sábado, 2 de noviembre de 2019

Soledad Miguel de Unamuno


Miguel de Unamuno

Soledad

"Si huyo tanto de él, es, no lo dudes, por lo mucho que lo quiero. Huyo de él, buscándolo. Cuando lo tengo junto a mí, y veo su mirada y oigo sus palabras, quisiera apagarle aquélla y volverlo mudo para siempre; pero luego, cuando me aparto de él y me encuentro a solas conmigo mismo, veo aparecer en los abismos tenebrosos de mi conciencia, dos temblorosos lucerillos que parpadean como dos estrellas mellizas en lo insondable de la noche, y oigo en mi silencio unos rumores lejanos y apagados, que parecen venir de lo infinito y que nunca llegan del todo. Son sus ojos, son sus palabras: son sus ojos purificados por la ausencia y la distancia; son sus palabras depuradas por su mudez. Y velo aquí por qué huyo de él para buscarlo, y cómo lo evito, porque lo quiero.

El amor, cuando es puro y noble, crece con la distancia. Su alma está más cerca de mí cuanto más de mí se aleje su cuerpo. Me la dejó en unas palabras, en una mirada, y él vive ya, y crece, y se desarrolla en mí.

Mi amor a la muchedumbre es lo que me lleva a huir de ella. Al huirla, la voy buscando. No me llames misántropo. Los misántropos buscan la sociedad y el trato de las gentes; las necesitan para nutrir su odio o su desdén hacia ellas. El amor puede vivir de recuerdos y de esperanzas; el odio necesita realidades presentes.

Déjame, pues, que huya de la sociedad y me refugie en el sosiego del campo, buscando en medio de él y dentro de mi alma la compañía de las gentes.

Los hombres sólo se sienten de veras hermanos cuando se oyen unos a otros en el silencio de las cosas a través de la soledad. El ¡ay! apagado de tu pobre prójimo que te llega a través del muro que os separa, te penetra mucho más adentro de tu corazón que te penetrarían sus quejas todas si te las contara estando tú viéndolo. No olvidaré en mi vida una noche que pasé en un balneario, y en que me tuvo desvelado durante toda ella un quejido periódico y debilísimo; un quejido que parecía querer ahogarse a sí mismo para no despertar a los durmientes; un quejido discreto y dulce que me venía de la alcoba vecina. Aquel quejido, brotado no sé de quién, perdía toda personalidad; llegué a hacerme la ilusión de que brotaba del silencio mismo de la noche, que eran el silencio o la noche los que se quejaban, y hasta hubo momento en que soñé que aquella dulce quejumbre me subía a flor de alma de las hondonadas de ésta.



Al día siguiente partí de allí sin haber querido averiguar quién era el quejumbroso ni de qué padecía. Y sospecho que nunca he compadecido tanto a hombre alguno.

Sólo la soledad nos derrite esa espesa capa de pudor que nos aísla a los unos de los otros; sólo en la soledad nos encontramos; y al encontrarnos, encontramos en nosotros a todos nuestros hermanos en soledad. Créeme que la soledad nos une tanto cuanto la sociedad nos separa. Y si no sabemos querernos, es porque no sabemos estar solos.

Sólo en la soledad, rota por ella la espesa costra del pudor que nos separa a los unos de los otros y de Dios a todos, no tenemos secretos para Dios; sólo en la soledad alzamos nuestro corazón al Corazón del Universo; sólo en la soledad brota de nuestra alma el himno redentor de la confesión suprema.

No hay más diálogo verdadero que el diálogo que entablas contigo mismo, y este diálogo sólo puedes entablarlo estando a solas. En la soledad, y sólo en la soledad, puedes conocerte a ti mismo como prójimo; y mientras no te conozcas a ti mismo como a prójimo, no podrás llegar a ver en tus prójimos otros yos. Si quieres aprender a amar a los otros, recógete en ti mismo.


¿Para qué dialogar con los demás? No hay verdaderos diálogos, porque las conversaciones que merecerían llamarse tales, son conversaciones de las que no merecen ser recordadas. Casi todos los que pasan por diálogos, cuando son vivos y nos dejan algún recuerdo imperecedero, no son sino monólogos entreverados; interrumpes de cuando en cuando tu monólogo para que tu interlocutor reanude el suyo; y cuando él, de vez en cuando, interrumpe el suyo, reanudas el tuyo tú. Así es y así debe ser.

Así debe ser. Lo mejor sería que no hiciéramos sino monologar, que es dialogar con Dios; hablarle a Dios; rezar día tras día y momento tras momento, cada uno nuestra oración, y que nuestras sendas oraciones fueran fundiéndose en una, según ascendían hacia Dios, y al llegar a sus oídos eternos e infinitos no fueran más que una sola oración, el eterno monólogo de la pobre Humanidad dolorida. Y de allí, del seno de Dios, nos vuelve la oración humana; la voz de Dios en nuestro corazón, el eco del silencio sosegado, no es más que la voz de los siglos y de los hombres. Nuestra vida íntima, nuestra vida de soledad, es un diálogo con los hombres todos.

