Unamuno |
José Antonio Espejo Zamora
1.-Datos biográficos.
Miguel de Unamuno nació
en Bilbao, el 29 de septiembre de 1864, hijo de una familia burguesa y
católica. Queda huérfano de padre a los
seis años y el recuerdo que de éste guarda es el de una conversación en
misteriosa lengua con otra persona. Hablaban en francés: “¡Luego los hombres
pueden entenderse de otro modo que como nos entendemos nosotros!” Después
sobrevienen las primeras estampas escolares: el maestro, un viejecillo que olía
a incienso y alcanfor, cubierto por una gorra de borla, vestido de levitón y
repartiendo cañazos que era una bendición sobre las manos infantiles. Con él
aprendió a leer y escribir, reglas de urbanidad y religión. Allí se reveló su
imaginación reuniendo alrededor suyo, en las tardes lluviosas, a todos los
compañeros para contarles cuentos, porque era el novelero del colegio. Las
lecturas de novelas aventureras -Verne, Mayne Reid- con otros mundos: mundos
hiperbóreos. Y las lecturas morales y educativas: El amigo de los niños, el Juanito y un librillo singular: El protestantismo
comparado con el catolicismo.
Primero La Verdad que la Paz |
Sobreviene
después la primera experiencia de la muerte: el camarada que todos hemos
enterrado en un extraño día infantil. La primera comunión, la primera función
de teatro. Los primeros contactos directos con niñas. En suma, todo el material
común, mostrenco de vivencias que se adquirían dentro de cierto tipo de formas
culturales tal como las dadas en la España de la Restauración: católica, conservadora,
de vida familiar rígida, entro de una comunidad sometida a la rutina de la
indiscutida tradición.
Salamanca |
Y
de pronto, la experiencia cósmica que deja una huella imborrable; experiencia
por la que no todos atraviesan y cuyo trauma decide en buena parte, posteriores
actitudes vitales: una guerra, una catástrofe familiar, un trasplante de país a
país. El bombardeo de la villa de Bilbao por los carlistas -dice Unamuno- marca
el fin de su edad antigua y el principio de su edad media. De antes apenas si recuerda
sino reminiscencias fragmentarias; después de él vive el hilo de mi historia.
La guerra significa la subversión del orden rutinario; el apretamiento de los
lazos familiares promovido por la ansiedad y el común peligro la exaltación de
los instintos destructivos y antisociales hasta entonces refrenados por la
convivencia. De este periodo tan rico en experiencias, Unamuno obtiene más
tarde material para su novela Paz en la guerra.
Después sobrevienen la
adolescencia y los estudios secundarios que Unamuno efectúa en el Instituto
bilbaíno a partir de los once años, ya en las postrimerías de la guerra
carlista. Y con el instituto libros extraños sobre temas extraños: latín,
ciencias naturales, historia. Nunca pudo alcanzar a los primeros de clase y entonces
comenzó a formarse la convicción de que los muchos que se aplican a todo para
nada sirve. Ilusiones y desilusiones al ir descubriendo la rutina del, en
apariencia, maravilloso saber. Al mismo tiempo, crisis biológica y psicológica:
inteligencia ardiente y debilidad del cuerpo. Comienza a partir de este
momento, por prescripción médica, un contacto prolongado con el campo y con la
aldea. Lecturas románticas a compás de tales expediciones: novelas de Trueba,
poesías de Zorrilla, declamación en soledad y, sobre todo, la aparición del
primer poema propio. Aparece en él un amor desorbitado por las lecturas. A
través de Balmes y de Donoso Cortés descubrió a Descartes, a Kant, a Hegel…
Balmes viene a ser la estrecha puerta abierta al mundo. Discusiones con los amigos
acerca del primer principio y el fin último de las cosas y propósito firme de
crear el propio sistema de pensamiento.
Paraguas de Miguel de Unamuno |
A
la vez, las primeras graves experiencias religiosas durante su período de
congregante en la cofradía juvenil de San Luis Gonzaga. Ambas creo que
condicionan desde lejos dos líneas sin solución de continuidad en su vida: la
polémica civil y la polémica religiosa.
En
1880 finalizan sus estudios secundarios y el joven Unamuno se traslada a Madrid
para ingresar en la Universidad. Cuatros años permaneció estudiando, visitando
la Biblioteca Nacional, concurriendo a las conferencias del Ateneo,
preocupándose por las doctrinas Krausistas, entonces en período de fértil
discusión. Escasa fue la influencia universitaria sobre él. Profesores
ramplones, textos hueros, estudiantes despreocupados. He aquí el testimonio de
un coetáneo que puede servirnos de panorámica: “Yo recuerdo al profesor, todo
benevolencia que nunca pasaba lista, que no suspendía a nadie. Él fue quien nos
inició en el más descorazonador aspecto de la vida nacional; tener que
esperarlo todo por gracia y nada por justicia. Y del que sólo atendía a la
recomendación, o al apellido ilustre que excusaba la recomendación. Y del que
sólo asistía a su cátedra para salir del paso. Y el pedante que alardeaba de
elocuencia y de liberalismo con párrafos de Castelar y latiguillos de mal
cómico. Y el buen presbítero, latinista a la antigua, que decía “ojeto”,
“leción”. Y al chocarrero que todos los años, en los mismos días, contaba los
mismos chascarrillos. Y al salir a la calle, volver a casa sin una sola idea,
sin una sola emoción. Ni los respetábamos ni los queríamos. ¿Qué podían
enseñarnos? El libro leído a escondidas, el teatro, la calle, eran los mejores
maestros. Esta ausencia de inteligencia oficial se compensaba en lo posible con
el contacto directo, de tertulia y grupo, con otras figuras intelectuales y
políticas. Así conoció el joven Unamuno a Galdós, Castelar, Giner de los Ríos,
Valera, Pi y Margall, Clarín. Cuatro años oscuros, inquietos, difíciles de
seguir biográficamente. Crisis de valores, fundamentalmente religiosos, ya de
regreso a Bilbao, donde ha de permanecer todavía siete, otros lánguidos años de
inquietos relámpagos interiores.
