miércoles, 10 de septiembre de 2014

Huétor Tájar Juan de Dios Romero Escobar


ROMERO ESCOBAR
EL PASTOR DE HUÉTOR TÁJAR

Corre el año 1935; a unos ingleses, al pasar por la carretera de Granada-Málaga, se les estropea el coche a la altura de Húetor Tájar. Durante varias horas paran los ingleses a todo el que pasa pidiéndoles ayuda, entre ellos un periodista madrileño, César de la Rosa; nadie sabe ayudarlos. Un cabrero, que guarda su ganado en Venta Nueva, los observa.

El pastor, Juan de Dios Romero Escobar, se acerca a los ingleses y le dice al periodista: 'estos necesitan una bujía', a lo que el periodista responde 'que cómo lo sabe'; y el pastor argumenta que él sabe inglés. Y efectivamente gracias al hueteño se arregló la avería, el pastor los despide en ingles: Good bye. A pleasant journey, gentlement!


Esta historia la publicará el periodista en La Estampa, Madrid, año 8, nº 386 - 8 junio 1935.


El pastor le cuenta su vida al periodista y éste escribe:

"Nací en Huétor el año 1862. Y apenas pude tenerme en pie me dedicaron a guardar cerdos en la casa de los Muñoces. El oficio no me gustaba, y un día, después de las innumerables palizas con que me obsequiaba mi padre, me escapé a Málaga, con lo puesto y sin un solo céntimo. Todavía me acuerdo de la carrera que me dio el amo de la Venta del Rayo, en Loja, porque sin darme cuenta me llevé unos chorizos que no había pagado... En Málaga busqué qué comer, que no era poco...Yo me había escapado de mi casa para vivir sin trabajar".

- ¿Y lo logró?

En la plaza de la Merced, de Málaga, donde está el monumento a Torrijos, me abordó un reenganchador:  qué haces, buscar un sitio donde comer sin romperme los huesos, ¡hombre! Tengo una cosa para ti.¿Quieres sentar plaza? Soy muy joven. Tengo 12 recién cumplidos. Pero eres muy alto y puedes decir que tienes 18.

Y senté plaza como voluntario con destino a La Habana, con 10 reales de paga y 50 duros de prima de engancha, de los que, por cierto, no he tenido noticia todavía. Nos pasaron revista y sin duda le debí ser simpático al sargento que me preguntó qué edad tenía. 18, le respondí. Una bofetada. Qué edad tienes. 18. Otra bofetada. Pues la tercera no me la da, pensé. Y cuando me iba a preguntar de nuevo contesté: No tengo más que 12. Haberlo dicho antes y te hubieras ahorrado las bofetadas. Fuera de filas.

LLoré; compadecido de mí me hizo corneta del brigadier y los dos fuimos destinados  al regimiento de caballerías Castillejos, de guarnición en Zaragoza.

A los 6 días de estar en Zaragoza, salimos a pelear contra las fuerzas carlistas. Muy de mañana entramos en combate; llevábamos dos días sin comer más que pan. No hacía falta. Nos alimentábamos con el aires y los tiros. Volví a llorar por segunda vez desde que era soldado. ¡Yo me quiero ir a mi casa con mi madre! ¡Quiero volver a mi casa aunque me obliguen a trabajar!...,pensaba yo en esto cuando pasó el sargento:
¿Qué haces, corneta? ¿No ves que nos van a achicharrar?
Yo me quiero ir con mi madre.
!Cobarde¡ rugió al mismo tiempo que me daba un puñetazo que me puso la espalda negra.
Carga la tercerola y dispara contra los carlistas...¡Por España y por la Libertad!

Estoy seguro de que mis tiros no pasaron de las orejas del caballo, pero vencimos nosotros.
Los Carlista tuvieron que retirarse deshechos.

Nos pusimos en marcha. Los soldados no hacen más que obedecer. No sabían nada de lo que tramaban los jefes. Únicamente yo, entonces cornetín de órdenes de don José Serrano, oí decir en banderas que la política andaba revuelta y que los militares descontentos con la República iban a dar un golpe para proclamar rey a Alfonso XII... Llegamos a Sagunto, en diciembre de 1874, y nos alojamos en el mesón La Estrella, al aire libre, para que usted lo entienda mejor.

Cuando las hogueras comenzaban a dar calor, tuve que tocar llamada. El general Martínez Campos iba a pasar revista a la tropa. Parece que lo estoy viendo todavía. Un campo lleno de soldados soñolientos, ateridos de frío, en correcta formación y un continuo ¿qué pasa, qué pasa?, corriendo de boca a oído por la filas... Sonó la corneta. Presenten armas. Y sobre un tablado, espada en alto, apareció Martínez Campos: Soldados españoles, se ha acabado la guerra. Ya tenemos rey. ¡Viva el rey don Alfonso de Borbón y Borbón!, contestamos nosotros. Y entonces apareció el retrato de un niño vestido de sargento segundo de infantería...¡Ya tenemos rey los españoles! 

Por sorteo le tocó a mi escuadrón ir a Cuba. Allí estuve tres años. Qué emoción sentí al volver a España. Había luchado contra insurrectos..., o contra el hambre, perdí la esperanza de pisar otra vez el suelo de Huétor, tan querido para mí, más querido cuanto más lejos estaba... Me destinaron a Málaga. Allí, por casualidad, me enteré de la muerte de mi padre, ¡pobrecillo! Le recé un padrenuestro... Después me fui a la cantina del cuartel, me emborraché aquella noche. No podía hacer otra cosa para olvidar mi pena. Dando tumbos cruzaba el patio del cuartel cuando me salió al paso otro sargento que presumía mucho porque era hijo de un capitán...., discutimos y le arreé un puñetazo en la cara y se lo tuvieron que llevar al botiquín echando sangre por la boca y nariz. Llegó el padre que estaba de semana y quiso pegarme abusando de las estrellas. No se lo consentí. Del rey para abajo no puedo tolerar que me pegue nadie...Me obliga a ello los galones que llevo en la manga, ganados en los campos de Cuba.

Sucedió lo de siempre. El pez grande se come al chico y me condenaron a un batallón de castigo en Ceuta. En Ceuta tropecé con una buena persona, el capitán Baeza, que me sacó de ordenanza. Este hombre tenía una sobrina que despertó en mí las primeras sensaciones amorosas. En aquel infierno solitario que era Ceuta la presencia de Juanita ponía un poco de alegría... Yo le buscaba flores, nidos, huevos de pájaro...Le hacía las labores más penosas de la casa. Yo, un pobre soldado, estaba enamorado de la sobrina del capitán de la Compañía. De haberse enterado, los cien palos no me los quita ni mi padre que bajara del cielo.

¡Quién hubiera podido decir, que pasando el tiempo, Juanita iba a ser mi mujer, la compañera que hoy comparte mi vida... y mi hambre, porque no hay forma de vender la poca leche que dan las cabras!

César de la Rosa concluye en el número próximo."

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