De la misma manera, la pobre flor que envía al cielo, evaporado, el rocío que del cielo recibiera, vuelve a recibir de nuevo gota celeste de las aguas todas que de todas las flores subieron al cielo.


Me acusas de que no me importan ni interesan los afanes de los hombres. Es todo lo contrario. Lo que hay es que estoy convencido de que no hay más que un solo afán, uno solo y el mismo para los hombres todos, y nunca lo siento ni lo comprendo más hondamente que cuando estoy más solo. Cada día creo menos en la cuestión social, y en la cuestión política, y en la cuestión estética, y en la cuestión moral, y en la cuestión religiosa, y en todas esas otras cuestiones que han inventado las gentes para no tener que afrontar resueltamente la única verdadera cuestión que existe: la cuestión humana, que es la mía, y la tuya, y la del otro, y la de todos.

Y como sé que me dirás que juego con los vocablos y me preguntarás lo que quiero decir con eso de la cuestión humana, habré de repetírtelo una vez más: la cuestión humana es la cuestión de saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera. Todo lo que no sea encarar esto, es meter ruido para no oírnos. Y ve aquí por qué tememos tanto a la soledad y buscamos los unos la compañía de los otros.

Se busca la sociedad no más que para huirse cada cual de sí mismo, y así, huyendo cada uno de sí, no se juntan y conversan sino sombras vanas, miserables espectros de hombres. Los hombres no conversan entre sí sino en sus desmayos, vaciándose de sí mismos, y de aquí el que nunca estén más de veras solos que cuando están reunidos, ni nunca se encuentran más en compañía que cuando se separan.

¡Si supieras lo que debo a mis dulces soledades! ¡Si supieras lo que en ellas se ha acrecentado el cariño que te guardo, y cómo las palabras que viertes en mi alma, en las breves horas de nuestras raras entrevistas, se ensanchan y adulciguan luego, adulciguándose por el ensanchamiento mismo y ensanchándose por su creciente dulcedumbre!


Cuando me hablas, tu voz choca en mis oídos y viene a romper casi siempre la monodia continua de mis propios pensamientos; tu figura se interpone entre mis ojos y las formas conocidas en que reposa mi mirada. Mas, apenas te vas, me vuelven tus palabras, pero me vuelven del fondo de mí mismo, incorporadas al canto de mi propio pensamiento, vibrando a su compás y con su ritmo, como acordes de mi propio canto, y detrás de ellas, dándoles en silencio aliento sonoro, se me aparece, esfumada en lontananzas imperecederas, tu para mí tan conocido rostro.

Ve a la soledad, te lo ruego; aíslate, por amor de Dios te lo pido; aíslate, querido amigo, aíslate, porque deseo, hace mucho tiempo ya, hablar contigo a solas.

Me interesan tanto los hombres y tan fuertemente se agita mi corazón cuando oigo sus ayes eternos, que no puedo resistir la representación de un drama. Me parece mentira pura. No puedo oír a un hombre hablando con otro, y menos aún ante una muchedumbre. Quisiera oírle a solas, cuando se habla a sí mismo.
Hay quien quisiera haber podido asistir a las conversaciones entre Caín y Abel y haber presenciado la escena que precedió a la muerte de éste por aquél. Yo no; habría apartado la vista de ello con horror y asco. Me habría parecido tan falsa y mentirosa la envidia de Caín como mentirosa y falsa la inocencia de su hermano. Yo habría deseado oír a Caín a solas, cuando no tenía a Abel delante, u oírle después, cuando al ser maldito por Dios, le dijo, es decir, se dijo a sí mismo: «Grande es mi iniquidad para ser perdonada: he aquí me echas hoy de la haz de la tierra, y de tu presencia me esconderé: y andaré errante y extranjero en la tierra, y sucederá que, cualquiera que me hallare, me matará» (Gén. IV, 13–14.) Y, aun para oírle esto, era preciso que él no me viera ni supiera que yo le oía, porque entonces me mentiría. Sólo me gustaría sorprender los ayes solitarios de los corazones de los demás…
Tanto como he desdeñado siempre el teatro, hasta el punto de que apenas lo piso, he deseado, a las veces, poder recibir desde un confesionario la descarga de los pecados y cuitas de un hermano. Pero tampoco esto me parece podría soportarlo; porque el confesionario se convierte en teatro, y aquello es pura comedia; y el que va allí a depositar la carga de sus pecados, miente siempre, quiéralo o no lo quiera, lo sepa o no lo sepa. Querrá decir la verdad, y creerá decirla —cuando lo quiera y lo crea—; pero no la dice. O se disculpa sin disculpa, o sin culpa se culpa. O calla o atenúa lo que hizo, o dice lo que no hizo, o agrava lo que hiciera. No va a contar sencillamente lo que hiciera y sintiera; va a acusarse y el que se acusa miente tanto como el que se excusa.
Y ve aquí por qué, disgustado de todo teatro, y sin encontrar consuelo ni deleite en la dramática, me refugio en la lírica. Porque en la lírica no se miente nunca, aunque uno se proponga en ella mentir.