Después
de este tiempo en Madrid se traslada a Bilbao donde se dedica a estudiar
durante seis años para sacar las oposiciones. Oposiciones variadas a cátedras
de psicología, ética, lógica, latín y griego. Fracasos debidos a su natural
inquieto; su afán por imponer a tribunales conservadores y escolásticos ideas
de cuño propio. Y junto al estudio forzado, ejercicios literarios de corto
vuelo: artículos periodísticos publicados en el diario bilbaíno El Nervión y recogidos más tarde en el
volumen De mi país. Unamuno les
denomina opera minora y se refiere a ellos como materiales para escritos de
mayor alcance y fuste. Casi todos sobre motivos costumbrista, aderezados con
reflexiones sociológicas y literarias. Otra ocupación durante este período es
la enseñanza privada. Todo ello le obligó a una intensa tarea de lecturas y
digestión de textos. Episodio importante durante estos años fue su primera gran
crisis religiosa, de la que se conservan huellas, sobre todo en el epistolario
a Clarín. Unamuno profesaba hasta su estancia en Madrid una fe católica en
apariencia incuestionable; fe formal y de “carbonero” como más tarde la
denominaría. En Madrid, por vez primera cuestiona esta fe, a fuerza de quererla
racionalizar. He aquí un texto revelador:
“Llega a Madrid un muchacho llevando
en su alma una honda educación religiosa y sentimientos de delicada
religiosidad; bajo esa capa protectora que les aísla de cierto ambiente, se
robustecen sus sentimientos morales de profunda seriedad de la vida, y llega un
día en que, no necesitando de la cubierta y resultando pequeña ésta, la rompen.
En puro querer racionalizar su fe, la pierde; como lleva a Dios en la médula
del alma, no necesita creer en Él, es acto reflejo; todo ello ha sido labor
interna; hondamente religioso y no necesita ser creyente. Pero va al mundo, y
choca con uno y con otro, tiene que luchar y lucha y sus energías y
sentimientos morales van desfalleciendo, y siente cansancio y que el mundo le
devora el alma”[1].
Estas
crisis de fe no eran simples episodios dentro del proceso general de maduración
intelectual. Significaban algo más grave y determinante: la ruptura total con
un pasado, no ya personal sino familiar y comunal que le amarraba a la vieja
España; el punto de partida de un proyecto de vida ulterior cuyo final habría
de ser nada menos que una filosofía: la filosofía de la inmortalidad; ocupación
para toda una vida.
Tras
contraer matrimonio en 1891 con Concepción Lizárraga -su Concha-, primer y
único amor; gana las oposiciones en el 92 y consigue la cátedra de griego en la
Universidad de Salamanca, en competencia, entre otros, con Ganivet.
Salamanca
perfora gradualmente su resistencia de hombre periférico y problematiza en él a
Castilla, y con Castilla a España como existir histórico con toda la
preocupación historicista a través de su concepción de la “Casta histórica” y
la intrahistórica. Bajo esta rúbrica historicista están pensados la mayoría de
sus ensayos y asimismo su Vida de Don quijote y Sancho. En coordenada
aparece su problemática filosófica, sobre todo a partir de 1900, con sus Tres ensayos, entrada al mundo de la
radical intimidad. Una y otra preocupación se resuelven a la vez en poesía.
Unamuno fue,
deliberadamente un mal profesor. No le interesaba enseñar sino ensañarse con el
prójimo; excitarlo, despellejarlo a tirones de paradoja. El estudiante es mal
cuerpo para tales experiencias. Pocas veces aparecen sus discípulos como
protagonistas de sus Ensayos, y sí,
por el contrario, lo son sus corresponsales anónimos y lejanos; amigos
asentados en el “Sahara madrileño”; inclusive su “otro” yo, fiel a su creencia
de que el monólogo es más bien un monodiálogo. Rodeando esta inquietud quieta,
un mundo de lecturas heterogéneas cuya pista es de seguir porque Unamuno leía,
no para desglosar el pensamiento ajeno sino para entrar en la vida del hombre
que piensa y hacerse una con ella, perdiendo respecto a la propiedad
intelectual y aprovechándola como bien mostenco.
Poco a poco, Unamuno se
va introduciendo en política al analizar la situación española. Combatió
duramente a la monarquía como sistema de gobierno, aunque más que contra una
monarquía luchó contra un monarca, Alfonso XIII. Desde 1914 hasta 1923, nuestro
escritor denuesta al rey, se declara republicano, deja de serlo, se alza
finalmente contra la dictadura de Primo de Rivera y es, destituido y desterrado
a la isla de Fuerteventura. Toda esta peripecia, sin embargo, marcha a
contrapelo de su intimidad intelectual como lo revela el hecho de que su obra
literaria no es afectada por ella ni emparenta con sus lances episódicos.
Durante estos años, publica sus mejores novelas. Abel Sánchez, La tía Tula,
cargadas de problemática humana universal e intemporal, y el Cristo de Velázquez, breviario de mística cristiana; pero ningún
ensayo de tema político-social.
La
experiencia de Fuerteventura tiene valor porque al arrancar a Unamuno de España
y convertirle en desterrado, desencarna violentamente su razón de ser,
obligándole a enfrentarse con esa tremenda realidad que significa para todo
intelectual separarse de su patria. Una vez más, en Unamuno, toma cuerpo para
desenmascararse la radical falsedad promulgada por el Renacimiento de que para
el docto varón no hay otra patria que la por él llevada consigo. Cuando Unamuno
grita desesperado desde la frontera francesa a través de su Romancero del destierro; tras ese
laberinto de sonetos, acompañado de escolios en prosa que es Desde Fuerteventura a París, o por medio
de su monstruo ensayístico titulado Cómo se hace una novela, grita por su razón
de ser y no por la episódica española, mucho menos importante de lo que
aparenta.
Por
aquellos años, Unamuno se había llamado a sí mismo “cartujo laico, ermitaño
civil y agnóstico, acaso desesperado de esta vieja España”[2], y convertido en el buzo de sus profundidades
vitales, sólo se interesaba por descubrir esa extraña y problemática entidad
que es el hombre, a la vez que se salvarle de las fronteras de la temporalidad.
Y
así entramos en los últimos años de su vida, ya de regreso a España, en 1930.
Omitimos episodios anecdóticos para acercarnos a lo característico. Ya no
regresaba el profesor provinciano que desde Salamanca levantaba periódicamente
túrdigas en el cuerpo nacional; profesor reputado de atrabiliario y difícil
entre los grupos intelectuales madrileños. Regresaba el español representativo
y como tal arquetipo fue recibido. Es curioso apreciar, sin embargo, que
Unamuno, maestro, no había logrado ningún discípulo. Habían cambiado los tiempos.
