por condicionantes naturales que ponen en evidencia nuevamente la dimensión corporal del sujeto humano:


Dicho de otra manera: no es solo que el sujeto poseedor de la aptitud para la vida consciente sea sujeto, también, de determinaciones de índole meramente natural, sino que los actos de conciencia de este mismo sujeto pueden de alguna forma, depender de tales determinaciones.[59]
 
   Uno de estos actos de conciencia donde el carácter reiforme de la subjetividad entra en juego de forma esencial sería, como nos indica Millán Puelles «en la experiencia, que a veces la subjetividad realiza al despertar de ser determinada en cierto modo por un “agente” físico».[60] Así sucede cuando el despertar de un individuo viene provocado por el sonido del despertador. Al despertarse el sujeto descubre en el despertador la causa que provocó la recuperación de la conciencia. Es como nos señala Millán Puelles, como la experiencia que tengo cuando al beber agua experimento que se elimina la sed.[61] Ésta sería como una causa en acto-sobre mi. Esta descripción de la vivencia que tiene la subjetividad pone de manifiesto nuevamente que ésta no se identifica con la conciencia, y que por ello la conciencia no es una conciencia absoluta. De tal modo que pueda ser afectada por agentes exteriores «así, es necesaria la conciencia de un ser que no es conciencia. Y esto es en realidad lo que primero rechaza el idealismo».[62] Ya que el idealismo lo único que admite es una conciencia absoluta. Pues, el idealismo «exige que todo lo que no es formalmente conciencia misma sea objeto de ella como conciencia absoluta y no de otro modo».[63] Así por este carácter absoluto en la concepción idealista de la conciencia, impide que esta quede inserta en una relación de causalidad, y todo esto debido a que para el idealismo la conciencia no esta inserta en un sujeto, a no ser que sujeto y conciencia se adecuen perfectamente hasta el punto de que no haya distinción. La concepción de la subjetividad y de la conciencia por parte de nuestro autor es muy distinta, hasta el punto que quien realiza la acción de despertar, “despertarse” no es la conciencia sino la subjetividad, como poseedora de conciencia. Así pues, es la subjetividad y no la conciencia:
 
Quien hace de subiectum receptivo del ejercicio de la causalidad aquí descrita. Pero la forma en que la subjetividad es afectada por esta causalidad que en ella incide no es ni más ni menos que la del despertar, es decir, la de la recuperación de la conciencia, precisamente a título de recuperación. Por tanto, esta conciencia que se pierde y se recobra no puede ser pensada sino en orden a la subjetividad que permanece y que es así la condición de la síntesis de las fases conscientes con las inconscientes. De ahí que la subjetividad a la que una tal conciencia tiene que estar referida sea, necesariamente, una realidad relativa a su no-conciencia. Este carácter debe hallarse incluido en el  ser de la subjetividad aptitudinalmente consciente y es, además, algo que a su manera se constituye también en la actualidad de la conciencia misma.[64] 


A partir de la descripción de las vivencias, como el dormirse y el despertarse, nos acerca nuestro autor a la conciencia como conciencia inadecuada, es decir, al «hecho de que la subjetividad no es completamente trasparente así propia en la realización de las vivencias descritas».[65] En la vivencia que nos ocupa, si bien, por un lado sabe la subjetividad que fue el despertador el objeto-causa, como un elemento extraconsciente, el que provocó la recuperación de la conciencia, por otro lado, desconoce “cómo” actuó el objeto–causa sobre ella de tal manera que provocase el despertar. La subjetividad mediante la reflexión descubre que en la conciencia hay un momento oscuro, una ignorancia, que pone de manifiesto la inadecuación de la conciencia. La reflexión, efectivamente viene a aclarar, esta ignorancia. Pero, aunque ella ratifique este momento oscuro, le es imposible ir más allá, pues si la vivencia espontanea del despertar conlleva, la ignorancia de la que hablamos, y con ella el saber de la inadecuación de la conciencia; así también la reflexión por ser sobre esta vivencia, se nos muestra como incapaz de dar razón del “cómo” actuó el objeto-causa, y lo que nos pone de manifiesto es el hecho de que la subjetividad tiene una vivencia en la que ha participado su dimensión corporal como mediación. Y en «todos los casos en que una vivencia se nos muestra, a la luz de la reflexión, como enlazada, en la unidad de la subjetividad idéntica, con la exigencia de la “mediación corpórea”, son casos que hacen patente la inadecuación de la conciencia».[66]
 
Ahora bien, la subjetividad, además del ejemplo indicado anteriormente, tiene experiencia de hechos, como es el caso de la visión, donde no tiene la conciencia de un objeto-causa en cuanto causa. En la visión, al igual que en el despertar se hace presente la mediación corporal, y si en el despertar sabíamos del despertador como un elemento que actúa como objeto-causa pero ignorábamos el “cómo” en la visión, en cambio se nos escapa el objeto-causa en cuanto causa. Así pues, «lo visto no es captado en la visión con la causa que me determina a verlo, de ahí que tampoco en la reflexión pueda aprehender mi percepción visiva como una forma de percepción de la causalidad que actúa en mí».[67] Sin embargo, lo que sí parece cierto, es la experiencia que tiene la subjetividad de la mediación del cuerpo en el proceso de la visión, haciendo patente por ello, la inadecuación de la conciencia. Por tanto tenemos una subjetividad, que como venimos diciendo, no se agota en ser conciencia. Si bien, esto está en contradicción, por un lado, con el naturalismo que reduce los hechos de conciencia a meros hechos fisiológicos y por otro con el idealismo que no admite una distinción entre la subjetividad y la conciencia que esta tiene de sí. Así pues, al idealismo le es imposible concebir la realidad independientemente del sujeto pensante o del pensamiento pensante, y, por lo tanto, de una realidad no reducida a sus ideas o percepciones.[68] Para nuestro autor, en cambio, la subjetividad no puede llegar a experientarse sin relación a una realidad distinta de ella misma:
 
No hay una experiencia de sí mismo, sin contexto mundano. Este se halla presente aún en las formas más altas de la reflexión, que no pueden dejar de estar marcadas, en tanto que reflexivas, por la intencionalidad a lo mundano, dada, inmediatamente, en las vivencias básicas u originarias. La reflexión es siempre, en definitiva, reflexión sobre una de estas vivencias y, por lo mismo, algo que se resiente de la primordial intencionalidad que ellas poseen. Tan imposible es, pues, una reflexión absolutamente desligada de todo lo mundano, como una vivencia originaria donde la subjetividad sea percibida sin relación a algo distinto de ella.[69]
 


Así pues, la subjetividad por su propia estructura, sale de sí misma hacia el mundo, como realidad distinta a ella, esto es tan importante, que gracias a este tipo de relaciones transubjetivas que el yo es capaz de establecer llega a conocerse así mismo como tal sujeto, en palabras del filósofo Antonio Livi:
 
En el ámbito de la «conciencia del ser», por consiguiente, lo primero es el conocimiento o conciencia del «mundo» (res sunt). Y secundariamente, por una reflexión ulterior, se alcanza el conocimiento o conciencia del yo, entendiendo por «yo» el sujeto que conoce el mundo, sabe que lo conoce y sabe que es él quien lo conoce, sabiendo al mismo tiempo que él se configura como un ser de este mundo, una de las res que ya ha afirmado como entes, como realidad, en el primer juicio.[70]
 
A modo de conclusión, debemos recalcar como Millán Puelles nos ha señalado la finitud de la conciencia; primeramente, a través del análisis de la posibilidad de la apariencia con el que nos ha mostrado el carácter reiforme propio de la subjetividad; posteriormente nos ha llevado a descubrir a la subjetividad como temporal e intermitente. Todo esto nos introduce en el siguiente capítulo, donde nos señalará como la subjetividad trasciende no sólo su conciencia sino, así misma, como conviene a una subjetividad no absoluta sino relativa y finita.
CAPÍTULO II
  
TRASCENDER  INTENCIONAL
  
2.1. La realidad, ámbito transcendental de la conciencia.
 
La subjetividad, como hemos señalado con anterioridad, se encuentra inserta en lo real, en el mundo, si bien, no como una mera cosa, pues, ella se nos ha mostrado como sujeto de una conciencia finita y relativa, en contraste con otras concepciones de la misma, que la pensaron como absoluta. El sujeto, por serlo de una conciencia inadecuada, se abre al resto de lo real, en el acto que la lleva más allá de sí misma captando lo real en cuanto tal. Este trascenderse es al mismo tiempo un autotrascenderse. Así mismo, como  nos indica Millán Puelles, cualquier acto de autoconciencia inadecuada lleva consigo el aprehender algo real y diferente al sujeto del acto, y esto aunque se trate de un “ente de razón”, pues si es posible el que estos se constituyan como objetos, es debido a la aprehensión de algún ente real que serviría de materia o bien de modelo.[71]
Al situarnos frente a la subjetividad y realizar el análisis de ésta en busca de su estructura, se nos descubre un doble aspecto que viene remarcado por nuestro autor. Ambos aspectos se condicionan mutuamente: que si por una parte es cierto que sin la subjetividad es imposible la constitución de los objetos en cuanto tales, no es menos cierto, que para que pueda ser posible la subjetividad es necesario que ésta capte lo real en cuanto real. Pues esta capacidad que la subjetividad tiene de captar lo real en cuanto tal es:
Lo que constituye la esencia misma del «lógos», que antes de consistir en la aptitud, manifiesta en el hombre, para una discursividad internamente coherente, estriba en la capacidad de la aprehensión de lo real ut sic. El concepto de hombre como animal racional es, por ende, el concepto de la subjetividad, el del único modo de subjetividad posible; de suerte que el animal irracional no es subjetividad, pues aunque tiene la capacidad de percibir, no carece tan sólo de la de discurrir de una manera lógica, sino también, y fundamentalmente, de la de ser onto-lógico.[72]
 
La subjetividad por su carácter ontológico detecta la inadecuación de su propia conciencia, estando ésta referida por una parte a su sujeto y, por otra de forma intencional, a una realidad distinta de la misma subjetividad. Así pues, para ésta la realidad distinta de ella misma le es imprescindible tanto para conocer como para conocerse. La subjetividad, efectivamente, es capaz de  aprehender realidades; ahora bien, de lo que no es capaz es de comprehenderlas ya que esto es propio únicamente de Dios.[73]
Millán Puelles toma la trascendentalidad de la realidad en tres sentidos. En primer lugar es comprendida como algo que sobrepasa cualquier “eidos” genérico; en segundo lugar sería aquello en lo cual la subjetividad se trasciende dirigiéndose a toda la realidad, aunque de forma confusa e indiscriminada y, por último también es entendida como algo a priori que hace posible el conocimiento intelectivo y cuyo supuesto sería la subjetividad.
 