Como no puedo oír la verdad a un hombre cuando habla con otro hombre, ni se la puedo oír cuando me habla, voy a la soledad, me refugio en ella, y allí, a solas, prestando oídos a mi corazón, oigo decir la verdad a todos. Tus secretos los sé porque me los has dicho a solas, cuando ni yo te veía ni oía, ni me veías ni oías tú; me los has dicho en el eco apagado y lejano de aquellas palabras de mentira que vertiste en mi corazón. Su mentira se disipó con el grosero vibrar del aire material que me las metió en el oído de la carne; su verdad se desnudó al alejarte tú de mi presencia.

Lo más grande que hay entre los hombres es un poeta, un poeta lírico, es decir, un verdadero poeta. Un poeta es un hombre que no guarda en su corazón secretos para Dios, y que, al cantar sus cuitas, sus temores, sus esperanzas y sus recuerdos, les monda y limpia de toda mentira. Sus cantos son tus cantos; son los míos.

¿Has oído nunca poesía más honda, más íntima, más duradera, que la de los Salmos? Y los Salmos son para cantados a solas. Ya sé que los cantan las muchedumbres, reunidas bajo un mismo techo, en oficio de culto; pero es que, al cantarlos, dejan de ser tal muchedumbre. Al cantar los Salmos, cada uno se mete en sí y se recoge, y la voz de los otros no resuena a sus oídos sino como acorde y refuerzo de su propia voz.

Y esta diferencia noto entre una muchedumbre que se junta para cantar los Salmos y una muchedumbre que se junta para ver representar un drama u oír a un orador; y es que aquélla es una verdadera sociedad, una compañía de almas vivas, que cada uno existe y subsiste por sí, y esta otra es una masa informe, y cada uno de los que la componen no más que pedazo de tropel humano.

Nunca he sentido el deseo de conmover a una muchedumbre y de influir sobre una masa de personas —que pierden su personalidad al amasarse—, y he sentido, en cambio, siempre furioso anhelo de inquietar el corazón de cada hombre y de influir sobre cada uno de mis hermanos en humanidad. Cuando he hablado en público he procurado casi siempre hacer oratoria lírica, y me he esforzado por forjarme la ilusión de que hablaba a uno solo de mis oyentes, a uno cualquiera, a cualquiera de ellos, a cada uno, no a todos en conjunto.

Los grandes consoladores de la humanidad, los que nos dan el bálsamo de las dulzuras inagotables, son los grandes solitarios, son los que se retiraron al desierto a oír levantarse en sus corazones el plañido desgarrador de los pobres rebaños humanos perdidos, sin pastor ni perro, en los desolados yermos de la vida.

Durante una de esas frecuentes, y a menudo sangrientas, huelgas, que ahí, en ese pueblo que habitas, ocurren a cada paso, y cuando preveas que va a haber algún choque o colisión, sube a aquella santa montaña donde tantas veces nos encontramos tú y yo cara a cara en medio de Dios, y donde más nos unimos en nuestra soledad, y desde allí contempla el revolverse de la muchedumbre enfurecida, y tal vez lleguen a ti apagados ecos de los tiros con que se trata de contenerla. Y no te quepa duda alguna sino de que es desde allí, viéndolos como a mudas hormigas, sin ver las caras que ponen, más que las que tienen, y sin oír sus voces; que es desde allí como mejor llegarás a comprender el resorte que les mueve, y que ellos mismos no lo conocen. Si estás entre ellos y los ves y los oyes, te parecerá que les empuja el hambre, o el odio, o la envidia, o el ansia de libertad, o la sed de justicia; pero si los ves desde nuestra santa montaña, verás que los impele el eterno y único afán.

Te acuerdas, sin duda, de los comentarios que hacíamos aquella tarde en que, sentados en la cumbre de aquel monte, mirábamos a nuestros pies cómo allá, en el valle, bailaban en un corro unas cuantas parejas, sin que llegaran a nuestros oídos, debido a la adversa dirección del viento, los sones del tamboril y el pito con que se les hacía bailar. Es una observación que han hecho muchas gentes, y que es, sin embargo, nueva siempre. Para un sordo debemos aparecer como locos los que hablamos y gesticulamos al hablar y nos oímos. Es la voz la que da la racionalidad de las cosas. Y sospecho que, para un ciego, por el contrario, debe desaparecer mucho de lo que nos hace aparecer enloquecidos.