España entraba en un periodo de prueba. Habíase cambiado un régimen político,
el monárquico, por otro, el republicano; pero no se habían modificado las
íntimas estructuras de la vida española. Para Unamuno, fiel a su idea de que la
fundamentación existencial de un pueblo se halla en su intrahistoria y no en la
episódica histórica, la república sólo significaba una posibilidad de buscar,
para todos los españoles, un proyecto de vida común asentado sobre una común
rectificación de errores y una común aceptación de existenciales: formas de
vida, creencias nuevas, tabla de valores morales, afirmación de la personalidad
frente a lo exterior. Los otros le pedían definiciones políticas retóricas de
circunstancias. Lo querían “ahora y aquí”, por su peso de propaganda. Y es
irónico su destino: entre los años 1932 y 1935 recibe los máximos honores a que
un ciudadano puede aspirar: rector vitalicio de la Universidad salamantina,
ciudadano de honor de la República, alcalde ad
perpetuam de la ciudad de Salamanca, a la vez que se siente más solo que
nunca; terriblemente solo entre sus últimas novelas y dramas teatrales, y sobre
todo entre su poesía: el Cancionero
inédito, San Manuel Bueno mártir, protagonización literaria de su
Sentimiento trágico de la vida; su Agonía
del cristianismo, escrita en
Francia por tiempo antes, pero traducida
entonces al español; sus dramas
teatrales El otro , El hermano Juan, Raquel y La esfinge. Y
sobre todo inicia la publicación diaria de una serie de monólogos
periodísticos.
Paseaba
por las calles de Madrid y después, desde 1934, por las de Salamanca, con los
ojos cargados de chispazos de inteligencia e iracundia; completamente solo casi
siempre; quizá tratando de hablar con Dios, ya acorralado por la muerte y sin
resolver aún el angustiante “negocio” de la inmortalidad de su alma. Hasta una
estatua le habían levantado en la Universidad, en este proceso de
glorificación, y él, que temía lo petrificante, lo inmóvil, rehuía pasar por
delante de su mortaja de piedra para no verse muerto en vida. Así le encontró
el estallido de la guerra civil y así, en un rapto de vehemencia, como quien
busca desesperadamente una salida, aceptó la rebelión militar del general
Franco. Dos meses más tarde comprendía su engaño y se revolvía iracundo contra ella.
La episódica de su rebelión y de su muerte es bastante conocida. El acto
solemne en el Paraninfo de la Universidad; su diatriba contra aquellos que
habían venido a sembrar a España de sal y espadas; la reacción oficial
desposeyéndole de cátedra y honores; el encierro en su hogar; la postrer
llamarada rebelde que trata de salir de España, camino de Europa y América, por
medio de los corresponsales de prensa y súbitamente su tiempo llegando al
límite y cerrándose perfecto, redondo, señor de su muerte propia.
Vendrá de noche cuando todo duerma,
vendrá de noche cuando el alma enferma
se emboce en vida,
vendrá de noche con su paso quedo,
vendrá de noche y posará su dedo
sobre la herida.
Vendrá de noche, sí, vendrá de noche,
su negro sello servirá de broche
que cierre el alma;
vendrá de noche sin hacer ruido,
se apagará a lo lejos el ladrido,
vendrá la calma…
vendrá la noche…
Unamuno murió el 31 de
diciembre de 1936, al crepúsculo, un día invernal y aterido. Su voz se volvió
de espaldas a los hombres para comenzar su diálogo con Dios.[3]
Anotaciones de don Miguel de Unamuno Universidad de Salamanca ante Millán Astray y ante la señora del General Franco, Guerra Civil. |
2.-El pensamiento de D. Miguel de Unamuno.
2.1.-Influencias en el pensamiento de Unamuno.
Unamuno,
durante toda su vida, fue continuo objeto de polémica tanto en los ambientes
políticos como en los literarios, intelectuales y filosóficos. A la hora de
esclarecer cuál fue su pensamiento y cuáles las influencias recibidas, hay
diversidad de opiniones. Con respecto a los juicios que sobre él se han
vertido, podemos agruparlos en tres direcciones:
a) Un primer grupo considera el
pensamiento de Unamuno un sistema de contradicciones; como un ciego e
incompresible voluntarismo y a él como a un abanderado de la locura contra las
medidas lógicas y razonables, con un método totalmente irracionalista que lo
hace peligroso e inaceptable.
b) Para otros, su filosofía consiste en
un pragmatismo vitalista, o en un vitalismo deísta y sus valoraciones van desde
una consideración genuinamente metafísica hasta la de un fenomenismo
existencial, estructruralmente pragmático.
c) Un tercer grupo, en fin, intenta
resaltar la originalidad peculiar de Unamuno considerando que no es ni enemigo
de la razón ni irracionalista, sino que tiene un pensamiento comprometido que
opera por vías propias del conocimiento, diferentes a las utilizadas por el
conocimiento lógico abaratando con ello, de un modo extrafilosófico, el
problema mismo de la filosofía.
Semejante
diversidad de criterios, respecto a la crítica se encuentran a la hora de
establecer las posibles influencias que pueden encontrarse de otros filosóficos
en el pensamiento de Unamuno. Así, por ejemplo, mientras que, para unos,
Kierkegaard apenas sí influye porque Unamuno lo leyó cuando su pensamiento ya
estaba formado, para otros, este mismo autor sedujo a Unamuno completamente.
En
Unamuno se han visto influencias literarias de Ibsen, Étienne Pivert de Senancour
con su Obermann, de Carducci, Leopardi, Antero de Quental, Carlyle. Así mismo,
se han señalado los influjos respecto al pensamiento de la psicología
experimental y de la psico-fisiología de Wundt, Brain y de James, así como del
empirismo romántico de Spencer. Los críticos se dividen respecto a la
influencia de Hegel, pero encuentra una mayor afinidad a la hora de establecer
los influjos de los llamados filósofos antimetafísicos y voluntaristas, especialmente
Schopenhauer, Nietzsche, pero no respecto a Bergson, el cual sólo pudo confirmarle
en su oposición entre la intuición y la inteligencia como medio del
conocimiento y la incapacidad de ésta última para comprender la vida. Hay
unanimidad, sin embargo, en todos los comentadores, en admitir el influjo
decisivo de Kant, sobre todo de la idea de éste acerca de la complementariedad
dialéctica de la forma en que conciencia y materia que se opone, así como del
carácter relacional y formal de la razón.
Es
posible que, de alguna u otra forma, aparezcan todos estos influjos en Unamuno.