Al tomar nuestro autor la trascendentalidad de la realidad en estos tres sentidos nos introduce en el terreno de la metafísica, sobre todo en el primer caso, que como él mismo nos indica, es el que más importancia tiene, pues sobre él descansan los otros dos sentidos dados a dicha noción.[74] Así pues, nos hace dirigir la mirada al ente en cuanto ente.[75] Ya que «con la noción del ente se apunta, pues, a toda la realidad, al conjunto de todas las realidades en tanto que, aunque distintas, todas ellas coinciden en la razón común de realidad».[76]
 
Con el segundo sentido dada a la noción de trascendencia viene Millán Puelles a designar «el carácter de un acto intencionalmente trascendente hacia la totalidad de lo real».[77] Este acto intencional que se dirige hacia la realidad, puede ser repetido incesantemente, y de hecho así sucede. Sin embargo, el acto en cuanto tal es siempre uno y no un conjunto de actos. Aparecen así dos polos, uno la subjetividad, otro el resto de la realidad hacia la cual tiende. De esta forma la subjetividad se actualiza, en esta tendencia y con ella aprehende al ente. En otras palabras un ser que se abre a todo el ser.[78]
 
Así pues, este segundo sentido de la noción de trascendencia descansa sobre la posibilidad del primer sentido, ya que lo primero que la subjetividad capta es que las cosas son:
 
Tal como ese primum cognitum se ofrece, independientemente de la reflexión metafísica o lógica, no es otra cosa que el ente en cuanto dado en alguna concreta realidad sensible: es decir, un concepto, el más amplio, vigente en un percptum, y vigente, en la aprehensión intelectiva, como el predicado más amplio y, por lo mismo, también el más confuso, bajo el cual lo percibido se concibe; de modo que tan cierto es que los hechos de la percepción originaria no se dan en la subjetividad en calidad de actualizaciones meramente sensoriales, como a la inversa, que todo acto de aprehensión intelectiva, aunque incluye y supone la noción comunísima del ente, no se da primariamente y por sí, sino en tanto que esta noción es la de algo que se nos aparece en alguna determinada realidad sensorialmente ofrecida. Tal es la consecuencia inevitable de que el «objeto formal propio» del entendimiento de una entidad reiforme sea, para decirlo con la Escuela, el ens concretum quidditati sensibili.[79]
 
       Con el tercer sentido la realidad viene comprendida como un a priori de la posibilidad de la conciencia subjetiva. Con palabras de Alejandro Llano: «Este a priori no tiene un mero carácter subjetivo formal, no es una función unificante y configuradora de las representaciones sensibles, sino que es un a priori material, en cuanto que, pertenece de suyo a lo captado y no sólo a la manera de aprehenderlo. Y es que el logos no es posible sino como logos de la realidad».[80]
 
 
2.2. Intencionalidad.
 
El tema de la intencionalidad ha estado presente, si bien, con altibajos, a lo largo de la historia de la filosofía, siendo Brentano, quien bebiendo de la filosofía tomista, lo ha introducido de nuevo en el debate filosófico contemporáneo:
 
Todo fenómeno psíquico está caracterizado por lo que los escolásticos de la Edad Media han llamado la existencia-en intencional (o mental) de un objeto, y que nosotros llamaríamos, si bien con expresiones no enteramente inequívocas, la referencia a un contenido, la dirección hacia un objeto (por el cual no hay que entender aquí una realidad), o la objetividad inmanente. Todo fenómeno psíquico contiene en sí algo como su objeto, si bien no todos del mismo modo. En la representación hay algo representado; en el juicio hay algo admitido o rechazado; en el amor, amado; en el odio, odiado; en el apetito, apetecido, etc.
Esta inexistencia intencional es exclusivamente propia de los fenómenos psíquicos. Ningún fenómeno físico ofrece nada semejante.[81]
 
Sin embargo, si la intencionalidad ha adquirido en la actualidad realmente importancia ha sido debido al trabajo elaborado por Husserl[82], alumno de Brentano, que dio lugar a la filosofía fenomenológica. Por otra parte, hoy son diversas las interpretaciones que se le da a la intencionalidad, tanto dentro de la fenomenología como, por ejemplo en la filosofía del lenguaje en la que destaca el profesor Jonh Searle. No siendo este el tema fundamental del presente trabajo, simplemente vamos a clarificar el término y su significación fundamental, sin intentar agotarlo.
 
Etimológicamente la palabra intencionalidad viene del adjetivo intentionalis, que a su vez deriva de in-tendere significando ir hacia.[83] La intencionalidad es cierta referencia que afecta al conocimiento, aunque no sólo a este, sino también a los afectos, voliciones y acciones. La intencionalidad cognoscitiva, y en particular la de nuestra conciencia intelectual y nuestro pensamiento, es una propiedad de nuestro conocimiento que viene a expresar su peculiar unidad con lo conocido. Así pues, lo que conocemos, lo que queremos y lo que hacemos se refiere a algo o a alguien, encontrando en ellos su destinatario. Por todo esto, el concepto de intencionalidad no se limita al aspecto cognoscitivo, sino que va mucho más allá de él, y se nos presenta como algo específicamente antropológico.[84]
 
Según nos dice García López, en su obra Lecciones de metafísica tomista,[85] la intencionalidad cuando se la analiza bajo el prisma del objeto del conocimiento viene a significar que ese objeto hace referencia a otro objeto, al objeto tomado en sentido amplio, o, si se prefiere a la realidad misma. Esta función de remitir a algo distinto de sí mismo es lo proprio del signo. Entendiendo por este aquello que se nos presenta en el conocer como algo distinto de sí mismo, como haciendo sus veces. Ahora bien, signos hay de muchos tipos, sin embargo nosotros debemos continuar centrándonos en lo que hace referencia específica al conocimiento. Pues bien, el objeto inmediato de todo conocer, que, como se ha dicho, es un signo de la realidad conocida, o mejor, del objeto mediato, es, sin duda, el signo que con más facilidad lleva a lo significado por él; ya que, primero, es muy grande la semejanza con lo significado; en segundo lugar, está de hecho muy frecuentado el paso de él a lo significado; y, por último es un signo de tal índole que difícilmente puede ser tomado como mera cosa, y nunca se le toma así en el conocimiento espontáneo o directo. En cambio, por la reflexión, se puede descubrir en él una cierta “entidad” distinta de lo significado en el mismo.
El objeto inmediato o estrictamente entendido, por conllevar el carácter de signo y por la intencionalidad que le es propia, lleva con mucha rapidez, al objeto mediato, o como lo hemos referido anteriormente al objeto ampliamente tomado. La mayoría de las veces este objeto mediato es algo real pero sin embargo no es toda la realidad sino una parte o un aspecto de esa realidad. En este sentido, se pueden diferenciar y caracterizar esos dos objetos como “objeto-objeto” , el inmediato mientras que el mediato nos podríamos referir a él como el “objeto-cosa”. Sin embargo tenemos que señalar que a veces el objeto inmediato no se refiere a nada real que es lo que ocurre en el caso de los objetos puros.[86] 
 
2.3. El trascender aprehensivo.
 
        Al adentrarnos en el trascender aprehensivo, lo primero que se nos plantea, y así nos lo presenta nuestro autor es el tema de la unidad sujeto-objeto. Ciertamente una de las cuestiones filosóficas más importantes de toda la historia del pensamiento occidental. Al pensar el conocimiento en estos términos lo primero que nos encontramos es una «certa peculiare relazione fra colui che conosce e ciò che è conosciuto».[87] Efectivamente se establece en el aprehender intencional una relación a la cual se refiere Millán Puelles como una cierta presencia-distancia de un objeto respecto a su sujeto. Pues el objeto aunque presente en el sujeto cognoscente al mismo tiempo se produce una cierta oposición entre ellos. Ahora bien, como nos dice nuestro autor: «esta noción, evidentemente metafórica, de una presencia-distancia sólo llega a hacerse inteligible desde la previa idea del conocer».[88] ¿En qué consiste el conocimiento? Esta es la cuestión en la que nos vamos a ir introduciendo, resuelta esta pregunta podremos ver con mayor lucidez aquello, en lo que consiste el trascender intencional, pues si bien, sabemos que este es una forma del conocer, también sabemos que no agota todo el ser del conocimiento:
 
Siendo, pues, la trascendencia intencional simplemente un aspecto o dimensión de una determinada forma del conocer, no puede tener sentido sino para el ser al que conviene esta modalidad cognoscitiva; pero el sentido que para el mismo tiene no es completamente perceptible sin el análisis de lo que significa en general el conocimiento.[89]
 
Nuestro autor a la hora de llevar a cabo el análisis de lo que significa el conocimiento, sigue en lo fundamental el método fenomenológico descriptivo, sin embargo como en el resto de la obra ahonda hasta llegar a lo que sería un análisis ontológico.
 
Parte Millán Puelles en el análisis que le llevará a descubrir lo que es el conocimiento en general, de la confrontación entre dos modos de ser, entre aquel modo de ser capaz de conocer y aquel otro modo al cual le está vetada esta capacidad. Para ello, se va a servir fundamentalmente del lenguaje propiamente metafísico, así mismo, se va a dejar llevar y a ellas apelará como pensamiento esclarecedor de las concepciones de la Escuela, y más en concreto de Santo Tomás; el cual, como sabemos bebe de Aristóteles al tiempo que entra en confrontación con el pensador hispano-musulmán Averroes.[90]
 
Ambos modos de ser son efectivamente reales, sin embargo, como nos indica Millán Puelles, esto no conlleva ni que tengan el mismo grado entitativo ni el mismo grado de evidencia:
 
La evidencia del ser que no conoce es inferior a la del que conoce, entendiendo por éste el ser cognoscente en acto... La inferior evidencia de este ser no una absoluta falta de evidencia, ni la evidencia, tampoco, de su absoluto no ser. Pero es verdad que la subjetividad tiene de sí una mayor evidencia, en el sentido de que le es más conocida su manera de ser, no de un modo científico y abstracto, sino por virtud de la experiencia que le es connatural.[91]
 


Situándonos propiamente a un nivel ontológico, tenemos que reafirmar, tanto aquel modo del ser capaz de conocer, como aquel otro al que le resulta imposible el conocimiento; en cuanto al ser ambos coinciden, los dos son. Sin embargo, no tienen la misma densidad de ser uno que el otro. Millán Puelles, a la hora de tratar esta contraposición entre un tipo de ser y el otro, lo que hace es relacionar inmediatamente el tener esta capacidad de conocer con la intensidad de ser. Así pues, aquel que carece de la capacidad de conocer le correspondería igualmente una carencia de ser o en palabras de nuestro autor un «déficit de ser»[92], mientras que aquel modo de ser capaz de ser cognoscente tendría una mayor plenitud de ser. Si bien, también entre los modos de ser capaces del conocimiento hay una graduación en relación recíproca a la intensidad de ser que en ellos se da hasta llegar a un modo de ser donde el conocimiento es pleno porque en él se daría la plenitud de ser y por tanto sería innecesario el trascender intencional.[93] Así, si cualquier conocimiento es conocimiento de algo, el conocimiento pleno es conocimiento de todo, incluido de lo finito ya que el conocimiento pleno es «conocimiento de la totalidad de las maneras en que el ser puede darse...conocimiento, a la vez del ser en su plenitud y de los diversos modos de imitarlo...como acto puro, es completamente imperfectible, puro ser y puro conocer»[94] Así pues, en el ser capaz de conocer todo posee de alguna manera todos los seres.[95] Por esto se pregunta nuestro autor:
 
¿Qué es, pues, el conocer, como ser que no poseen todos los seres y que en el mismo ser en plenitud es presencia, a la vez, de todos ellos?[96]
 


Para responder a esta cuestión, recurre nuestro autor a lo dicho por la Escuela, así pues, entiende el conocer como la posesión de una forma, si bien, la manera como es poseída la forma es muy distinta a como ésta se encuentra en la materia. Así pues, el conocimiento sería la posesión de una forma de manera inmaterial: «Y hemos llegado, en suma, a la conclusión de que el conocer no es otra cosa que la posesión inmaterial del ser».[97] Esto nos aclara la diferencia entre los seres con la capacidad de conocer y aquellos otros a los que esto le es imposible, y es que ya Santo Tomás lo expuso con gran claridad:
 
La diferencia entre los seres cognoscitivos y los que no lo son radica en esto: que los no cognoscitivos están constreñidos a la posesión de su sola forma, mientras que los cognoscitivos pueden poseer, además de la suya, la forma de otra cosa.[98]
 


Siguiendo a Tomás de Aquino, nos dice nuestro autor, que el conocimiento no consiste tan sólo en poseer además de la forma propia la de otro de modo inmaterial, sino que cuando se produce el conocimiento esta forma de otro es poseída en el conocer como forma de otro, como ajena: «Así, pues, poseer lo ajeno y poseerlo de modo inmaterial serían, en resolución, lo mismo».[99] Ahora bien, tenemos que tener en cuenta que no todo lo poseído de modo inmaterial es ajeno, pues la autoconciencia es posesión pero posesión de lo propio o mejor es autoposesión. Así pues, los seres incapaces del conocimiento tienen lo propio sólo de forma material mientras que los seres capaces del conocimiento se tienen de forma material y de manera inmaterial. De tal manera que entre los seres incapaces del conocimiento y aquel que es capaz de una total autoconciencia se encuentra otro tipo de ser que es la subjetividad humana a la cual, le pertenece una autoconciencia pero inadecuada.
 