A la distancia, aparécensenos los hombres tales como son, bailando y agitándose sin sentido, pataleando sobre esta pobre tierra. Y luego, nos reímos de uno que patalea y se agita sin que nadie toque cerca de él pito alguno. ¿Sabemos acaso qué música es la que está oyendo en el silencio de su corazón?

Un solitario, un verdadero solitario, es el que se pone a bailar en medio de la plaza humana y a la vista de sus hermanos todos, al son de la música de las esferas celestiales, que él solo, merced a la soledad en que vive, oye. Las gentes se paran, le miran un momento, se encogen de hombros y se van diputándole por loco, o forman corro en derredor de él y se ríen o empiezan a acompañar su baile con palmadas entre algazara y regocijo.

Y ahora voy a contestarte a lo que me decías no hace mucho en una de tus cartas. «Has claudicado —me decías— y empiezas a bailar al son que te tocan; ya no eres tuyo, eres de los demás. Recoge tus palabras de antaño y aprende para en adelante a no decir nunca: de esta agua no beberé». Pues bien: te equivocas. Yo bailaba; bailaba al son de una música que los más no oían, y empezaron por reírse de mí los unos; por llamarme loco o extravagante, o ganso de notoriedad, los otros; alguno me insultó; no faltó quien me apedreara, y, al cabo, se fueron marchando y no haciéndome caso, y sólo quedaron en torno mío aquellos a quienes mis brincos y piruetas les hacían gracia, les recreaban el ánimo o les movían a bailar ellos a su vez y desentumecer así sus piernas. Y este mi cotarro ha ido, gracias a Dios, ensanchándose, y hoy bailo y brinco en medio de un regular concurso de gente que me lo jalea. Y esta gente, al verme bailar en seco y sin música, porque ellos no oyen la que rige y acompaña a mis piruetas, se han puesto a llevarme el compás con sus manos, y me aplauden y dan palmadas; y como estas palmadas van al compás de mis saltos y cabriolas, creen que salto y brinco yo al compás de ellas, y esto les mueve a aplaudirme más, y se dicen: «¡Bravo, y cómo hacemos bailar a este hombre!». Y no saben que yo no oigo siquiera sus palmadas, y que, si arrecio yo a brincar cuando ellos arrecian a aplaudir, es que ellos aplauden porque yo brinco, y no brinco yo porque ellos aplaudan. Y tal es la ventaja de bailar solo.
Los hombres somos impenetrables. Los espíritus, como los cuerpos sólidos, no pueden comunicarse sino por sus sobrehaces en toque, y no penetrando unos en otros, y menos fundiéndose.

Me has oído mil veces decir que los más de los espíritus me parecen dermatoesqueléticos, como crustáceos, con el hueso fuera y la carne dentro. Y cuando leí, no recuerdo en qué libro, lo doloroso y terrible que sería para un espíritu humano tener que encarnar en un cangrejo y servirse de los sentidos, órganos y miembros de éste, me dije: «Así sucede en realidad; todos somos pobres cangrejos encerrados en dura costra».

Y el poeta es aquel a quien se le sale la carne de la costra, a quien le rezuma el alma. Y todos, cuando el alma en horas de congoja o de deleite nos rezuma, somos poetas.

Y ve aquí por qué creo que es menester agitar a las masas y sacudir y zarandear a los hombres y lanzarlos a los unos contra los otros, para ver si de tal modo se les rompen las costras en el choque mutuo, y se les derraman los espíritus, y se mezclan, mejen y confunden unos con otros, y cuaja y se fragua de una vez el verdadero espíritu colectivo, el alma de la Humanidad.

Pero lo triste es que, si nos atenemos a la experiencia hasta hoy en día, esos roces y choques mutuos, lejos de romper las costras, las endurecen, y engrosan, y acrecientan. Son como los callos, que con el roce se hacen mayores y más fuertes. Aunque tal vez sea que los choques no son lo bastante violentos. Y en todo caso, choque y no roce. No me gusta rozar con las gentes, sino chocar con ellas; no quiero irles de soslayo y pasarles tangencialmente, sino irles de frente, y, si es posible, partirles por el eje. Es como mejor se les sirve. Y, para prepararse a esta labor, no hay mejor que la soledad.

Es muy triste esto de que tengamos que comunicarnos no más que en toque, a lo sumo en roce, y a través de los duros caparazones que nos aíslan a los unos de los otros. Y estoy convencido de que ese caparazón se adelgaza y debilita en la soledad, hasta convertirse en tenuísima membrana, que permite la ósmosis y exósmosis espiritual. Y por esto es por lo que creo que es la soledad la que hace a los hombres verdaderamente sociables y humanos.