Ello confirmaría por un lado la amplitud de las lecturas y, por otro, la idea
unamuniana de que en cada generación se recibe y actúa el espíritu de las
antecedentes, así como la interdependencia de las contemporáneas. Más
interesante nos parece descubrir cómo Unamuno unifica con su personalidad
propia los temas planteados por los mencionados filósofos que no son otros que
el de la razón, el sentimiento y la fe dándoles una sistematización peculiar y
original de acuerdo con su propia experiencia.[4]
2.2.-Desarrollo del pensamiento unamuniano.
La
vida y el pensamiento de Unamuno, íntimamente enlazados con las circunstancias
españolas y con la gran lucha sostenida desde fines de siglo pasado entre los
europeizantes y los hispanizantes, lucha resuelta por Unamuno con su tesis de
la hispanización de Europa, pueden comprenderse en función de las intuiciones
centrales de su filosofía consistente en una meditación sobre tres temas
fundamentales: la doctrina del hombre de carne y hueso, la doctrina de la
inmortalidad y la doctrina del Verbo. La primera, que es acaso su problema
capital y el fundamento de todo su pensamiento, es expuesta por Unamuno al hilo
de una polémica contra el hombre abstracto, contra el hombre tal como ha sido
concebido por los filósofos en la medida en que hacían filosofía en vez de
vivirla. El hombre, que es objeto y sujeto de la filosofía, no puede ser, según
Unamuno, ningún ser pensante; por el contrario, siguiendo una tradición que se
remonta a San Pablo y que cuenta entre sus mantenedores a Tertuliano, San
Agustín, Pascal, Rousseau y Kierkegaard, Unamuno concibe el hombre como un ser
de carne y hueso, como una realidad verdaderamente existente, como “un
principio de unidad y un principio de continuidad”. La proximidad de Unamuno al
existencialismo, subraya ya en diversas ocasiones, no impide ciertamente que su
intuición y sentimiento del hombre sea, en el fondo, de una radicalidad mucho
mayor que la expresada en cualquier filosofía existencial. En su lucha contra
la filosofía profesional y contra el imperio de la lógica, en su decidida
tendencia a lo concreto humano representado por el individuo y no por una vaga
e inexistente humanidad, Unamuno hace de la doctrina del hombre de carne y
hueso el fundamento de una oposición al cientificismo racionalista,
insuficiente para llenar, también imponen, para confirmar o refutar lo que
constituye el verdadero ser de este individuo real y actual proclamado en su filosofía.
El hombre de supervivencia y el afán de inmortalidad. Toda demostración
conducente a demostrar o a refutar estos sentimientos radicales es para Unamuno
la expresión de una actitud asumida por los que sólo tienen razón, por los que
ven en el hombre un ente de razón y no un haz de contradicciones. Haz de
contradicciones que se revela sobre todo cuando se advierte que el hombre no puede
vivir tampoco sin la razón, la cual ejerce represalias y coloca al hombre en
una inseguridad que es, a la vez, el fundamento mismo de su vida. Pues si
Unamuno ha combatido sobre todo al cientificismo y al racionalismo, ha sido
porque ellos adquirían en cierto momento un aire de ilegítimo triunfo, un peso
que hubiera en fin de cuentas aplastado al hombre. El cientificismo y el
racionalismo son uno de los caminos que conducen al suicidio, la actitud
adoptada por quienes en su afán de teología, esto es, de abogacía o en su
invencible odio antiteológico, no advierten en la contradicción el verdadero
modo de pensar y de sentir del hombre existencia. El fundamente de la creencia
en la inmortalidad no se encuentra en ninguna construcción silogística ni
inducción científica: se encuentra simplemente en la esperanza. Pero la inmortalidad
no consiste a su vez, para Unamuno en una pálida y desteñida supervivencia de
las almas. Vinculándose a la concepción católica, que anuncia la resurrección
de los cuerpos, Unamuno espera y proclama la inmortalidad de cuerpo y alma y
precisamente del propio cuerpo, del que se conoce y surge en la vida cotidiana.
No se trata, por lo tanto, de una justificación ética del paso del hombre sobre
la tierra, sino simplemente de la esperanza de que la muerte no sea la
definitiva aniquilación del cuerpo y del alma de cada cual. Esta esperanza,
velada en la mayor parte de las concepciones filosóficas por nebulosas místicas
y por sutiles sistemas, es rastreada por Unamuno en los numerosos ejemplos de
la sed de inmortalidad, desde los mitos y las teorías del eterno retorno hasta
el afán de gloria y, en última instancia, hasta la voz constante de una duda
que se insinúa en el corazón del hombre cuando éste aparta como molesta la idea
de una sobrevivencia. Demostración o refutación, confirmación o negación son
sólo, por consiguiente, dos formas únicas de racionalismo suicida, a las cuales
es ajena la esperanza, pues ésta representa simultáneamente, como Unamuno ha
subrayado explícitamente, una duda y una convección.
A
los temas de la doctrina del hombre de carne y hueso y de la esperanza en la
inmortalidad, con los cuales va implicada su idea de la agonía o lucha del
cristianismo, agrega Unamuno su doctrina del Verbo, considerado como sangre del
espíritu de toda sabiduría. Unamuno niega la tesis goethiana que hace de la
acción el principio de todo ser para llegar a la confirmación, sustentada ya en
el comienzo del Evangelio de San Juan, según la cual el principio es el Verbo.
Pero el abstracto o sin contenido; el Verbo es más bien para él la cualidad
concreta y presente del gesto y del lenguaje humanos. De este Verbo, de esta
visión de lo que las cosas son en la inmediata presencia de su perfil, deriva
para Unamuno el fundamento y el término de toda filosofía. La filosofía
definida por Unamuno como el desarrollo de una lengua queda, pues, relativizada,
pero a la vez adquiere un carácter concreto absoluto. La identificación de la
filosofía con la filosofía no es la identificación del pensamiento lógico con
la estructura gramatical; es el hecho de que el Verbo, como carne y hueso, sea
el instrumento y contenido de su propio pensamiento. Por eso Unamuno ve la
filosofía española no en los textos de los escolásticos, sino en las obras de
los místicos, en las grandes figuras de la literatura. La esencia del
pensamiento español, y también, naturalmente, la esencia de su vida, es así,
como la del senequismo. El problema de la verdad, problema fundamental de toda
filosofía, es resuelto, pues, por Unamuno, al hombre concreto con su expresión
verbal, mediante la concepción que ve en lo que el hombre dice al expresarse la
revelación de su verdad.
2.3.-Aspectos éticos en el pensamiento de Unamuno.