Como venimos señalando, en esto nuestro autor sigue a Santo Tomás, así nos dice Tomás de Aquino que:
 
En las sustancias inmateriales ocurre también que son inteligibles por su propia esencia en la medida en que les compete por esencia existir en acto.
La esencia divina, acto puro, y perfecto, es, en consonancia, absoluta y perfectamente inteligible en sí misma; por eso Dios entiende por su propia esencia no sólo así mismo, sino también, todas las cosas. En cambio la esencia angélica, si bien como acto, pertenece al género de los seres inteligibles, no es, sin embargo, acto puro y completo, y por, tanto, su capacidad de entender no termina en el conocimiento de la propia esencia; y así, aunque se entiende por su esencia no conoce todas las cosas por ellas, sino que las cosas distintas de él las conoce por sus imágenes. El entendimiento humano está, con respecto a los seres inteligibles, en pura potencia, como la materia prima en relación a las cosas sensibles, y por eso se le llama “posible”. Considerado, pues, en su esencia, es sólo una capacidad de entender, teniendo de suyo, el poder de entender, mas no el de ser entendido mientras no se constituya en acto...nuestro entendimiento se conoce, pues, a sí mismo, no por su esencia, sino por su acto.[100]
 
Millán Puelles viene a entender el conocimiento como el acto de un acto que posee un acto, en palabras de nuestro autor: «El análisis ontológico del conocimiento viene a parar así en una reiteración de la noción de acto, que se podría expresar de esta manera: actus actus actum possidentis».[101] Y esto debido a que el conocimiento no es una potencia o una capacidad sino un acto. Por otra parte se trata del acto de un acto, pues se trata del acto de un sujeto que se comporta como acto y no como una potencia pues lo conocido no es conocido sino de modo inmaterial y objetivamente. Lo que es poseído, por otro lado, es un acto pues lo poseído debe tener alguna actualidad y como sabemos tiene que estar presente al cognoscente o actualizado ante él. Por último, como se ha dicho con anterioridad el conocimiento es una posesión, un acto poseedor, aprehensivo, pues lo conocido está en el cognoscente, aunque siendo otro.[102] Así pues el conocimiento paradógicamente se nos ha mostrado en el análisis realizado por nuestro autor con la paradoja de una presencia-distancia de un objeto respecto de un sujeto. Para concluir y a modo de síntesis nos indica Millán Puelles que:
 
Tal «presencia ante mí» me pertenece. Es algo que ha llegado a darse en mí y que, por tanto, enriquece mi ser. La «objetividad» misma del objeto es la «inmaterialidad de mi manera» de tenerlo presente. Esta presencia es suya por ser él lo que yo tengo presente, mas no porque a su ser le pertenezca, ni de un modo esencial, ni de manera accidental, estar presente a mí. Tampoco a mí me pertenece esencialmente la presencia de él. Pero cuando de hecho él me es presente como que conozco, esta presencia suya es realmente un acontecimiento mío, un accidente de mi propio ser. Yo me incremento así con su presencia, sin dejar de ser lo que ya era, sino siendo, además, el ser que tiene ahora la inmaterial presencia de otro ser. Lo cual significa que ese ser es, a la vez, fuera de mí y en mí. Fuera de mí, respecto de mi ser físico (porque no se contiene en lo que yo soy físicamente); y en mí respecto de mi ser intencional, es decir, respecto de lo que soy, no por mí solo, sino por estar siendo incrementado con la presencia de lo conocido.[103]
 
La subjetividad, en el conocimiento, no es meramente pasiva, sino que es ella la que viene a constituir la presencia objetiva de lo conocido, como nos dice nuestro autor: «Yo constituyo a lo conocido como objeto significa, yo me doy a mí mismo su presencia a mí mismo».[104] Esto, expuesto así, puede parecer una caída en el idealismo y por tanto una gran dificultad para la posibilidad de la trascendencia física. Sin embargo, como nos indica Millán Puelles esto es debido al olvido de tres hechos. Primero que a lo conocido le es imposible darme su presencia en mí en cuanto que ella no la tiene, y si bien, el que su presencia en mí afecte a mi subjetividad a él no le afecta en absoluto. El segundo hecho, consiste en que aquello que está presente a mí no es esa realidad tal cual sino que lo que se hace presente en mí es su objetividad, que es cosa del que conoce y no de la cosa conocida. Por último, que el poner esta objetividad en mí no es una actividad objetivada sino que se trataría de una actividad objetivante, mientras que la actividad objetivada se da únicamente en la reflexión.
 
Así pues, la subjetividad pone a lo ajeno, solamente en cuanto que objeto. Y esto, es posible en cuanto que el sujeto ha sido determinado de manera física por algo distinto de él. Así, la subjetividad realiza la actividad de poner como objeto aquello que la determina desde la realidad exterior, o, como a algunos les gusta llamar realidad extramental. Al producirse este hecho la subjetividad queda enriquecida inmaterialmente por esa realidad, presente a ella como objeto. Quedando la subjetividad enriquecida inmaterialmente proporcionalmente a como es afectada por esa realidad distinta a ella misma y por ende extramental.


Hemos seguido a Millán Puelles a lo largo del análisis del trascender aprehensivo, sin embargo como él mismo nos indica no es este el único modo de trascendencia posible para la subjetividad humana:
 
El trascender analéptico es, pues, la única forma en que la subjetividad se trasciende incrementándose, a título, justamente, de subjetividad. Sin embargo, esto no quiere decir que para la subjetividad en cuanto tal no haya más trascendencia que la meramente receptiva, ni siquiera tampoco que sea en esta donde más formalmente es trascendente. Hay, por el contrario, un trascender que por su misma esencia es trascendencia de un modo más formal quela posesión, inmatrialmente anléptica, de lo conocido: el trascender de la subjetividad a lo querido, la intencionalidad pura del querer.[105]
 
 
 
 
2.4. El Trascender volitivo.
 
Éste segundo modo de trascender, que le es propio a la subjetividad, no se encuentra desvinculado del trascender aprehensivo, sino que al contrario se relacionan y ésto entre otras cosas porque nada pude ser querido si no es conocido, es más, no hay querer que no sea consciente:
Pero la realidad es que no hay propiamente ningún querer ignorado, ni ningún ignorar lo que se quiere, si por todo ello hay que entender una completa falta de conciencia. Lo que sí cabe es que el conocimiento sea inferior al querer, si bien porque lo querido sea menos conocido que querido, bien porque el hecho mismo de querer no haya sido todavía objetivado en un acto reflejo, lo cual no es en verdad ningún misterio, sino la realidad, perfectamente inteligible, de un querer que sólo es aprehendido de un modo concomitante.[106]
 
Sin embargo, el querer no consiste en tener conciencia de él, así nos dice nuestro autor que el querer se parece en este sentido a tener conciencia de padecer sed; así como el ser consciente de tener conciencia es distinto a la sed misma que es más bien un tener ganas de beber, así el tener conciencia del querer es distinto del querer mismo, que al igual que la sed se nos manifiesta como una tendencia hacia algo que hace de objeto de la volición.[107] Con esto se nos pone de manifiesto una diferencia entre el trascender aprehensivo y el volitivo, pues si el primero es una posesión inmaterial u objetiva pero posesión, el segundo consiste en una tendencia hacia; otra diferencia consiste en que mientras que el conocimiento concluye en lo conocido en cuanto que actualizado por el ser intencional u objetivo que tiene en el sujeto, el querer termina en lo querido en tanto que actualizado por el ser real que tiene en sí mismo.[108] Así conviene desde el principio marcar semejanzas y desemejanzas entre ambos tipos de trascendencia, aunque nos detendremos posteriormente en un análisis más detallado sobre esta cuestión, ahora en cambio, conviene adentrarnos en el trascender volitivo.
El filósofo gaditano, en el análisis del trascender que nos ocupa, toma el deseo, que es una de las formas del querer, y lo somete a un análisis comparándolo con el movimiento, pues como nos indica nuestro autor «en cierto modo la definición aristotélica del movimiento, “acto de un ente en potencia, en tanto que en potencia” también conviene al deseo».[109] Si bien, el deseo es un acto de un ente en acto, pues el deseo no se presenta como potencia mas que como tendencia hacia lo deseado, pero tomando en sí mismo el deseo es un acto. Pues «el deseo es el acto de lo deseado en tanto que deseado. Y el ser desiderante está en potencia de lo que él mismo desea, no por tenerlo como deseado, sino por no tenerlo como físicamente poseído».[110] Mientras que el movimiento, según esta concepción aristotélica difiere del acto del deseo en cuanto que el deseo no conlleva en esencia la potencia ya que como hemos indicado es un acto en sí mismo, mientras que el movimiento «incluye por esencia algo potencial»,[111] esto es, se encuentra el movil en potencia con respecto del término del movimiento y también, con respecto al acto de moverse, que es esencialmente un acto incompleto.[112]
 
El sujeto que cumple el acto de desear en esa tensión que lo lleva a obtener lo deseado, como el agua que apaga la sed, no concluye sino con la satisfacción del deseo; sin embargo esto no conlleva el cese del querer, pues aún cuando el deseo ha desaparecido porque ha sido satisfecho, el querer permanece a aquello que se deseaba y que ahora poseído se disfruta. Más aún dice Millán Puelles, en lo que parece una contradicción, que el deseo de alguna manera pervive en lo satisfecho:
 
La satisfacción del deseo es un querer y no tan solo una posesión, o, mejor dicho, es querer esta misma posesión, pero de un modo distinto al del querer ya dado en el deseo. La continuidad esencial entre el deseo y su satisfacción es la que existe por el hecho de ser ambos, aunque distintos, actos de querer la misma posesión. El deseo se continua, en cierto modo, en el hecho que lo anula y satisface. No permanece en tanto que deseo, pero subsiste en tanto que querer; y aunque caba que este querer desaparezca una vez que el deseo se ha satisfecho, lo que no cabe, en cambio, es que no aparezca en el momento en que el deseo se satisface. La posesión física de lo deseado no podría darse en continuidad con el deseo, si no se diese con ella el acto de querer lo poseído.[113]
 
Así pues, el deseo se nos muestra como un tender que es un querer, el querer al igual que el deseo es un tender, implícito en el deseo, pero que sin embargo no se agota en el deseo. Por esto, cuando el deseo ha sido satisfecho permanece el querer a ese deseo anulado en la satisfacción y permanece el querer a ese deseo satisfecho en tanto que satisfecho, en otras palabras tiende el querer a lo poseído en tanto que poseído. Como hasta ahora hemos visto, la subjetividad vive la experiencia de distintas tendencia; aquella del movimiento, o la del deseo o esta última que permanece aún cuando el deseo ha desaparecido con la satisfacción. Estas dos últimas nos muestran, en lo que tienen de trascendencia volitiva, como la subjetividad de alguna manera también ella es poseída. Poseída, por eso que ejerce sobre ella como una seducción haciendo surgir en ella lo que venimos llamando un querer, que es un tender si bien, no todo tender es un querer.[114]
 