Hay quien cree que el destino de los hombres no es otro que hacer la sociedad humana, la Humanidad, y que todos nuestros esfuerzos y afanes no convergen sino a que un día sea el género humano un solo y verdadero organismo, una especie de inmenso animal colectivo de que cada hombre sea célula, o al modo de una madrépora espiritual. El fin del hombre sería, en tal caso, la Humanidad.

Y, si eso fuera así, cuando tal fin se cumpla, reconocerá la sociedad humana que los solitarios contribuyeron más que los demás hombres a formarla, y que hizo más por ello tal anacoreta o eremita —de una o de otra clase—, retirado al yermo, que muchos pastores de hombres que han llevado a los rebaños humanos a la victoria o a la matanza. No es menester estar en medio de los hombres para guiarlos. Tú no sabes cuál de tus prójimos es el que más influye en ti; pero puedes asegurar que no es el que tienes más cerca, y a quien ves y oyes más a menudo.

Y ya te he dicho que para que esa Humanidad cuaje y se fragüe, es menester primero que se nos rompan a todos las costras o se nos adelgacen en ligerísimas membranas, y que nuestros sendos contenidos espirituales se viertan por las hendiduras de la costra rota o rezumen por la adelgazada membrana, y se mezclen y confundan los unos con los otros. Y entonces, al fundirse las ideas de los tontos con las de los sabios, y los afectos de los malvados con los de los virtuosos, y los sentimientos de todos, cree que saldrá algo grande y puro. Porque hoy apenas conocemos sino las mezclas, no las fusiones de ideas y de sentimientos. Y tú sabes muy bien, por la química que nos enseñaron, cuán grande es la diferencia que va de una mezcla a una combinación, y cómo los cuerpos que al mezclarse dan una aleación dañosa, pueden, combinándose, dar un compuesto beneficioso. Y no dudes sino que, en punto a ideas y sentimientos, lo pernicioso es la mezcla, no la confusión. Don Quijote y Sancho marcharon juntos y mezclados; pero si se fundieran en uno, ¡qué portentoso espíritu no surgiría de tan sublime fusión! No sería ya un hombre, sino un dios.

Pero hoy hemos de vivir separados los unos de los otros, dentro de su costra cada uno y sin poder romperla, pues es lo triste que esas costras se rompen desde fuera y no desde dentro. No somos como los pollitos, que al sentir necesidad de aire, rompen el cascarón que los encierra y salen a respirar y vivir; necesitamos más bien que venga alguien de fuera y nos liberte de nuestra prisión. Los más de los gemidos que atravesando la costra de tu prójimo y tu propia costra te llegan al oído, no son más que lamentos de tu hermano, porque se encuentra preso y no puede salirse de sí. Pero si vas a él, y, compadecido, empiezas a golpearle para romperle la costra y libertarle, como lo primero que siente es el golpe y el aturdimiento de la sacudida, arrecia a gemir y se queja más fuerte, y hasta te rechaza. No espera a su liberación. Y si por acaso le abriste una rendija, al sentir el aire frío que por ella le penetra, se queja aún más y te culpa de mal hermano, de bárbaro y de cruel. Golpéale, sin embargo.

Y es tal y tan triste el aislamiento en que vivimos, que hay espíritu que ha llegado a figurarse que está solo en el mundo y que todos los demás hombres con quienes vive no son más que dermatoesqueletos vacíos, que por extraña magia se mueven, hablan, obran y viven como si estuviesen llenos de vida y de espíritu. Y este sentimiento de la más profunda soledad, de encontrarse uno solo en el mundo, de ser el único espíritu que habita en él, este sentimiento es lo que más intensa melancolía da a ciertos solitarios y a la vez más profundo sentido a cuanto dicen y hacen.

Puesto que estoy solo en el mundo —suelo decirme en los momentos en que esa extraña fantasía hace presa de mí—, puesto que estoy solo en el mundo y soy el único espíritu que en él habita, tengo que hacer todo lo que, de no existir yo, no habría quien lo hiciese.

¿Crees tú, puesto que estoy en vena de confidencias y confesiones, crees tú que cuando se me ha echado en cara lo de que soy poco español, no me he dicho muchas veces: ¡soy el único español!; yo lo soy y no lo son todos los demás nacidos y residentes en España?