Miguel de Unamuno no fue
un metafísico. Ha concebido un nuevo tipo de hombre, con una ética muy distinta,
no solamente de la cristiana, sino aun de la profesada por los ciudadanos normales;
ha proclamado su doctrina en todas sus formas y en todos los tonos de que era
capaz, y ha aceptado las consecuencias de aislamiento, por una parte, y
celebridad, por otra, propias de los que se consagran a reprender y exhortar a
sus semejantes.
Para Unamuno, la ética no
parte de ideas a priori; no se concentra como en un axioma del que partir, sino
que el obrar ético es tan plural como la pasión del hombre; lo vital, la
corriente de la vida está puesto como primer término en el obrar y en el
pensar; en la corriente de la vida nos descubrimos obrando y buscamos con el
pensamiento su explicación, su justificación:
“Pensamos para vivir, he dicho; pero
acaso fuera más acertado decir que pensamos porque vivimos, y que la forma de
nuestro pensamiento responde a la de nuestra vida. Una vez más tengo que
repetir que nuestras doctrinas éticas y filosóficas en general no suelen ser
sino la justificación a posteriori de nuestra conducta, de nuestros actos.
Nuestras doctrinas suelen ser el
medio que buscamos para explicar y justificar a los demás y a nosotros mismos
nuestro propio modo de obrar. Y nótese que no sólo a los demás, sino a nosotros
mismos.
El hombre que no sabe en rigor por
qué hace lo que hace y no otra cosa, siente la necesidad de darse cuenta de su razón
de obrar, y la forja. Los que creemos móviles de nuestra conducta no suelen ser
sino pretextos. La misma razón que uno cree que le impulsa a cuidarse para
prolongar su vida es la que en la creencia de otro le lleva a éste a pegarse un
tiro”.[5]
No quiere negar Unamuno
todo influjo de causalidad de las ideas en la conducta, pero este problema es
para él secundario y sólo quiere dejar establecido que la incertidumbre, la
duda, el perpetuo combate con el misterio de nuestro final destino, la
desesperación mental y la falta de sólido y estable fundamente dogmático pueden
ser base de moral. Precisamente como acabamos de afirmar, en la moral
unamuniana no es la primero un principio de acción verdadero y lo segundo
obrar, sino lo primero obrar y lo segundo hacer verdadero nuestro obrar, probar
su verdad.
“El que basa o cree basar su conducta
interna o externa, de sentimiento o de acción en un dogma o principio teórico
que estima incontrovertible, corre riesgo de hacerse un fanático, y, además, el
día en que se le quebrante o afloje ese dogma, su moral se relaja. Si la tierra
que cree firme, vacila, él ante el terremoto tiembla, porque no todos somos el
estoico ideal a quien le hieren impávido las ruinas del orbe hecho pedazos.
Afortunadamente, le salvará lo que hay debajo de sus ideas. Pues al que os diga
que si no estafa o pone cuernos a su más íntimo amigo es porque teme al
infierno, podéis asegurar que, si dejase de creer en éste, tampoco lo haría,
inventado entonces otra explicación cualquiera”.[6]
Aún sigue Unamuno repitiendo
de varias otras formas esta misma idea, lanzando apotegmas en los que quiere
concentrar de una manera categórica su doctrina, como aquel de que no es la fe
la que hace al mártir, sino el mártir a la fe.
No
hay más finalidad que una para Unamuno: la de dar finalidad humana y personal
al Universo. De ahí que la ética caiga dentro de ese común destino cósmico de
todas las cosas:
“¿Cuál es nuestra verdad cordial y
antirracional? La inmortalidad del alma humana, la de la persistencia sin
término alguno de nuestra conciencia, la de la finalidad humana del Universo.
¿Y cuál su prueba moral? Podemos formularla así: obra de modo que merezcas a tu
propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible,
que no merezcas morir. O tal vez así: obra como si hubieres de morirte mañana,
pero para sobrevivir y eternizarte, el fin de la moral es dar finalidad humana,
personal, al Universo; descubrir la que tenga -si es que la tiene- y
descubrirla obrando”.[7]
Con esta formulación de
sabor Kantiano, indica Miguel de Unamuno uno de los caracteres más típicos de
su ética. Es la tendencia a la afirmación positiva y a la agresividad. Por ello
se diferencia lo mismo de la ética cristiana que de la Kantiana.
La
ética cristiana posee el fundamento más sólido, pero los medios son
insuficientes, al pensar de Unamuno:
“Hay que confesar que no hay, en
rigor, fundamente más sólida para la moralidad que el fundamento de la moral
católica. El fin del hombre es la felicidad eterna, que consiste en la visión
de Dios por los siglos de los siglos. Ahora, en lo que narra es en la busca de
los medios conducentes a su fin; porque hace depender la consecución de la
felicidad eterna de que se crea o no que el Espíritu Santo procede del Padre y del
Hijo, y no sólo de Aquél, o de que Jesús fue Dios y todo lo de la unión
hipostática, resulta, a poco que se piense en ello, una monstruosidad”.[8]
Lo mismo que la ética
cristiana, le deja insatisfecho la ética Kantiana por superficial, por
demasiado prudente y sobria en las afirmaciones relativa al último fin de la
moralidad de nuestras acciones. No es el deber el móvil, sino la inmortalidad:
“Consideraciones éstas que habrán de
parecer de una ridícula vulgaridad y superficialidad de diletante a los
pedantes ésos: (el mundo intelectual se divide en dos clases: diletantes, de un
lado, y pedantes, de otro.) ¡Qué le hemos de hacer! El hombre moderno es el que
se resigna a la verdad y a ignora el conjunto de la cultura; y si no, véase lo
que al respecto dice Windelband en su estudio sobre el sino de Hölderlin
(Präludien I) Si esos hombres culturales se resignan, pero quedamos unos
cuantos pobrecitos salvajes que no nos podemos resignar. No nos resignamos a la
idea de tener que desaparecer un día, y la crítica del Gran Pedante no nos
consuela”.[9]
Contra todas estas maneras
de concebir la ética, Unamuno presenta la suya, la que pudiera llamarse moral
de la ofensiva. Todo viene a reducirse a salir al paso de todos nuestros
enemigos interiores y exteriores y lograr por encima de todo nuestro objetivo;
hacer que, si la aniquilación se nos está reservada, sea una injusticia. Hay
que pelear quijotescamente contra el destino, aun sin esperanza de victoria:
“Y no sólo se pelea contra él anhelando
lo irracional, sino obrando de modo que nos hagamos insustituibles, acuñando en
los demás nuestra marca y cifra, obrando sobre nuestros prójimos para
dominarlos; dándonos a ellos para eternizarnos en lo posible.