Que un sujeto desee, quiera, algo para sí es fácilmente comprensible, pero Millán Puelles, adentrándose en el análisis del transcender volitivo se pregunta «¿Cómo cabe querer algo para un ser que no es el ser que lo quiere?».[115] En la búsqueda de la respuesta adecuada a la cuestión encuentra nuestro filósofo elementos comunes a cualquier trascender volitivo; y es que querer algo, es siempre un querer para un ser, independientemente de que a veces sean coincidentes tanto el sujeto volente como el objeto querido, o aun siendo distinto sujeto volente y objeto querido, o bien, como lo planteábamos en la cuestión precedente, el sujeto volente que quiere la realización de algo en algo distinto de él. Y es que no cabe el no-ser en el transcender volitivo. Por otra parte, descubre Millán Puelles, como es necesaria cierta “conveniencia” o “connaturalidad” entre el ser volente y lo querido. Esta “connaturalidad”, según nuestro autor, es necesaria para que se dé la volición, sin embargo el acto de querer no consiste en ella, ya que la “conveniencia” o “connaturalización” es más bien algo pasivo en el sujeto, estribando «en que éste queda “coaptado” o “adaptado” a la forma del ser de un ser distinto».[116]
 
Por todo lo dicho, hasta este momento, viene Millán Puelles a concebir  el transcender volitivo como un actus actus actum intendentis:
 
De la misma manera que el conocimiento es una pura posesión inmaterial, el querer es una tendencia inmaterial, no una tendencia, como la que se da en el acto del movimiento, que existe únicamente en la medida en que el móvil es parcialmente actualizado de una manera física. Como tendencia plenamente actual, la volición es un acto cuyo sujeto se comporta como acto respecto de lo querido. Cabe, por ello, describir así la volición: actus actus actum intendentis. La volición no implica por sí una potencia pasiva en su sujeto. De suyo, no es más que acto, y el sujeto volente un acto activo de su propio querer y, por lo mismo, de lo que es querido en cuanto tal.[117]
 
Así pues, se trataría de un acto que es el querer mismo que procede de un acto que sería el sujeto que estaría en acto completo de querer, aunque esté en potencia de poseer lo querido; dicho sujeto tiende a un acto ya que lo querido implica actualidad real y no mera forma o determinación. Esta tendencia es siempre un tender inmaterial, ya sea este tender hacia sí mismo o hacia cualquier otra realidad distinta del sujeto volente.
 
 
2.5. Diferencias y semejanzas entre las dos formas del trascender.
 
Hemos visto como la subjetividad es tal que le lleva a trascenderse, ir fuera de sí, pues como se ha indicado en pàginas anteriores, es el hombre el que queda medido por lo real y no viceversa; él mismo forma parte de la realidad, en ella está inmerso.
 
Es el sujeto el que saliendo de sí va al resto de lo real trascendiéndose de forma intencional, articulándose este trascenderse como un doble ir fuera, estos dos modos de trascendencia se interrelaciona de manera que en ellos encontramos elementos comunes, al tiempo que también descubrimos diferencias. Lo primero que hay en común, es el sujeto de la trascendencia tal y como nos dice Millán Puelles:
 


Pero cuando el querer y el conocer son acontecimientos de un sujeto y este tiene por querido o conocido algo que le es ajeno, la volición y el conocimiento son, bien que cada cual a su manera, un trascender: el primero un trascender orético, y el segundo un trascender analeptico.[118]
 
Así pues, el sujeto del trascender aprehensivo queda enriquecido con el ser, inmaterialmente recibido, de otro ser; el trascender volitivo, en cambio, viene a consistir en un tender, la subjetividad es atraída por algo distinta de ella. Esto que atrae a la subjetividad provocando en ella el trascender volitivo, ha tenido que ser conocido, ya que nada puede provocar en la subjetividad atracción alguna si no se produce de alguna manera y en algún grado un trascender aprehensivo. Por todo esto, lo que la subjetividad llega a conocer y a querer es «en ella, simultáneamente, objeto de posesión y tendencia, y ambas cosas de un modo inmaterial».[119]
Lo expuesto con anterioridad nos ha puesto de manifiesto, no sólo que tanto para el transcender aprehensivo y el volitivo hay un mismo sujeto, sino que también se nos ha mostrado que eso que hace de objeto para el trascender ya sea éste volitivo o aprehensivo es el mismo. A ese objeto se refiere nuestro autor con los términos “en mí” cuando habla de él en cuanto objeto de la trascendencia aprehensiva, y con el término “en sí” cuando se refiere a la trascendencia volitiva. A simple vista estos términos pueden parecer sustitutos de aquellos otros tan usados en la filosofía moderna y contemporánea de “noúmeno” y de “fenómeno”, sin embargo, se encarga Millán Puelles expresamente de desmentir tal interpretación.[120] Así pues, estos términos “en mí” y “en sí” hacen referencia por un lado al trascender aprehensivo en cuanto que la subjetividad es incrementada inmaterialmente por el “en mí” de lo “en sí”, mientras que por otro lado el “en sí” funciona como un polo que atrae a la subjetividad provocando en ella el trascender volitivo. Por tanto este “en mí” de lo “en sí” está en mí de forma inmaterial pero lo que atrae a la subjetividad es lo “en sí”. Esto trae como consecuencia que el trascender volitivo sea “más” trascender que el aprehensivo y que como dice nuestro filósofo al querer algo «no es su ser-él-en mí, sino mi ser-yo-hacia él».[121] Y es que como se ha indicado con anterioridad, el objeto, o la cosa, que provoca en mí la trascendencia volitiva, tiene de suyo, en su ser, como dice el filósofo gaditano “en sí”, algo que conviene a la subjetividad que experimenta tal tensión hacia dicho objeto. Por todo esto es fácilmente deducible como conviene al trascender volitivo una mayor unidad entre la subjetividad y el objeto de su querer, que la unidad que se da en el trascender aprehensivo y esto según nos expone Millán Puelles es debido a que «el querer no es otra cosa que la inmaterial tensión del ser volente hacia el propio “en sí” de lo querido».[122] En  esta cuestión como en otras se pone de manifiesto las coincidencias de nuestro autor con Tomás de Aquino, pues también para el filósofo italiano «el amor es más unitivo que el conocimiento».[123] Ya que como se ha indicado con anterioridad, el conocimiento conlleva un conocimiento meramente representativo o intencional, uniéndose el sujeto cognoscente a lo conocido, aunque no en el mismo ser real que lo conocido tiene en sí, sino en tanto que es objetivado o representado. Mientras que por el querer el sujeto va hacia la posesión real de lo amado, buscando la unión con éste según su ser real. Pero debemos tener presente que el querer es tender a esa unión, aunque por ser la volición ese tender puede que dicha unión no se llegue a consumar. Aunque realmente se trata de «una nueva unidad: la actividad tendencialmente unitiva de la subjetividad volente con su objeto»[124] Pues como venimos diciendo en el trascender volitivo hemos encontrado como tres casos. Así tendríamos una primera tensión hacia una unión real pero no consumada y entonces estaríamos hablando del deseo; una segunda inclinación sería aquella tensión donde la unión se ha consumado y estaríamos hablando del gozo; por último nos encontraríamos con esa tendencia que anhela la unión real con el objeto pero que sin embargo prescinde de su consumación o no.[125] En este sentido nos dice  Tomás de Aquino:
 
La unión implica respecto al amor una triple relación. Hay una primera unión que es causa del amor, y esta es: la unidad sustancial, por lo que se refiere al amor con que uno se ama a sí mismo, y la unión de semejanza, por lo que toca al amor con que uno ama a otro. Una segunda unión es esencialmente el mismo amor, y esta es la unión por sintonía de afectos, la cual se asemeja a la unidad sustancial en cuanto que, en el amor de persona, el amante se comporta con respecto al amado como consigo mismo, y en el amor de cosa, como con algo suyo. Una última unión es efecto del amor, y ésta es la unión real que el amante busca con lo amado, y esta unión es según la conveniencia del amor.[126]
 


Hemos indicado anteriormente que el objeto del trascender volitivo y el del aprehensivo es el mismo, y esto es cierto, sin embargo el trascender volitivo se limita aquello que le es conveniente mientras que el trascender aprehensivo tiene un horizonte más amplio, esto es, el volitivo se abre a aquello que siendo conocido es tomado, considerado, como “conveniente”, mientras que el trascender aprehensivo se abre no sólo a aquello que le es “conveniente” sino que también está abierto a lo que puede serle causa de repugnancia, así pues puede la subjetividad llegar a conocer dos objetos que si bien para el conocimiento no resultan contrarios si que vistos desde la volición uno produce atracción mientras otro produce repugnancia:
 
Si al querer A no pudo querer no-A, es porque en mi propio acto volitivo estoy físicamente connaturalizado con A. mi volición de A no es una connaturalidad con A en la que yo me encuentro como sujeto de este mismo acto, pero implica o supone. La volición es, por tanto, la expresión tendencial de una connaturalidad o conveniencia física de la subjetividad con algún ser.[127]
 
En éste punto podemos llegar a afirmar que la subjetividad no es sólo ámbito del conocimiento sino que «es el ser como sede o lugar de la aptitud para la tensión inmaterial al ser». Por esto la subjetividad se nos descubre no solo como orientada al conocimiento trascendental, sino que se nos descubre como tendencialmente llamada a la unidad con otro ser, que le es “connatural”, aunque como ya hemos indicado el acto de la volición no es dicha “conveniencia”.
 


 
2.6. La angustia esencial.
 
La subjetividad en su trascender tanto volitivo como aprehensivo se nos ha mostrado como limitada, este salir fuera de sí en busca del ser, presupone de alguna manera el no-ser como aquello que ella no es. Sin embargo, esta finitud física se conecta en el trascender con una tensión hacia la infinitud. Así pues, la subjetividad al trascenderse no se queda en su limitación entre otras cosas por ser consciente de serlo:
 
Me autotrasciendo al advertir mi propia finitud. No dejo de ser finito, pero tampoco me limito a serlo, porque a la vez soy consciente de mi limitación...En la conciencia de la finitud de su ser, la subjetividad, confirma, pues, su finitud al trascenderla de una manera intencional.[128].
 


La subjetividad se vive como inmersa en la realidad de la que ella misma forma parte, siendo así que el correlato adecuado de la finitud de la subjetividad es la incondicionada infinitud de la noción del ser. Siendo así que la subjetividad puede ser entendida, si bien como un ente finito, también como un ente llamado a la infinitud del ser. Por esta doble característica, esto es, por ser finita y por estar vocacionada a la infinitud del ser es por lo que cabe que en ella surja la angustia, pues estando abierta a todo el ser no lo es y no sólo no lo es sino que además sabe que no lo puede poseer en su totalidad y no por ello deja de sentir la subjetividad esa llamada de lo infinito. Así nos dice Millán Puelles que «en esa oposición...entre la angostura de mi ser y la absoluta infinitud del ser, está la clave de la posibilidad de la angustia como hecho esencialmente metafísico».[129] Así pues, lo que le angustia a la subjetividad no es no ser todos y cada uno de los entes sino, mas bien, no ser todo el ser. Pero no sólo por esto sino porque la subjetividad vive intensamente “el querer ser todo el ser” Pues la subjetividad vive una vocación hacia el ser que infinitamente le trasciende.[130] Y esto es así porque como nos dice nuestro filósofo:
 
Desde su comienzo y su raíz mi ser consiste en la respuesta ontológica a una llamada particular, de una manera finita pero activamente subjetiva, en la misma entidad que me hace ser. No, pues, en resolución desde mi mismo, sino desde el Ser que al llamarme me pone, soy un ente capaz de la infinitud del ser en cuanto tal.[131]


                       CAPÍTULO  III
  
INTIMIDAD Y SUBJETIVIDAD.
  