Y ese sentimiento de sentirse aislado y solo en el mundo puede llegar a producir terribles estragos en el alma y aun a ponerla al borde de la locura. Recuerdo a un pobre hombre, a quien se le tenía por medio loco, y que acabó, en efecto, en monomanía bien acusada, el cual me decía en cierta ocasión: «No sabe usted bien, don Miguel, cuánto sufro con una tontería que se me ha metido en la cabeza y que no sé desechar de ella. Es la cosa más desatinada que cabe concebir; lo reconozco; sé todo lo disparatada que es; pero no puedo con ella: me domina y me subyuga a mi pesar. Y hay días en que con tal fuerza me aprieta, que me quedo en casa y sin salir a la calle». ¿Y qué es ello? Le pregunté, alarmado por semejante preámbulo. Y me contestó: «Pues es ello que hay ocasiones en que doy en pensar que yo, visto por fuera y a los ojos de los demás, soy enteramente distinto de cómo me creo ser y me conozco, y de que no estoy ni haciendo ni diciendo lo que creo hacer y decir, sino otras cosas muy distintas, y de que ahora, mientras me imagino estar contándole lo que quiero contarle, le estoy insultando a usted, y de que cuando creo ir por la calle muy mesurado y correcto, voy, sin saberlo ni quererlo, dando piruetas y haciendo contorsiones y gestos ridículos, y que las gentes que pasan, y me parece no me hacen caso, están burlándose de mí». Y al oírle hablar así, le dije: «¿Y cree usted que en mayor o menor grado no nos pasa a todos lo mismo? De mí sé decirle que he perdido alguna para mí preciosa amistad porque cuando yo estaba diciendo una cosa me estaban oyendo otra muy contraria, y que cuando noto enfriamiento para conmigo en alguien a quien tengo conciencia de no haber faltado, me digo: algo que le dije sin saber».

Y esto tiene que suceder, por fuerza, a todo el que hable con el corazón en la mano y ponga su alma en cuanto diga; es lo que tiene que suceder al que tenga en vez de costra, membrana, o se trasparente aquélla. Porque las más de las personas, cuando hablan de otro, tienen en cuenta que se les está oyendo, y mienten en sus juicios, y si es amigo se callan sus defectos y le ensalzan sin tasa, y si es enemigo se callan sus virtudes y le deprimen sin compasión. Pero si dices la verdad, y hablando, con cariño y respeto, de un amigo a quien quieres mientas sus defectos, sólo te recogerán esto y le irán con el cuento de que le estuviste desollando.

Y esto lo veo yo muy bien en esta ciudad en que vivo, y donde se gastan los más espesos y más duros caparazones que he conocido en mi vida. Para crustáceos espirituales, créeme, no hay como los castellanos. Le están tratando a uno años enteros, y no sabes si ha llorado alguna vez en su vida, ni por qué lloró. Son de una pieza. Y todo lo entienden en una pieza. No les pidas el sentimiento del matiz, de la transición, de la media tinta, ni menos la comprensión de los contrarios. Para ellos, lo que no es blanco es negro. Y ¡qué habilidad tienen para no entender cosa alguna a derechas! Y como son chismosos y cuenteros y encismadores, jamás puede estarse seguro con ellos. De mí puedo decirte que de cada veinte cosas que de mí te cuenten, si vienes acá y los oyes, las dieciocho son mentira, y las otras dos están desfiguradas.

Algunos de ellos me echan en cara que, como me confío al primero que llega, y tengo con cualquiera confidencias, resulta que a todos los hago iguales y no distingo entre amigos y no amigos. No, todos son para mí hermanos, y creo que todo hermano es digno de nuestras confidencias. No he de ser yo quien responda del uso que de ellas haga. Pero ellos, los muy crustáceos, no se confían a nadie, y hasta he llegado a dudar si es que tienen cosa alguna que confiar. Su reserva no es más que vaciedad interior. Y así es que, ¡claro está!, cuando se juntan, tiene que ser para jugar al tresillo o para murmurar del prójimo.

Y todo esto produce un enorme sentimiento de soledad. Y sólo me apena el que mis ocupaciones y mi cargo me impidan rodear y proteger esa soledad interior con soledad exterior, y aislarme de veras, retirarme a un desierto, no ya por cuarenta días, sino por cuarenta meses, y aún más, y dedicarme allí a fabricar un gran mazo, claveteado de grandes clavos, y endurecerlo al fuego y probarlo contra los peñascos y berruecos; y cuando tenga uno a prueba de las más duras rocas, volver con él a este mundo y empezar a descargar mazazos sobre todos estos pobres crustáceos, a ver si, descachadas sus costras, se les ven las carnes al descubierto.

Mas al llegar aquí me ocurre una duda, y es si las costras se rompen desde afuera o desde adentro. Afirmé antes que no se rompen sino desde fuera, que es otro el que nos las tiene que romper y quebrantar; pero me parece que lo afirmé muy de ligero, por lo muy redondamente que lo hice. Se trata nada menos que de la más grave y más honda cuestión de ética y de religión: la de si el hombre ha de redimirse a sí mismo o ser redimido por otro; la de si nuestro deber es romper nuestras cadenas o ir encadenados a romper las cadenas de los demás.