Ha de ser nuestro mayor esfuerzo el
de hacernos insustituibles, el de hacer una verdad práctica del hecho teórico…cada
hombre es, en efecto, único e insustituible; otro yo no puede darse; cada uno
de nosotros -nuestra alma, no nuestra vida- vale por el Universo todo”.[10]
En vez de una ética de la
sumisión, del quietismo cartujo-monástico, la ética de la imposición y del
trabajo, la del dominico inquisidor. No es renunciar a esta ida para ganar la
otra, sino buscar nuestra dicha a través de la vida. No renunciar al mundo para
dominarlo, sino dominar al mundo para poder renunciar a él:
“De donde la moral invasora,
dominadora y agresiva, inquisidora, si queréis. Porque la caridad verdadera es
invasor, y consiste en meter mi espíritu en los demás espíritus, en darles mi
dolor como pábulo y consuelo a sus dolores, en despertar con mi inquietud sus
inquietudes, en aguzar su hambre de Dios con mi hambre de Él. La caridad no es
brezar y adormecer a nuestros hermanos en la inercia y modorra de la materia,
sino despertarles en la zozobra y el tormento del espíritu”.[11]
3.-San Manuel Bueno, mártir
El uno de junio de 1930
visita Unamuno en compañía de unos amigos el lago de San Martín de Castañeda,
en Sanabria, provincia de Zamora. La leyenda del pueblo sumergido bajo las
aguas del lago le atrae poderosamente y allí concibe esa pequeña obra maestra de
la literatura que se llama San Manuel
Bueno, mártir.
Es
una novela en la que el autor pone lo más íntimo y dolorido de su alma, como
dijera, por carta, a su traductora al francés, Mme. Emma Henri Clouard y, en
efecto, en San Manuel Bueno, mártir, se
encuentran muchos rasgos autobiográficos.
Fue
terminada de escribir en noviembre de 1930 y es el relato de la vida y obra del
cura de Valverde de Lucerna, de la diócesis de Renada -nombres todos ellos
imaginarios-, hecho por un testigo excepcional de su vida, Angela Carballino.
La acción apostólica de este santo varón, su desvelo por sus feligreses y su
bondad heroica para con todos es narrado detalladamente en el informe que aquélla
envía al obispo para iniciar el proceso de beatificación de don Manuel.
Tenido
por santo entre sus convecinos, don Manuel tenía, sin embargo, un secreto.
Cuando en la Misa se rezaba el Credo, “al llegar a lo de creo en la
resurrección de la carne y la vida perdurable, la voz de don Manuel se
zambullía, como en un lago, y era que él se callaba”.[12]
En
sus frecuentes conversaciones con el sacerdote, Ángela se da cuenta de que en
su vida hay un misterio que le hace sufrir interiormente. Varias veces intenta
desentrañarlo indirectamente hasta que un día, en plena confesión, le pregunta
a bocajarro:
“¿Cree usted en la otra vida?, ¿Cree
usted que al morir no nos morimos del todo?, ¿Cree que volveremos a vernos, a
querernos en otro mundo venidero?, ¿Cree en la otra vida?
El pobre santo
sollozaba.
-¡Mira, hija,
dejemos eso!”.[13]
De
repente, Ángela Carballino ha descubierto el drama íntimo de la vida de don
Manuel. Predicando todos los días el consuelo del cielo, él no es capaz de
llegar a creer en ello. Bajo sus palabras, llenas de unción religiosa, está un
espíritu que no pude creer aquello que trasmite a los demás.
Tiempo
atrás había llegado a la aldea Lázaro Carballino, el hermano de Angela, joven
mundano y descreído, quien, atraído por la fama de don Manuel, había sentido
curiosidad por conocerlo y hablarle. Desde los primeros momentos había nacido
entre aquellos dos hombres una sincera amistad, que se fue trasformando con el
paso del tiempo en asidua colaboración. Conocedor del secreto de don Manuel,
Lázaro había comprendido los motivos del fingimiento y había queda prendado de
la importancia de la obra que, en favor del pueblo, estaba haciendo el
sacerdote.
En
sus frecuentes conversaciones, don Manuel le iba contando sus experiencias más
íntimas. Un día, paseando al borde del lago le confesó:
“Mira, Lázaro, he asistido a bien
morir a pobres aldeanos, ignorantes, analfabetos, que apenas si habían salido
de la aldea, y he podido saber de sus labios, y cuando no adivinarlo, la
verdadera causa de su enfermedad de muerte, y he podido mirar, allí, a la
cabecera de su lecho de muerte, toda la negrura de la sima del tedio de vivir.
¡Mil veces peor que el hambre!”.[14]
La
experiencia de quien ha visto morir a tantas personas le ha convencido de lo
absurdo de una vida condenada a la muerte. Los pobres aldeanos, en el trance
decisivo, se niegan a aceptar que la muerte trunque sus vidas y tengan que
desaparecer para siempre. La vida, con la perspectiva de la muerte en su
horizonte, se muestra carente de sentido y sume a la persona en un tedio
irremisible.
La
nada se nos presenta con su trágica realidad. Vivir unos años, luchar, sufrir,
amar, para que, en un momento determinado tengamos que dejar lo que hasta ahora
ha constituido nuestra vida y desaparezcamos del mundo, aniquilandose nuestro
ser.
Frente
a este sinsentido de la condición humana, todas las otras cuestiones de la vida
pierden importancia. La ciencia, el arte, la política, todo eso es secundario
frente a la cuestión fundamental de que un día tendremos que dejar de ser. Por
eso, si alguien puede dar una respuesta a ese problema, aunque sea ilusoria,
está cumpliendo una función cara al pueblo mucho más importante que los que
trabajan por él desde otros campos de la actividad humana. Esto es lo que viene
a decirle don Manuel a Lázaro en otra de sus conversaciones:
“¿Cuestión social? Deja eso, eso no
nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ni ricos ni
pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos,
¿Y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio a la
vida? Sí, ya se que uno de esos caudillos de la que llaman revolución social ha
dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio…Opio…, sí. Démosle opio y que
duerma y que sueñe”.[15]
La
mejora de las condiciones de vida del pueblo no solucionará, ni mucho menos, el
problema fundamental de la vida humana. Cuanto más a gusto se sientan los
hombres en la vida, más les costará tener que dejarla un día y la perspectiva
de la muerte se les hará todavía más insoportable. Sin embargo, si le hacemos
creer que la vida no termina y que después de la muerte hay una vida eterna,
estamos resolviendo al pueblo la cuestión que más le angustia y le estamos
dando un motivo de esperanza para vivir. Poco importa que la doctrina no sea
verdad, con tal de que ellos no lo descubran. Lo importante es que crean que la
vida no se acaba.