3.1. Aporías de la intimidad.
 
Este tercer capítulo trata de acercarse al pensamiento de nuestro autor a lo que él ha venido a denominar con los términos de intimidad subjetiva, y que identifica Alejandro Llano con una teoría del “yo”. Según este filósofo no hay tema antropológico más fundamental ni más arduo. Para Llano es en el tratamiento de este tema donde se hace presente lo más polémico de la obra del filósofo gaditano.[132]
 


En el tratamiento de la intimidad subjetiva, aborda primeramente Millán Puelles, las aporías de la subjetividad, representadas por diversos filósofos. Así  unos pensadores consideran a la subjetividad consciente en acto, mientras otros a la subjetividad en cuanto capaz de tener conciencia, pero sin tenerla actualmente. Los primeros niegan la intimidad por considerarla incompatible con la esencial heterología de la conciencia, mientras otros aunque afirman la intimidad la piensan, sin embargo, como algo meramente negativo. Las aporías a la intimidad de la subjetividad consciente sólo en potencia se pueden distribuir en dos grupos, así nos encontramos los que niegan la intimidad, por considerarla una ficción metafísica, y el de las que la admiten, aunque tan sólo como mera condición formal, desprovista de todo contenido.[133]
 
Para el análisis de las aporías en de la intimidad subjetiva me voy a servir principalmente del estudio realizado por Alejandro Llanos de la obra de Millán Puelles.[134]
 
Así nos encontramos con Merleau-Ponty, para quien si nuestra conciencia es trascendencia, no puede haber intimidad. Se trata, nada menos, que del problema de una conjunción entre lo inmanente y lo trascendente en la subjetividad. Pero hay que advertir que no son dimensiones incompatibles,  ya que la heterología de la conciencia no suprime su esencial tautología:
 
Tautología y heterología se dan aquí, en la unidad de la subjetividad conciencie en acto, como dos dimensiones de un solo y mismo acto, siendo la intimidad la dimensión subjetiva y connotada, mientras que la presencia de un objeto es formalmente la dimensión objetiva y temática, la que define el sentido de la intención en su modalidad más natural, que es la que corresponde a las vivencias originarias y no a los actos de la reflexión estrictamente dicha.[135]
 


Si la autopresencia objetiva de la subjetividad se da en la reflexión es porque ya en la vivencia originaria se da una autopresencia inobjetiva, ya que «de lo contrario la reflexión realizaría el prodigio de sacar de la nada a la intimidad, la haría a radice ser; en una palabra, la crearía».[136]
 
Ahora bien, el representante más importante en la concepción de la intimidad subjetiva como un hecho negativo es Sartre. Para el pensador francés, la conciencia es la degradación o el acto de degradarse el en-sí, al perder su compacta realidad, haciéndose distante de sí propio. Pero esta paradoja de la subjetividad activamente constituyente del objeto y a la vez concebida como una mera negación, tiene también a su base un olvido de tautología inobjetiva. Sólo en el pensar objetivo, y sobre todo en la reflexión propiamente dicha que toma por objeto al propio sujeto, es donde la subjetividad se anula o no aparece; pero en cualquier trascender intencional, e incluso en la misma reflexión, se pude captar la subjetividad de un modo inobjetivo o connotado, y no precisamente como no-ser, sino como la realidad que activamente pone ese mismo trascender intencional.
 


Los positivistas objetan, por su parte, que para poder afirmar una intimidad aptitudinal o preconsciente, haría falta tener conciencia de ella, tener de ella una intuición, pero esto es imposible porque se trata de algo preconsciente. Ahora bien, la intimidad preconsciente lo es por esencia, porque de suyo no es más que posibilidad de la conciencia. En estas vivencias reflexivas originarias la subjetividad se intuye como “sustancia” de su acto. La tesis positivista reduce la subjetividad al flujo de sus vivencias, pero una subjetividad cuya conciencia cesa o rectifica su error, se reconoce principalmente la misma que era. Por su estructura reiforme, nos dice nuestro autor, la subjetividad «participa simultáneamente de la capacidad de la conciencia y del silencio de las meras cosas».[137] El positivismo no puede explicar la discontinuidad del flujo de la conciencia, sus intermitencias, sus paréntesis. No advierte que:
 
La inconstancia de la subjetividad en acto es la constancia de la subjetividad aptitudinal. La subjetividad se sigue definiendo por su propia conciencia, mas no por el hecho de esta, por su actualidad, sino precisamente por su posibilidad o, lo que es lo mismo, por la aptitud para ella, que por “esencia” no es más que mera aptitud, porque lo es respecto de una conciencia que no está siempre en acto. Al objetar sus pausas, la subjetividad consciente en acto no las niega; simplemente, se vive como un ser en el que ellas se dan en calidad de un hecho negativo. Ni se niega a sí misma, sino, tan solo, se pone entre paréntesis como subjetividad consciente en acto, justo porque asume como “suyos” los paréntesis de la conciencia activa...lo que hace es afirmarse como subjetividad que por esencia es solo aptitudinalmente consciente. Y esta aptitud,...define a la sustancia de la subjetividad, la cual como tal sustancia, es algo subsistente, no mera aptitud en el sentido de algo que presuponga el respectivo sujeto de inhesión.[138]
 


En defensa de la intimidad aptitudinal frente a las objeciones historicista y existencialistas, el autor viene a utilizar los mismos argumentos expuestos por él en otras obras suyas. Historicismo y existencialismo, aunque por motivos distintos los dos coinciden en negar al ser humano cualquier naturaleza o esencia. Así el historicismo reduce al hombre a su historia. Aunque, naturalmente se debe tener presente un contexto natural y una situación concreta para cada hombre; sin embargo lo que de más propio en el ser humano escapa a la naturaleza, es pura historia. Así mismo, la corriente historicista apela a la libertad para oponerse al sustancialismo. Pues cree que la libertad es incompatible con la sustancialidad, ya que lo que tiene un ser fijo y determinado no puede tener un comportamiento suelto y libre. Por su parte, el existencialismo considera al hombre como una pura apertura al ser, como la morada vacía donde el ser se revela en su amplitud trascendental, por lo cual el hombre debe estar libre de toda esencia, de toda intimidad fija y sustantiva; debe ser existencia desnuda, mero éxtasis o salida de sí, simple hueco de ser, radical apetura o como afirma Heidegger pura posibilidad. Ésta sería la libertad trascendental, de la que el libre albedrío es una traducción o derivación.[139]
 
Frente al historicismo nos dirá nuestro autor que tiene una idea de la naturaleza estrecha por la cual la piensa como un principio de comportamiento fijo, a lo que solamente es un principio fijo de comportamiento y por ello, considera a la naturaleza como incompatible con la libre actividad de nuestro ser.[140] La naturaleza es la sustancia considerada justamente de modo dinámico. No impidiendo los cambios sino que los hace posibles, pero posibles como cambios de un ser que es sustancialmente permanente, este permanecer, nos indica Millán Puelles, no se trata de un inmovilismo sino que es formalmente un permanecer en el cambio  y a través de los cambios.[141]
 
Frente al existencialismo y especialmente en lo que respecta al pensamiento de Heidegger nos dice el filósofo gaditano:


Tal libertad, es sustancialmente idéntica, es la libertad de una misma sustancia, la sustancia humana en general, dotada evidentemente, en cada caso de las respectivas diferencias individuales...¿Cómo puede ser libre un ser provisto de una intimidad sustancial? ¿No es cierto que una tal intimidad le encerraría en sí mismo, privándole de la posibilidad de la apetura al ser en general? Sin embargo, este fundamental hallarse abierto al ser en general no se confunde con aquello mismo a lo que el “Dasein” debe encontrarse abierto. El ser que es reclamado no es el que le reclama, ni tampoco una nada, sino un determinado ser, un ser finito, apto para responder al ser en general y para asumir su verdad como una tarea. Tiene, pues, un en sí, una subsustancia, sin la cual no le sería posible dialogar.[142]
 
 
3.2. Teoría de la intimidad
        A lo largo del presente trabajo, no hemos cejado de insistir en la tendencia trascendental hacia lo real en la que vive la subjetividad, posibilitándole a ésta no sólo el conocimiento y la acción sobre el mundo en el que se encuentra inmersa, y del que forma parte, sino que, esta tendencia trascendental le permite también, conocerse así misma al tiempo que se sabe real. Por otra parte acabamos de abordar las aporías a la intimidad. Ahora nos vamos a centrar propiamente en la intimidad tal y como nuestro autor la concibe. A la hora de desarrollar el tema que nos ocupa Millán Puelles lo afronta tomando en consideración primeramente a la subjetividad consciente en acto y el de la subjetividad consciente sólo en potencia. Esto es, primeramente se centra en el conocimiento del propio yo mientras en el segundo se centra en las condiciones de posibilidad de tal conocimiento.[143]
 
La autoconciencia consectaria, la reflexión originaria y la reflexión propiamente dicha; son las tres modalidades que puede adoptar el conocimiento del propio “yo”. A continuación vamos a pasar a analizar cada una de ellas.
 
 
 
 
3.2.1. Autoconciencia concomitante.
 
   Millán Puelles aborda esta autopresencia consectaria, confrontándose con tres pensadores claves en el pensamiento occidental como son Tomás de Aquino, Kant y Brentano.
 
Con respecto a Tomás de Aquino afirma nuestro autor que a veces admite la autopresencia consenctaria, y reconoce que toda intelección es existencialmente una autointelección, sin embargo en otros textos establece una clara diferenciación entre el acto de conocimiento directo y el reflejo.[144] Así pues, con respecto a Tomas de Aquino concluye nuestro autor:
 


La posición de Santo Tomás es vacilante y equívoca. Si se la considera en su conjunto sería excesivo el decir que niega toda autoconciencia consectaria: tan excesivo como el sostener que la afirma de una manera expresa. Pero implícitamente su idea del conocimiento como la posesión de una forma ajena en cuanto ajena equivale, de hecho, a la admisión de la autoconciencia inobjetiva. Pues lo que por esta hay que entender no es más que la condición imprescindible para vivir lo ajeno como ajeno y no para reflexionar expresamente sobre una tal vivencia, superándola en una nueva operación. Al vivir lo ajeno en cuanto ajeno, la subjetividad se autoposee, tiene conciencia de sí, aunque no objetivice su vivencia.[145]
 
Con respecto a Kant nos dice nuestro autor que la tautología consectaria  resulta equiparable a la apercepción trascendental de kant, pues como nos dice el filósofo alemán, el yo pienso debe acompañar a toda representación.[146] Sin embargo, nuestro autor establece una diferencia fundamental entre la apercepción trascendental y la tautología inobjetiva; pues como él mismo nos dice:
 
Todas estas semejanzas dejan incólume una decisiva diferencia
la tautología inobjetiva es, ciertamente, conciencia concomitante, pero no es conciencia concomitante de la actividad de una síntesis. Aun admitiendo que la intelección consista, según la interpreta Kant, en la actividad de esa síntesis, la subjetividad no se vive a sí propia, al entender, como el yo unificante de las diversas representaciones que le pertenecen. Yo no me vivo a mi mismo como el mismo ser que las enlaza o que posee el poder de reunirlas, sino tan solo como distinto de ellas, y sin que esto signifique tampoco un conocimiento de la esencia de una tal distinción. Vivir lo otro a título de otro es, sin duda, vivirme como distinto de él, pero no más que vivirme.[147]
 


En lo que respecta a Brentano, este reconoce que en cualquier acto intencional hay dos dimensiones: la tautología y la heterología. Pero su concepción acaba abandonando la actitud descriptiva, que es la seguida por nuestro filósofo gaditano, y se desliza por la pendiente de los problemas “críticos” y de innegable “objetivismo”.[148] Así pues, en relación a Brentano nos indica Millán Puelles:
 