Parece ser, si se piensa en ello con el corazón, que la verdad está en la combinación de ambos puntos de vista, y que las costras se rompen desde afuera y desde adentro a la vez. Vas a libertar a tu hermano, porque sientes que hace él esfuerzos por libertarse o porque te llegan sus quejas, y las quejas son ya deseo de verse libre, y el deseo de verse libre es principio de libertarse; y cuando él siente que empiezas a querer libertarle, redobla sus esfuerzos por hacerse libre, y redoblas tú los tuyos. Lo oyes arañar el muro de su prisión, y empiezas a golpear en él desde fuera, y cuando oye tus golpes, golpea él, y tú arrecias y él arrecia, y vais, él desde adentro y tú desde fuera, trabajando en una misma obra. Y es lo más consolador que mientras golpeas en su costra, como lo haces con la tuya, tanto trabajas por romper la de él como por romper la tuya propia, y él a su vez, mientras golpea en la suya, da golpes en la tuya. Y así toda redención es mutua.

Y aquí tienes lo que significa el valor del ejemplo. Yo no me siento con fuerzas para coger a cada uno de mis prójimos, levantarlos en vilo y arrojarlos al otro lado del río, sino que espero que al verme saltarlo se digan: «cuando él, que no es, como nosotros, más que un hombre, lo salta, bien puedo saltarlo también yo», y lo salten. Y este es el valor de los grandes solitarios: y es que enseñan a los demás hombres el valor de la soledad, y que se puede muy bien vivir en ella. Cuando aquel tu prójimo puede vivir en sí y de sí, bien puedes también tú vivir en ti y de ti. El solitario, lejos de desdeñar a los demás hombres, parece que les está diciendo: «¡Sed hombres!». El que insulta a una muchedumbre suele estar muy de ordinario rindiendo homenaje a cada uno de los que la componen.

Hace ya mucho tiempo que me está dando vueltas en la cabeza la idea de que el principio de la nueva edad, de la edad del espíritu —la primera es la de la naturaleza, y la segunda, en la que vamos entrando, la de la razón—, el principio de la edad del espíritu será la muerte del pudor y el entronizamiento de eso que llamamos hoy cinismo. La gran institución social de aquella edad será la de la confesión pública, y entonces no habrá secretos. Nadie estimará malo el abrigar tal o cuál deseo impuro, o el sentir este o el otro afecto poco caritativo, o el guardar una u otra mala intención, sino el callarlo. Y cuando eso llegue, y anden las almas desnudas, descubrirán los hombres que son mucho mejores de lo que se creían, y sentirán piedad los unos de los otros, y cada uno se perdonará a sí mismo y perdonará luego a todos los demás.

Y si desarrollas esta espléndida perspectiva de una vida nueva y de una edad gloriosa del espíritu, ten por seguro que los más de los que te oigan se te escandalizarán diciéndote que eso sería un infierno, y temblarán al sólo pensar que pudiera vérseles el alma al desnudo. Pero es que no son capaces de imaginarse lo que sería una sociedad en que las almas todas anduvieran desnudas, y no sólo la suya, y si se escandalizan es que no consideran el profundo cambio que eso traería a la sociedad. Es indudable que nos cuesta hacernos a la idea de que saliéramos en pelota a la calle; pero si fuésemos a un país en que todo el mundo anduviese así y todos estuviesen habituados a verse así desde que nacieron, no es menos indudable que habría de hacernos ruborizar allí el andar vestidos.

Como cada uno de nosotros cree tener jorobado o con lacras y manchas el espíritu, tiembla de que se lo desnuden; pero si todos nos los desnudáramos y viésemos que los tenemos todos jorobados y con lacras y manchas, desaparecería nuestro temor.

—¿Y el pudor entonces? —se me dirá—, ¿qué sería de ese precioso y dulce sentimiento, guardián de las más preciadas virtudes? El pudor no desaparecería, sino que cambiaría, haciéndose más elevado y más puro. El pudor entonces consistiría en no ocultar nada, en no tener secretos. Y se nos pondría el alma roja de vergüenza por haber callado algo a nuestros hermanos.

Ya sé que apenas lograrás convencer a nadie de esto, como apenas lo he logrado yo. Una de las mayores desgracias que pesa sobre el común de los pobres mortales, es su falta de imaginación, y carecen más de ella los que más presumen de tenerla, confundiéndola lastimosamente con cierta memoria que nos trae a las mientes las imágenes que por ahí corren y pertenecen al común acervo. Es la falta de imaginación lo que impide a las más de las gentes imaginarse lo que sería una sociedad con otra base moral o económica que la nuestra. Observa que cuando las gentes hablan de lo que sería la sociedad si desapareciese de ella la institución de la propiedad privada del suelo, pongo por caso —y esta es observación que la han hecho varios—, discurren como, si borrada tal institución, siguiese lo demás como hoy está constituido, y se dicen: «si desaparece la propiedad privada del suelo, desaparecerá la herencia; y si mis hijos no han de heredarme, ¿para qué habría de trabajar yo?», con otros razonamientos por la misma línea. Y así en todo. Que es como si al decirle a uno que le iban a dotar de alas empezase a calcular lo que él sería hoy con alas, sin advertir que dejaría entonces de ser el que hoy es para ser otro.