A
esta misión se ha consagrado don Manuel, como le confiesa en otra ocasión a
Lázaro: “Yo estoy aquí para hacer
vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que
se sueñen inmortales y no por matarles”.[16]
Si les dijese claramente lo que piensa del más allá de la muerte, hará que sus
feligreses perdiesen las ganas de vivir y arrastrasen una vida sin ilusión y
sin esperanza. Sacrificando su vida por ellos y predicándoles la doctrina de la
inmortalidad, logra hacerles felices y proporcionarles una esperanza para el
porvenir. Sólo así la muerte es aceptable y la vida llevadera.
La
virtud heroica de don Manuel estriba en que él conoce la verdad y, no obstante,
su vida no trasparenta la desesperanza que tal verdad le produce. Si, como dice
la Escritura, quien ve a Dios se muere, él, que ha visto la cara a Dios y ha
descubierto que nuestro supremo ensueño no pasa de ser una mera ilusión, está
muerto por dentro. Y, sin embargo, trata por todos los medios de hacer que los
demás vivan y no descubran el engaño.
El
último consejo que don Manuel da a Lázaro Carballino, que va a ser su sucesor
en la misión que él se ha propuesto cumplir, es que el pueblo no descubra de
ningún modo la verdad, para que, mientras viva, no llegue a conocer el secreto
del supremo ensueño que es Dios.
3.1.-Personajes, lugares, símbolos.
a) Don Manuel: El
protagonista, tiene 37 años, es alto, erguido, la voz y la mirada profunda como
el lago. Las mujeres particularmente lo idolatran. No tiene vocación de
contemplativo, se hace sacerdote con la idea de ayudar a una hermana viuda. El
ministerio sacerdotal de don Manuel se desarrolla en un continuo activismo,
“¡hacer..hacer…!” es su lema. Trabaja como campesino en la trilla, era
carpintero, maestro, músico. Tiene una gran fuerza de voluntad a pesar de dejar
ver elementos que nos recuerdan no sólo el sufrimiento personal sino también
rasgos de un sentimental: suspiros, sollozos, ojos arrasados de lágrimas,
confidencias infantiles.
b) Lázaro Carballino: soltero, ateo, pudiente, que vive con su hermana. Aliado de don Manuel
cuando este le descubre que en el fondo no cree. Ambos tienen en común la falta
de fe, cierto amor por el pueblo y el activismo.
c) Ángela Carballino: Vive con Lázaro. Está consagrada a su ascético confesor para
confortarlo y consolarlo.
d) Colegiala (sin
nombre): compañera y confidente de Ángela, admiradora de Manuel.
e) Blasillo el Bobo: que es como el eco de la desesperación de don Manuel, “Dios mío, Dios
mío ¿Por qué me has abandonado?”
f) El pueblo:
ignorante según don Manuel, que vive sustentando toda su vida sus acciones en
la fe en el Cristo muerto y resucitado con la esperanza en la vida eterna.
g) El lago de Lucerna: que, como el párroco, es un espejo que refleja la imagen de un cielo
que no existe y recuerda una misteriosa ciudad sumergida en él. También símbolo
de tiempo y de eternidad.
h) Nogal matriarcal: Símbolo de la fe maternal desaparecida. Dio frutos cuando vivo, dará
luz y calor cuando muerto. Manuel se identifica con ese árbol, por eso quiere
que su ataúd sea hecho con las tablas que él talló de su tronco. Símbolo de su
vida total: temporal y eterna.
i) La Villa de Valverde de Lucerna: lugar donde acontece la cotidianidad, lo concreto, y que
simboliza y recuerda un monasterio donde la vida adquiere sentido para todos;
para unos, en su quehacer diario, refiriendo su vida a lo trascendente; para
otros como don Manuel y Lázaro sirviendo al pueblo, permitiéndole y ayudándole
a vivir desde sus creencias dadoras de sentido, adquiriendo sentido la vida
para estos dos en la realización dramática de este servicio al pueblo.
3.2-Aspectos éticos en la novela
Fray Luis de León, Salamanca |
La
vida se resuelve en las acciones, y las acciones nos desvelan. Quedamos en éstas
descubiertos, revelándose tanto el sentido de la vida, como nuestra concepción
del ser humano.
La
acción, el hacer, aparece en la novela como una huida, como lo único capaz de
dar sentido:
“Su vida era activa y no
contemplativa, huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer…ha lo hecho
pecho, y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento sin enmienda. ¡Hacer!,
¡Hacer! Bien comprendí yo ya desde entonces que Don Manuel huía de pensar
ocioso y a solas, que algún pensamiento le perseguía. Así es que estaba siempre
ocupado, y no pocas veces en inventar ocupaciones”.[17]
Huir,
¿de qué? Y hacia dónde. Don Manuel se encuentra con que,necesita de Dios, como
dador de sentido para su vida y para la vida del pueblo. Reconoce que Dios es
realmente el que justifica y da sentido, orienta el hacer humano, sobre todo si
tras la muerte aparece la justicia, en la resurrección:
“…hacerles que se sientan inmortales…Lo
que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido…Y
esto hace la Iglesia, hacerles vivir”.[18]
Huye
al comprobar en él su desconocimiento certero acerca de la existencia de Dios.
Huye hacia la vida, hacia las obras. Las obras de Don Manuel, son ciertamente
acciones orientadas por lo que podríamos llamar una moral cristiana, fruto de
una concepción antropológica cristiana y así se lo hace ver al pueblo y así
insta a éste a actuar:
“¡Y cómo quería a los suyos! Su vida era
arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos indómitos o
reducir los padres a sus hijos, y,
sobre todo, consolar a los amargados y atediados y ayudar a todos a bien morir.
Yo le ayudaba cuando podía en sus
menesteres, visitaba a sus enfermos, a nuestros enfermos, a las niñas de la
escuela, arreglaba el ropero de la iglesia”.[19]
“Sí, hay que creer todo lo que cree y
enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana”.[20]
Cuando
para él Dios no es una realidad con la que se pueda contar decide actuar, como
ya habíamos dicho en otro apartado, como si efectivamente, la resurrección
aconteciese con su justicia, de tal modo que si ésta no fuese una realidad,
apareciese la evidencia de la injusticia sufrida por el hombre que vivió según
unos principios éticos.