Si el innegable acierto de Brentano se encuentra en la afirmación de la autoconciencia consectaria, su fallo reside, en cambio, en haberle asignado una objetividad que, aunque no la equipara a la observación, viene a identificarla con un acto reflejo.[149]
 


Así pues, para que pueda darse y podamos por ello hablar de autoconciencia concomitante, es necesario que se dé un acto de conocimiento, siendo esta inseparable del acto de conocimiento. Ya que al mismo tiempo que se conoce cualquier objeto como ajeno al sujeto del conocimiento, es preciso que se conozca al sujeto, al mismo tiempo, al sujeto que conoce. Sin embargo, el modo de conocer uno y otro es distinto, pues si el objeto conocido es conocido de forma expresa o temática, el sujeto que conoce es conocido de forma atemática y connotativamente. Pues se trata no tanto de un conocimiento del propio “yo”, sino más bien de una vivencia; pues el sujeto se vive así mismo como conociendo su objeto y se vive en el mismo acto del conocimiento del objeto y no con otro ulterior. Así pues, sintetizado debemos decir que la autoconciencia concomitante se caracteriza por que el “yo” no entra en ella a  título de objeto, sino vivido como sujeto, y que se cumple en el mismo acto del conocimiento directo, por lo que no existe aquí propiamente reflexión, aunque sin embargo sea la condición necesaria de cualquier reflexión explicita ulterior:[150]
 
...se obtiene, pues, esta definición de la tautología inobjetiva: autoconciencia solo consectaria, esencialmente previa a la reflexión...(sin esta) la reflexión no es posible; pero tampoco la reflexión sería posible, como cualitativamente diferente de dicha tautología, si esta tuviese la índole de una autoconciencia autobjetivante.[151]
 
Al parecer de Alejandro Llano aquí reside la originalidad filosófica del  pensador gaditano en lo referente a la tautología, pues hasta ahora nadie había mantenido la afirmación de que sin la previa autoconciencia concomitante, esto es, sin la presencia inobjetiva de un acto intencional a sí mismo no es posible la reflexión; así como tampoco sería posible la reflexión propiamente dicha si la autopresencia consectaria tuviera una índole objetivante o representativa.[152]
 
 
3.2.2. Reflexión originaria.
 


La reflexión originaria, como segunda forma de conocimiento del propio “yo”, no es ni inobjetiva, ni se produce como en la reflexión propiamente tal como re-presentación. Así pues, no se trata de una reflexión que vuelva sobre un acto de conciencia anterior, sino que, mas bien, se trata de un acto único que  a diferencia de la autoconciencia concomitante, acentuando de alguna manera la propia subjetividad. Se trata pues, de una vivencia de la propia subjetividad pero de un modo más explicito que aquel de la autoconciencia connotativa y constreñida por algo distinto de ella misma. Así nos dice Millán Puelles:
 
...el modo en que la reflexión originaria hace explícita a la subjetividad se caracteriza por la «instancia» de que esta es objeto. En todo acto originariamente reflexivo la subjetividad se vive instada por algo qu ella no es, pero que le afecta como suyo, o bien como determinante de su estado.[153]
 


Son diversos los fenómenos en los que se da la reflexión originaria, entre los cuales encontramos, aquellas vivencias del dolor, las necesidades biológicas, la vivencia del otro “yo”, en la intercomunicación personal, la vivencia de la libertad. En todas estas experiencias el “yo” no es el objeto de nuestras vivencias, pero queda subrayado y cuasi-objetivado, en tanto que se siente instado por algo distinto de él.[154] Si analizamos la experiencia que tenemos del otro “yo” nos descubre que se trata, efectivamente de una reflexión originaria. Así se pregunta nuestro autor «¿Cómo es vivido el alter ego en cuanto tal? ¿Cómo me vivo a mí mismo en mi experiencia de vivir a otro yo?».[155] Así pues, cuando se produce el encuentro con el alter ego yo lo estoy viviendo su vivirme y él me está viviendo su vivirle. Esto muestra como es un acto de reflexibilidad originaria «cuya forma puede definirse como la propia de la reflexividad originaria intersubjetivamente trascendente».[156] En el encuentro entre dos seres humanos se da lo que podemos llamar conciencia de comunicación y es que, efectivamente, es comunicación de la conciencia; prueba evidente de la apertura de la subjetividad.[157]
 
 
3.2.3. Reflexión propiamente dicha.
 
Esta tercera forma de conocimiento del propio “yo”, se caracteriza principalmente al tiempo que se diferencia del resto de las anteriores modos de conocimiento de la propia subjetividad, en que la subjetividad entra en la reflexión propiamente dicha como sujeto y a la vez como objeto. Así si la autoconciencia concomitante era inobjetiva o indirecta, la reflexión propiamente dicha, en cambio, conlleva un objeto; éste no es otro sino un acto del conocer que se dio en el pasado. Así pues, nos encontramos con un acto del conocer realizado en el pasado; este acto anterior sigue manteniendo su objeto de conocimiento, mientras que el objeto de la reflexión sería el mismo acto del conocer que se produjo en el pasado y que ahora el sujeto volviendo sobre él lo descubre y lo toma como objeto de la reflexión. Ahora bien, el acto del conocer aconteció en el pasado, ya no existe, se dió y cesó, por tanto el objeto de la reflexión será lo que se ha dado en llamar “objeto puro”.[158] La reflexión se nos muestra realmente clave en el conocimiento, importancia que nos manifiesta Millán Puelles cuando nos dice que:
Únicamente en la reflexión se manifiesta la trascendencia intencional como condición indispensable para la presencia temática del objeto y para la presencia meramente connotada de la subjetividad.[159]
 
Así «lo decisivo en la reflexión estrictamente dicha consiste en su cualidad de propia y formalmente objetivante».[160] Este tipo de reflexión puede darse en la subjetividad porque ésta es fluyente y movediza, aunque como hemos indicado en capítulos anteriores, no consiste en este fluir y precisamente porque no consiste en este fluir, ni en sus actos, es por lo que puede volver sobre sus actos y ponerlos ante sí misma.[161] Efectivamente, subjetividad y conciencia no son convertibles, sino que hay un sustrato que permanece aún cuando no es consciente en acto; así la conciencia del fluir sólo se puede dar con la conciencia de algo permanente que actúa de sustrato. «La estricta reflexión (nos dice Millán Puelles) supone el tiempo».[162] Sin embargo, si no fuese ni se viviese la subjetividad como permanente, no se podría vivir como lo mismo que en la re-representación se auto-objetiviza. Pues lo que en la reflexión estrictamente dicha se objetiviza es lo subjetivo; así si como decíamos con anterioridad, este tipo de reflexión es propia y formalmente objetivante es porque se trata de la única clase de acto constituyente de la objetivación de algo propia y formalmente subjetivo.

3.3. Condiciones de posibilidad de la tautología subjetiva.
 
Nuestro filósofo se centra en el estudio de tres elementos que posibilitan la tautología subjetiva; así pues, analiza por un lado el cuerpo humano como a priori inadecuado de la conciencia de la subjetividad, sigue con la trascendentalidad constitutiva del espíritu humano para concluir con la síntesis humana de facticidad y libertad.
 
Efectivamente, el hombre se vive como un ser corpóreo al tiempo que siente que no se agota en este ser cuerpo sino que se sabe a la vez espíritu. Así pues, se puede decir que el hombre sabe de él como un ser que es cuerpo espiritualizado y espíritu corporizado. Por ser espíritu el cuerpo humano está penetrado de una radical logicidad, así como el logos humano está íntimamente ligado al cuerpo. Por todo ello la racionalidad humana es tanto capacidad de discurrir como capacidad de abstraer.
 
El hombre siendo una unidad esencial de cuerpo y espíritu, se vive abierto de forma trascendental a todo el ser, siendo su vocación al ser, una llamada a la verdad y al bien en toda su amplitud. Así el mismo conocimiento que un hombre tiene de sí mismo está basado en el conocimiento del ser y de la verdad, así como el querer con que se quiere está incluido en la volición fundamental al bien. Sin embargo, por ser el hombre también cuerpo, la apertura al ser queda influenciada por su corporeidad, de tal modo que el hombre no alcanza al ser sino a través de los seres sensibles, ya que la corporeidad nos condiciona en nuestro acceso al ser:
 


La radical facticidad de nuestro ser es la de una entidad cuyo carácter corpóreo no impide, pero en cambio efectivamente condiciona, la aptitud subjetiva para vivir el ser sin restricción.[163]
 
Millán Puelles, analiza seguidamente dos aspectos que puden parecer contradictorios en el hombre, el de la libertad y el de la facticidad; descubriendo que en el hombre lo fáctico no está referido sólo a la corporeidad sino que afecta a la sustancia más íntima del hombre ya que no es el ser humano conciencia y libertad en acto, sino sólo en potencia. Así, las propias capacidades o facultades para obrar son también fácticas.[164] Pero esta facticidad se conjuga con la libertad humana por la que puede el hombre asumir su propio ser y decidir acerca de él:
 
En cuanto fáctica, mi libertad es limitada. Y así debo asumirla. No soy la libertad, y hasta la misma libertad que tengo la tengo como humanamente limitada por mi manera sustancial de ser, que no es libertad, sino facticidad. Para poder optar, yo, que soy limitado, he de ser previamente requerido por seres que también son limitados...Y sin embargo soy libre. Mi facticidad-limitación es de tal índole que puede dárseme en una angustia esencia reveladora de mi propia apertura al irrestricto ser.[165




                                   CONCLUSIONES
  
Tras éste largo recorrido por La estructura de la subjetividad, podemos sintetizar lo visto en los siguientes puntos:
 
1.- El hombre se nos ha mostrado como una unidad esencial de cuerpo y espíritu, esto es, como cuerpo espiritualizado y como espíritu corporizado.
 
2.- La subjetividad está estructurada por una doble dimensión, esto es, tanto por su apertura trascendente o heterología, como por su dimensión tautológica.
 
3.- El sujeto humano tiene conciencia, si bien, no se trata de una conciencia absoluta sino finita; ya que se nos ha mostrado como limitada en el tiempo e intermitente; así como inadecuada al no ser la subjetividad completamente trasparente a sí misma en algunas de sus vivencias ya que está determinada por acontecimientos o causas puramente naturales.
4.- La subjetividad está orientada esencialmente a lo real, perteneciendo esta orientación al ser humano en un doble sentido, por un lado como aptitud del hombre para conocer la realidad por otro lado como tendencia natural al ejercicio de esa misma aptitud. Al tiempo se nos ha hecho patente lo real como lo que tiene consistencia en sí mismo frente a aquello que sólo es apariencia de realidad.
 
5.- El hombre con su conciencia finita e inadecuada y su orientación a lo real, ámbito en el que él está inmerso, nos pone de manifiesto su trascender intencional en sus dos formas. Así por un lado nos encontramos con el trascender aprehensivo al que ha definido Millán Puelles como actus actus actum possidentis, mientras que por otro lado nos encontramos con el trascender volitivo al que denomina nuestro autor con los términos actus actus actum intendentis.
 
6.- La finitud de la conciencia no es lo único finito en el hombre, sino que él mismo se descubre como tal al conocer y querer algo real, y sin embargo  distinto de él. La subjetividad es consciente de su inserción en la realidad y, por tanto en el ser, al igual que sabe que no se culmina en él la realización plena del ser. Por otra parte se siente abierto al ser sin restricción, tal apertura  es vivida por la subjetividad como una vocación al ser y sin embargo como un límite ya que por su carácter de finitud, se ve incapaz de cumplir esa vocación, de ahí que en el hombre se dé lo que ha denominado Millán Puelles como angustia esencial.
 