Fíjate y estudia a todos los sectarios, a todos los dogmáticos, a todos los que dicen y sostienen que si se borrase de la conciencia de los hombres tal o cual principio ético o religioso, que ellos creen el quicio de la vida social, la sociedad se destruiría; fíjate en ellos y estúdialos, y verás que de lo que carecen los pobrecillos es de imaginación. Un día le oí a uno de tales decir que sería imposible una sociedad bien ordenada si desapareciese por completo de todos y de cada uno de sus miembros el temor a las penas eternas del infierno y la creencia en ellas, el miedo al diablo y a la muerte. Y me dio lástima de tanta falta de imaginación y de sentido humano. El pobrecillo no se imaginaba que pudiesen obrar los demás el bien por motivos muy distintos de aquellos por los que él cree obrarlo. Y digo cree, porque estoy seguro de que él mismo no se refrena de hacer el mal por los motivos por los que él cree refrenarse, sino que estos motivos los inventa a posteriori para explicarse a sí mismo su conducta. Porque sentimos una furiosa necesidad de explicarnos a nosotros mismos nuestra conducta y de darnos cuenta de por qué hacemos el bien o el mal.



Y de esto mismo nos cura también la soledad enseñándonos a resignarnos a nosotros mismos y a aceptarnos tal y como somos y a perdonarnos nuestras propias faltas, sin intentar penetrar en su razón. Porque eso de tratar de explicarnos a nosotros mismos nuestra propia conducta viene de la necesidad en que a menudo nos vemos de tener que explicársela a los demás; y si nos empeñamos en buscar un fundamento a nuestras buenas acciones, es porque el prójimo desconfía de toda bondad que no se parezca a la suya, y no cree en que uno pueda ser bueno porque sí. Es también esta miserable vida social en que nos juntamos para huir cada uno de sí mismo lo que nos hace buscar fuera de nosotros mismos, en una norma social y colectiva, el fundamento de nuestras buenas acciones. Y por eso es por lo que la soledad nos enseña a ser buenos de verdad, y nos lo enseña la verdadera soledad, esa soledad que podemos conservar aun en medio del bullicio de las muchedumbres, y no recogiéndonos y encerrándonos en nosotros mismos, sino derramándonos en ellas.

Los grandes solitarios son, en efecto, los que más han derramado sus espíritus entre los hombres; los más sociables. «¿Quién describió la hermosa unión de los hombres más arrebatadoramente que quien se quedó solitario en la vida?», dice Kierkegaard, uno de los más grandes solitarios.

Y es ello natural, porque el solitario lleva una sociedad entera dentro de sí: el solitario es legión. Y de aquí deriva su sociedad. Nadie tiene más acusada personalidad que aquel que atesora más generalidad en sí, el que lleva en su interior más de los otros. El genio, se ha dicho y conviene repetirlo a menudo, es una muchedumbre; es la muchedumbre individualizada, es un pueblo hecho persona. El que tiene más de propio es, en el fondo, el que tiene más de todos; es aquel en quien mejor se une y concierta lo de los demás.

Y es que hay dos clases de uniones: una por vía de remoción, separando diferencias de los elementos que se unen, y otra por vía de fusión, concordando esas diferencias. Si quitamos de la mente de cada uno lo que ello tenga de propio, aquella manera de ver las cosas que le es peculiar, todo lo que cela con cuidado por miedo a que se le tenga por loco, y nos quedamos no más que con lo que tiene de común con los demás, esto común nos da esa miserable quisicosa que se llama el sentido común, y que no es sino el abstracto de la inteligencia práctica; pero si fundimos en uno los distintos criterios de las personas, con todo lo que guardan celosamente, y concordamos sus caprichos, rarezas y singularidades, tendremos el sentido humano, que es, en los ricos de él, sentido propio.

Lo mejor que se les ocurre a los hombres es lo que se les ocurre a solas, aquello que no se atreven a confesar, no ya al prójimo, sino ni aun a sí mismos muchas veces, aquello de que huyen, aquello que encierran en sí cuando está en puro pensamiento y antes de que pueda florecer en palabras. Y el solitario suele atreverse a expresarlo, a dejar que eso florezca, y así resulta que viene a decir lo que a solas piensan todos, sin que nadie se atreva a publicarlo. El solitario lo piensa todo en voz alta, y sorprende a los demás diciéndoles lo que ellos piensan en voz baja mientras quieren engañarse los unos a los otros pretendiendo hacerse creer que piensan otra cosa, y sin lograr que nadie les crea.

Todo esto te servirá para sacar por ti mismo cómo y hasta qué punto es la soledad la gran escuela de sociabilidad, y cómo conviene a las veces alejarse de los hombres para mejor servirles.
Y como el tema es inagotable, conviene cortarlo.”


Agosto 1905

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