Los
principios éticos para don Manuel no parten de ningún principio metafísico
primero, sino que mira al desarrollo de la vida y la mira y considera como un
fin en sí misma. Vivir felizmente, con dignidad, él, entregado al pueblo. Y, el
pueblo, entregado unos a otros en la construcción de la vida en común, haciendo
de la villa un convento, un monasterio. Hacer que el pueblo viva feliz; ése es
el fin último de su vida, por lo tanto, aquello a partir de cuyo fin se construye
como persona, mostrándose en su vivir:
“Lo primero -decía- es que el pueblo
esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir
es lo primero de todo”.[21]
“Yo estoy para hacer vivir a las
almas de mis feligreses, para hacerles felices”.[22]
Don
Manuel vive para los demás buscando ahí en su obrar su felicidad como fin
último. Felicidad que se convierte en drama, en obras frustradas ante la muerte
y el olvido de Dios. Este fin último suyo, que modela su obrar y su vida,
conlleva la justificación de la mentira en favor del objetivo pretendido:
“¿La verdad? La verdad, Lázaro, es
acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría
vivir con ella. Y ¿Por qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?,
le dije. Y él: Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría
gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás.
Y él, el pueblo, dije…que viva en su
pobreza de sentimientos para que adquiera torturas de lujo. ¡Bienaventurados
los pobres de espíritu!”.[23]
La
concepción del hombre que nos revela Unamuno en esta obra nos recuerda,
salvando las distancias, a Martin Heidegger, con el tema del “Ser para la
muerte”. El hombre destinado a la muerte, el ser humano encerrado entre su
nacimiento y su muerte condenado a descubrir en la existencia su destino y su
sentido.
En
esta obra del autor español se pone de manifiesto los límites de un discurso
filosófico, incapaz de dar el salto de la vida, de la existencia al discurso
metafísico. Discurso que puede hacer descubrir el fin último del hombre en
conexión con el Dios garante del destino del ser humano. La ética, a mi
entender, encontrará y encuentra su fundamento en dicho discurso metafísico.
Este discurso evita que el hombre, al igual que don Manuel Bueno, Mártir, tenga
que gritar “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”:
“Y cuando en el sermón del Viernes
Santo clamaba aquello de: <<¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has
abandonado?>>, pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre
las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a Nuestro
Señor Jesucristo mismo, como si la voz brotara de aquel viejo crucifijo a cuyos
pies tantas generaciones de madres habían depositado sus congojas. Como que una
vez, al oírlo su madre, la de Don Manuel, no pudo contenerse, y desde el suelo
del templo, en que se sentaba gritó <<¡Hijo mío!>>
Y fue un chaparrón de lágrimas entre todos. Creiase que el grito maternal había
brotado de la boca entreabierta de aquella Dolorosa -el corazón traspasado por
siente espadas- que había en una de las capillas del templo. Luego Blasillo el
tonto iba repitiendo en tono patético por las callejas, y como un eco el
<<¡Dios mío, Dios mío! ¡Por qué me has abandonado?>>, y de tal
manera que al oírselo se les saltaban a todos las lágrimas, con gran regocijo
del bobo por su triunfo imitativo”.[24]
Coche Salamanca |
BIBLIOGRAFÍA
-Unamnuno, Miguel. San Manuel Bueno, mártir.
Obras completas, II. Escelicer, Madrid 1966, pp. 1127-1154.
-Unamuno,
Miguel. Del sentimiento trágico de
la vida en los hombres y en los
pueblos. Obras completas, VII. Escelicer, Madrid 1966.
-Serrano Poncela, Salvador. El pensamiento de Unamuno. Fondo de
cultura económica, México 1953.
-Ferrater
Mora, José. Unamuno. Bosquejo de
una filosofía. Alianza editorial, Madrid 1985.
-Collado,
Jesús Antonio. Kierkegaard y
Unamuno. Gredos, Madrid 1962.
-González
Caminero, Nemesio. Unamuno, I.
Comillas, Santander 1948.
-Escudredo
Torrres,Esteban. El tema de la
nada en la filosofía de Unamuno.
Tesis doctoral en Gregoriana, R. 7689. Roma 1982.
-Jiménez Gómez, Francisco. La gnoseología de Unamuno en el sentimiento
trágico de la vida. Ejercitación para la Licencia, Gregoriana, R. 8101.
Roma, 1988.
-Luppoli,
Santiago. Il Santo, de Fogazzaro y
San Manuel Bueno, de Unamuno. Cuadernos de la cátedra de Miguel de Unamuno,
Universidad de Salamanca, Salamanca, 1968.
-Marías,
Julián. Filosofía española actual.
Espasa-Calpe, S.A., Madrid, 1963.
[1] Gónzalez Caminer, Nemesio. Unamuno, trayectoria de su ideología y su
crisis religiosa. Comillas, Santander, 1948.
[2] Unamuno, Miguel. Carta a Dª. Elvira Rezzo , escrita en 1919. Revista Sur Nº 108.
1944.
[3]
Cfr. Serrano Poncela, Salvador. El pensamiento de Unamuno. Fondo de
cultura económica, México 1953.
[4] Jiménez Gómez, Francisco. La gnoseología de Unamuno en el sentimiento
trágico de la vida. Ejercitación par la licencia, Gregoriana, R. 8101.
Roma, 1988.
[5] Unamuno, Miguel. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos,
Volumen VII. Escelicer, Madrid 1966, pp. 244.
[6] Unamuno, Miguel. Del sentimiento. Op.Cit., pp.244-245.
[7] Unamuno, Miguel. Del sentimiento. Op.Cit., pp.246.
[8] Unamuno, Miguel. Del sentimiento. Op.Cit., pp. 248-249.
[9] Unamuno, Miguel. Del sentimiento. Op.Cit., pp. 250.
[10]
Unamuno, Miguel. Del sentimiento. Op.Cit., pp. 250.
[11]
Unamuno, Miguel. Del Sentimiento. Op.Cit., pp. 263.
[12] Unamuno, Miguel. San Manuel Bueno, mártir, Obras
completas II. Escelicer, Madrid 1966, pp.1132.
[13]
Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit. pp.1143.
[15]
Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit. pp.1146.
[17]
Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp. 1133.
[18]
Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp.1142.
[19]
Unamuno, Miguel. San Manuel. Op. Cit., pp. 1138.
[20]
Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp. 1137.
[21]
Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp. 1134.
[22]
Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp. 1142.
[23]
Unamuno, Miguel. San Manuel. Op,Cit., pp. 1142.
[24]
Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp. 1132.
muy bueno
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