7.- Como último punto recordar lo visto en el tercer capítulo del presente trabajo, la cuestión de la autoconciencia que se nos ha puesto de manifiesto en tres vertientes o modos de autoconocimiento: por un lado la autoconciencia consectaria, por otro la reflexión originaria y por último la reflexión propiamente dicha.
El pensamiento de Millán Puelles, como el de todo gran filósofo, no cierra las puertas a posteriores trabajos, sino que nos pone ante la realidad de donde manan multitud de cuestiones filosóficas; como aquella que dejó sobre la mesa Albert Camún con su obra El míto de sisifo al plantearnos el suicidio como el problema realmente importante para el pensamiento. Y si bien, no era el objeto de la obra de nuestro autor responder a esta cuestión, tampoco es posible responderla ignorando cual es la estructura de la subjetividad y por ello sin saber que es el hombre. Se sitúa así la obra de Millán Puelles como un preámbulo necesario para poder responder a otras cuestiones ciertamente no menos importantes que aquellas a las que él ha dado respuesta.

BIBLIOGRAFÍA
 
 
 
1. Obra del autor. 
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* Carlani, P., Tattato di filosofia della conoscenza, vol. I, ed. Romane di    Cultura, Roma 1998.
* Chirinos, M.P., Intencionalidad y verdad en el juicio, (Una propuesta de    Brentano), ed. Eunsa., Pamplona 1994.
*Choza, J., Manual de antropología filosófica, ed. Rialp, Madrid 1988.
* De Alejandro, J.M., Gnoseología, ed. BAC., Madrid 1969.
* García, J.A., Teoría del conocimiento humano, ed. Eunsa., Pamplona         1998.
* García, J.:
-Estudios de metafísica tomista, ed. Eunsa., Pamplona 1976.
-Gnoseología, (Principios gnoseológicos básicos), ed. Eunsa.,              Pamplona 1997.
* Gilson, É., Le réalisme méthodique, ed. Encuentro, Madrid 1997.
* Gozzano, S., Storia e teorie dell’intenzionalità, ed. Laterza, Roma-Bari     1997.
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* Stein, E.:
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-Ser finito y ser eterno, ed. Fondo de cultura económica, México 1996.
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* Zubiri, X., Sobre el hombre, ed. Alianza, Madrid 1986.


[1] Cfr. A. Millán, «Congreso internacional de filosofía», en Revista de filosofía 6 (1947), pp. 144-153.
[2] Cfr. E. Forment, Historia de la filosofía tomista en la España contemporánea, ed. Encuentro, Madrid 1998, p. 40.
[3] Cfr. A. López , Filosofía española contemporánea, ed. BAC., Madrid 1970, p. 312.
[4] Cfr. E. Forment, o.c., p. 40.
[5] “Millán Puelles, con una audad estrategia filosófica, ha cortado el nudo gordiano de las aporías epistemológicas modernas desde una metafísica de la irrealidad que no estaba presente –sólo apuntada- en el realismo clásico. Teoría del objeto puro es una investigación que impresiona por el vigor y la originadidad de un pensamiento siempre ejercido, nunca meramente aludido. Su irreprochable técnica fenoménica rescata el encaminamiento a las cosas mismas de la carcel de la erudición, gracias a lo cual logra esa articulaciñón entre fenomenología y ontología que tantas veces ha sido pretendida y tan pocas alcanzada. Estrictamente sistemático, su libro tiene al mismo tiempo una estructura narrativa. Al abordar todos y cada uno de los problemas que comparecen en el discurso, se nos cuenta lo avanzado por otros pensadores hasta el presente y se somete después la tesis porpuesta a la prueba implacable de la refutaciñón. Aristóteles, Tomás de Aquino, suarez, Descartes, Kant, Brentano, Meinong y Husserl, entre otros muchos autores, son frecuentamente convocados a un diálogo minuciosos y competente”. (A. Llano , «Millán Puelles: una teoría de la irrealidad», en Revista de Filosofía 7 (1992), p. 216.
[6] Cfr. J. Marías , El problema del hombre. ed. Espasa Calpe, Madrid 1996, p. 14.
[7]“¿Y si te engañas? Si me engaño, existo; pues quien no existe no puede tambpoco engañarse, y, por eto, si me engaño, éxito. Entonces, puesto que si me engaño existo, ¿Cómo me puedo engañar sobre mi existencia, siendo tancierto que existo sime engaño? Por consiguiente, como sería yo quen se engañarse, aunque se engañase, si n duda que respecto del hecho de que conozco que éxito, no me engaño. De ahí se sigue que no me engañe en cuanto al ehco de conocer que me conozco. Así como conozco que éxito, así también conozco esot mismo: que conozco”. (Agustín de Hipona, De civ. Dei 11,26).
“Pero todo lo verdadero es verdadero por la verdad. Quien duda, pues de algún modo, no puede dudar de la verdad. Donde se ven estas verdades, allí fulgura la luz, inmune de toda extensión local y temporal y de todo fantasma del mismo género. ...Tales verdades no son producto del raciocinio, sino hallazgo suyo. Luego antes de ser halladas permanecen en sí mismas, y cuando se descubren nos renuevan” (Agustín de Hipona, De v. Rel. 39,73).
[8] Cfr. Voz: Yo, W. Brugger, Diccionario de Filosofía, ed. Herder, Barcelona 1983, p. 580.
[9] A. Millán, La estructura de la subjetividad, ed. Rialp, Madrid 1967, p. 9.
[10] Ibid.
[11] Cfr. A. Llano, «Fenomenología y ontología de la subjetividad», en Estudios de Metafísica, 1, p. 145.
[12] A. Millán, o.c., p. 10.
[13] Cfr. A. Livi, La filosofía e la sua storia, vol. III, (La filosofia contemporanea, t. 2, Il Novecento), ed. Soc. Ed. Dante Alighieri, Italia 1997, p. 971.
[14] A. Millán, o.c., p.188.
[15] Ibid.
[16] Cfr. A. Llano Cifuentes, o.c., p. 145.
[17] Cfr. A. Millán, o.c., p. 76.
[18] “La subjetividad empírica o humana es el «lugar de jurisdicción» de la apariencia. Fuera de nuestro ser, esta carece por completo de sentido.” (A. Millán, o.c., p. 16)
[19] A. Millán, o.c., p. 18.
[20] A. Milláno. c., p. 20.
[21] A. Millán, o.c., p. 21.
[22] Ibid.
[23] Cfr. A. Llano, El enigma de la representación, ed. Síntesis, Madrid 1999, p. 278.
[24] A. Millán, o.c., p. 26.
[25] “el vocablo «evidencia» es sinónimo de la palabra claridad. El término griego εvαργεια, que se traduce en español por «evidencia», significa la claridad de lo luminoso o lo diáfano...Se denomina «criterio de verdad» al medio a cuyo través ésta se hace patente. De nada podría servirnos la adecuación o el ajuste de nuestra facultad intelectiva a la realidad misma de las cosas si no captásemos esa conformidad, es decir, si ese ajuste o adecuación no nos resultaran manifiestos con claridad suficiente. No es que la verdad lógica, la peculiar verdad del conocer, consista en la claridad del acto judicativo, sino  que sin esta claridad (la evidencia objetiva) no nos sería posible conocer si el acto judicativo es o no es, verdadero. La evidencia objetiva no es la verdad, sino el medio a través del cual ésta permite reconocerla como efectivamente dada en los juicios en los cuales la conocemos”. ( Voz: Evidencia, A. Millán, Léxico filosófico, ed. Rialp, Madrid 1984, p.272).
[26] A. Millán, o.c., p. 29.
[27] Cfr. J. Choza, Manual de Antropología filosófica, ed. Rialp, Madrid 1988, p. 307.
[28] A. Millán, o.c., p.31.
[29] A. Millán, o.c., p. 54.
[30] A. Millán, o.c., p. 57.
[31] A. Millán, o.c., p. 63.
 
[32] A. Millán, o.c., p. 66.
[33] Con respecto a esto nos dice Edith Stein que “de hecho, por su constitución corporal el hombre es una cosa material como cualquier otra, está sometido a las mismas leyes y está inscrito en el marco de la naturaleza material...En efecto, en la experiencia natural nunca vemos al hombre solamente como un cuerpo material”. (E. Stein, La estructura de la persona humana, ed. BAC, Madrid 1998, p. 51).
[34] Salvando las distancias que se paran el pensamiento de nuestro autor y el de Zubiri , este último viene a hacer una primera presentación del hombre en el sentido que nosotros lo estamos considerando, así nos dice que “como ser viviente, el hombre se halla entre cosas, externas unas, internas otras...” (X. Zubiri, Sobre el hombre, ed. Alianza, Madrid 1986, p. 11).
[35] A. Millán, o.c., p. 70.
[36] A. Millán, o.c., p.68
[37] “En fait, tout idéalisme dépend de Descartes, ou de Kant, ou des deux à la fois, et quelles que soient ses différences individuantes, una doctrine est idéaliste dans la mesure où, soit pour nous, soit en soi, elle fait du connaître la condition de l’être”. (É. Gilson, Le réalisme méthodique, ed. Encuentro, Madrid 1997, p.44).
[38] A. Millán, o.c., p. 74.
[39] “La esencial facticidad del yo se aprecia en la relatividad al no-ser y en el carácter inadecuado de su conciencia, que no puede limitarse a su actividad de constituir, sino que ha de abrirse desde su propio ser al ser de la realidad. Esta tendencia, también fáctica, pone al descubierto en la subjetividad empírica un condicionamiento por algo distinto de sí misma del que carece la conciencia absoluta u originaria. Estar condicionada en su proia conciencia es algo que sólo puede acontecer a la subjetividad fáctica, no a la conciencia absoluta.” (J. L. Del barco, «El interés del realista por el idealismo», en Anuario Filosófico 27 (1994), pp.263-278).
[40] A. Millán, o.c., p. 80.
[41] E. Levinas, El tiempo y el otro, ed. Paidos, Barcelona 1993, p. 86.
[42] A. Millán, o.c., p. 81.
[43] A. Millán, o.c., p. 83.
[44] Ibid.
[45]A. Millán, o.c., pp. 84-85.
[46] A. Millán, o.c., p. 86.
[47] A. Millán, o.c., 88.
[48] Ibid.
[49] “El hombre, según la teoría actualista, es un conjunto de actos sin ningún sujeto que los produzca o los sostenga. Lo que constituye propiamente al hombre es la realización del programa vital, el centro de actos intencionales. Así el hombre se hace en cada instante y está en continua riesgo de perderse; el hombre, el yo, la persona, no es lo que es sino lo que se hace. En el caso de los otros seres se supone que algo que ya es actúa, mientras que el hombre se exige que, para ser, deba actuar y así hacer su ser; no sólo económicamente, sino también metafísicamente...El hombre, como ser personal, es el único que es incapaz de ser él mismo un objeto; es pura actualidad y tiene su ser exclusivamente en el libre cumplimiento de los propios actos en los que se realiza. La persona no puede concebirse como una sustancia ni como un ser sustancialmente objetivo, sino sólo como un orden estructurado de actos en los que se realiza continuamente a sí misma”. (R. Lucas, El hombre espíritu encarnado, ed. Atenas, Madrid 1993, pp. 255-256).
[50] “Sin duda, la conciencia participa ya de la vigilia. Pero lo que la caracteriza específicamente es el conservar en todo momento la posibilidad de retirarse «tras ella», para dormir. La conciencia es el poder de dormir. Esta fuga de la plenitud es como la paradoja misma de la conciencia”. (E. Levinas, o.c., p. 88).
[51] Cfr. A. Millán, o.c., p. 91.
[52] A. Millán Puelles, o.c., p. 93.
[53] “Subjetividad y conciencia no son convertibles, como pretende el idealismo. En primer lugar, porque nuestra subjetividad es consciente de haber comenzado, de no haber sido siempre, aunque le está velada –le es estructuralmente imposible- la conciencia de su propio comienzo. Nuestros orígenes permanecen innominados, lo cual excluye la completa lucidez...Además, la conciencia no es incesante sino intermitente. Así se aprecia, sobre todo en el sueño y en el volver en sí tras él. Lo que se interrumpe es la conciencia, no la subjetividad. En realidad, la identidad personal –problema en el que tan frecuentemente los filósofos analíticos naufragan- no viene dada porque los actos humanos lo sean de una misma conciencia, sino porque son actos de una y la misma subjetividad.” (A. Llano, «La obra filosófica de Antonio Millán Puelles», en Anuario Filosófico 27 (1994), pp. 239).
[54] A. Millán, o.c., pp. 94-95.
[55] A. Millán, o.c., p. 95.
[56] Ibid.
[57]Cfr. A. Millán, o.c., p.96.
[58] A. Millán, o.c., p. 97.
[59] A. Millán, o.c., p. 103.
[60] Ibid.
[61] Cfr. A. Millán, o.c., p. 105.
[62] A. Millán, c.o., p. 107.
[63] Ibid.
[64] A. Millán, o.c., p. 109.
[65] A. Millán, o.c., p. 117.
[66] A. Millán, o.c., p. 120.
[67] A. Millán, o.c., p. 121.
[68] Cfr. J.M. De Alejandro, Gnoseología, ed. BAC, Madrid 1969, p. 227.
[69] A. Millán, o.c., p. 135.
[70] A. Livi, Crítica del sentido común. (Lógica de la ciencia y posibilidad de la fe), ed. Rialp., Madrid 1995, p. 75.
[71] Cfr. A. Millán, o.c., p. 152.
[72] A. Millán, o.c., p. 153.
[73] Cfr. A. Millán, o.c., p. 154.
[74] “De estos tres modos en que la idea de la realidad en general debe tomarse aquí como trascendental, es el primero el que hace de fundamento”. (A. Millán, o.c. p. 155).
[75] Conviene aclarar que se entiende por ente: “La noción de ente es la primera de cuantas adquiere nuestra inteligencia...esta no es un género, porque no  se le puede añadir ninguna diferencia que no se encuentre contenida en él. (ya que las diferencias también son)...así la noción de ente lo contiene todo: tiene la máxima extensión, pero también su contenido nocional o comprehensión es máximo...por ser tan rica de contenido la noción de ente es análoga, es decir, se predica de todas las cosas en un sentido en parte igual y en parte diverso”. (Aa.Vv, Metafísica, a cuidado de R. Alvira, ed. Eunsa, Pamplona 1993, pp. 36-39).
[76] A. Millán, o.c., p. 158.
[77] A. Millán, o.c., p. 159.
[78] “Efectivamente la subjetividad humana está abierta al ser. La filosofía del Sentido Común ,tal y como la comprende el filósofo Antonio Livi, viene a afirmar esto mismo cuando dice: “el sentido común se encuentra originariamente constituido por esta evidencia: hay cosas, existe un conjunto de cosas (universo), una multitud de cosas que forman en cierto modo una totalidad (el mundo, la realidad), que abarca lo actual y lo posible, lo presente y lo pasado y lo futuro, las cualidades sensibles y la substancia inteligible que se ofrece a través de ellas. Observamos que las «cosas» (res) equivalen, para el sentido común a lo que son para las metafísicas clásicas. Es decir los entes...Las cosas son todo aquello que aparece y todo aquello que se entiende, sin connotación alguna de tipo exclusivamente material o empírico. Y, en efecto, dentro de ellas se distinguirán después el yo y los otros, los seres personales, siempre como formando parte de la realidad total. En este sentido, la inteligencia se abre al ser del mundo...” (A. Livi, o.c., p. 73).
[79] A. Millán, o.c. p., 162.
[80] A. Llano, o.c., p. 151.
[81] F. Brentano, Psicología, ed. Revista de Occidente, Madrid 1935, pp. 27-28.
[82] “Le opere principali nelle quali Husserl elabora il concetto di intenzionalità sono le Ricerche logiche (1900-1) e le Idee per una fenomenologia pura e una filosofia fenomenologica (1913). Al pari di Brentano, anche Husserl vede nell’intenzionalità una caratteristica essenziale dei fenomeni di coscienza: essi sono diretti a qualcosa, e questo essere diretti è l’aspetto che definisce l’intenzionalità. Tuttavia, a differenza di Brentano, come si è visto Husserl non crede che l’intenzionalità sia una caratteristica di tutti i fenomeni mentali. Al contrario, egli sostiene che si danno alcuni stati emotivi, come la gioia, l’ euforia o la depressione, che possono essere diretti verso qualcosa, essere gioiosi per, ma possono anche essere slegati da un riferimento motivazonale preciso, come quando si è semplicemente allegri come stato d’animo gnerale” (S. Gozzano, Storia e teorie dell’intenzionalità, ed. Laterza, Roma-Bari 1997, p. 14.
[83] Cfr. Voz: Intenzionalità, A. Livi, Lessico della filosofia, ed. Ares, Milano 1995, p. 78.
[84] Cfr. J.A. García, Teoría del conocimiento humano, ed. Eunsa, Pamplona 1998, pp. 104-107.
[85] Cfr. J. García, Lecciones de metafísica tomísta, (Gnoseología. Principios gnoseológicos básicos), ed. Eunsa., Pamplona 1997.
[86] Cfr. J. García, o.c., pp. 77-82.
[87] P. Carlani, Trattato di filosofia della conoscenza, vol. I, ed. Romane di cultura, Roma 1998, p. 70.
[88] A. MIllán, o.c., p. 186.
[89] A. Millán, o.c., p. 186.
[90] “Santo Tomás tomó de nuevo el problema del ser tal como se encontraba en la doctrina de Aristóteles...La doctrina del ser, aun con el desarrollo que le dio Aristóteles, era incapaz de descubrir estas verdades que brotan de la fe. Ya en Boecio, Santo Tomás encuentra puntos de contacto para desarrollar la doctrina aristotélica del ser, y Avicena le ofrece un mejor apoyo (en efecto, para este autor, la idea dde la creación estaba en el origne de su doctrina). Santo Tomás siguió resuelta y reflexivamente los caminos del pensador árabe y del griego; envitó los errores del primero y refutó con seguridad los de su adversario Averroes, examinando ambas doctrinas y conservando lo mejor de cada una de ellas”. (E. Stein, Ser finito y ser eterno, ed. Fondo de cultura económica, México 1996, pp. 21-22).
[91] A. Millán, o.c., p. 189.
[92] A. Millán, o.c., p. 191.
[93] Cfr. Ibid.
[94] A. Millán, o.c., p. 192.
[95] “Porque según el ser material, que está contracto por la materia, cada cosa es sólo aquello que es, como esta piedra no es otra cosa que esta piedra. Pero según el ser inmaterial, que es abiertao y en cierto modo infinito, ya que no está limitado por la materia, la cosa no es sólo aquello que es, sino que es en cierto modo también otras cosas” (Tomás de Aquino, II De Anima, 1c. 5n. 283).
[96] A. Millán, o.c., p. 192.
[97] A. Millán, o.c., p. 194.
[98] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, 1, q. 14, a. 1.
[99]A. Millán, o.c., p. 195.
[100] Tomás de. Aquino, o.c., 1q. 87, a. 1.
[101] A. Millán, o.c., pp. 197-198.
[102] Cfr. J. García, o.c., p. 111.
[103] A. Millán, o.c., p. 202.
[104] A. Millán, o.c., p. 203.
[105] A. Millán, o.c., p. 204.
[106] A. Millán, o.c., p. 205.
[107] Cfr. A. Millán, o.c., p. 206.
[108] Cfr. J. García , o.c., p. 112.
[109] A. Millán, o.c., p. 207.
[110] A. Millán, o.c., p. 208.
[111] Ibid.
[112] Cfr. J. García, o.c., p. 112.
[113] A. Millán, o.c., p. 210.
[114] A. Millán, o.c., p. 211.
[115] A. Millán, o.c., p. 212.
[116] A. Millán, o.c., p. 213.
[117] A. Millán, o.c., p. 214.
[118] A. Millán, o.c., p. 217.
[119] A. Millán, o.c., p. 218.
[120] Cfr. Ibid.
[121] A. Millán, o.c., p. 219.
[122] A. Millán, o.c., p. 220.
[123] Tomás De Aquino, o.c., 1-2, q. 28, a 1.
[124] A. Millán, o.c., p. 222.
[125] Cfr. J. García, o.c., 144.
[126] Tomás de Aquino, o.c., 1-2, q. 28, a. 1.
[127] A. Millán, o.c., p. 221.
[128] A. Millán, o.c., p. 226.
[129] A. Millán, o.c., p. 232.
[130] A. Llano, o.c., p. 154.
[131] A. Millán, o.c., p. 243.
[132] Cfr. A. Llano, o.c., p. 155.
[133] Cfr. J. García, o.c., p. 115.
[134]Cfr. A. Llano, o.c., pp. 143-160.
[135]A. Millán, o.c., p. 257.
[136]A. Millán, o.c., p. 261.
[137] A. Millán, o.c., p. 297.
[138] A. Millán, o.c., pp. 298-299.
[139] Cfr. J. García, o.c., p.118.
[140] Cfr. A. Millán, o.c., p. 310.
[141] Cfr. A. Millán, o.c., pp. 310-311.
[142] A. Millán, o.c., pp. 315-316.
[143] “...la presente sección se divide: primero, sobre la actividad formal de la tautología subjetiva en sus modalidades específicas, y el segundo, acerca de los supuestos puramente fácticos o preconscientes de la persona”. (A. Millán, o.c., p. 319).
[144] “Según Santo Tomás, el entender y el entender que se entiende son dos actos distintos. «Uno es el acto en el que el entendimiento entiende la piedra y otro aquel en el que entiende que la entiende» (Sum. Theol., 1, q.87,a.3,ad.)...Lo que de un modo categórico se afirma es que se trata de dos actos diferentes, no de dos dimensiones de un solo y mismo acto”. (A. Millán, o.c., p. 329).
[145] A. Millán, o.c., p. 332.
[146] “El Yo pienso tiene que poder acompañar todas mis representaciones. De lo contrario, sería representado en mí algo que no podría ser pensado, lo que equivale a decir que la representación, o bien sería imposible, o al menos, no sería nada para mí. La representación que puede darse con anterioridad a todo pensar recibe el nombre de intuición. Toda diversidad de la intuición guarda, pues, una necesaria relación con el Yo pienso en el mismo sujeto en el que se halla tal diversidad”. (E. Kant, Crítica de la razón pura, Analit. Trascendental, lib.I.,16.)
[147] A. Millán, o.c., p. 335.
[148] Cfr. A. Llano, o.c., p. 157.
[149] A. Millán, o.c., p. 342.
[150] Cfr. J. García, o.c., p. 119.
[151] A. Millán, o.c., pp. 342-346.
[152] A. Llano, o.c., p. 241.
[153] A. Millán, o.c., p. 347.
[154] Cfr. J. García, o.c., p. 120.
[155] A. Millán, o.c., p. 359.
[156] A. Millán, o.c., p 361.
[157] Cfr. A. Llano, o.c., p. 158.
[158] Cfr. J. García, o.c., pp. 82-85.
[159] A. Millán, o.c., p. 179.
[160] A. Millán, o.c., p. 364.
[161] “La reflexión estrictamente dicha puede darse en la subjetividad porque esta es fluyente o movediza, sin identificarse, sin embargo, con su propio fluir”. (A. Millán, o.c., p. 368).
[162] A. Millán, o.c., p. 372.
[163] A. Millán, o.c., p. 397.
[164] Cfr. J. García, o.c., p. 121.
[165] A. Millán, o.c., p. 417.

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