martes, 14 de noviembre de 2017

Unamuno, ética San Manuel Bueno Martir

Unamuno

 José Antonio Espejo Zamora
1.-Datos biográficos.

Miguel de Unamuno nació en Bilbao, el 29 de septiembre de 1864, hijo de una familia burguesa y católica.  Queda huérfano de padre a los seis años y el recuerdo que de éste guarda es el de una conversación en misteriosa lengua con otra persona. Hablaban en francés: “¡Luego los hombres pueden entenderse de otro modo que como nos entendemos nosotros!” Después sobrevienen las primeras estampas escolares: el maestro, un viejecillo que olía a incienso y alcanfor, cubierto por una gorra de borla, vestido de levitón y repartiendo cañazos que era una bendición sobre las manos infantiles. Con él aprendió a leer y escribir, reglas de urbanidad y religión. Allí se reveló su imaginación reuniendo alrededor suyo, en las tardes lluviosas, a todos los compañeros para contarles cuentos, porque era el novelero del colegio. Las lecturas de novelas aventureras -Verne, Mayne Reid- con otros mundos: mundos hiperbóreos. Y las lecturas morales y educativas: El amigo de los niños, el Juanito y un librillo singular: El protestantismo comparado con el catolicismo.
Primero La Verdad que la Paz

         Sobreviene después la primera experiencia de la muerte: el camarada que todos hemos enterrado en un extraño día infantil. La primera comunión, la primera función de teatro. Los primeros contactos directos con niñas. En suma, todo el material común, mostrenco de vivencias que se adquirían dentro de cierto tipo de formas culturales tal como las dadas en la España de la Restauración: católica, conservadora, de vida familiar rígida, entro de una comunidad sometida a la rutina de la indiscutida tradición.
Salamanca

         Y de pronto, la experiencia cósmica que deja una huella imborrable; experiencia por la que no todos atraviesan y cuyo trauma decide en buena parte, posteriores actitudes vitales: una guerra, una catástrofe familiar, un trasplante de país a país. El bombardeo de la villa de Bilbao por los carlistas -dice Unamuno- marca el fin de su edad antigua y el principio de su edad media. De antes apenas si recuerda sino reminiscencias fragmentarias; después de él vive el hilo de mi historia. La guerra significa la subversión del orden rutinario; el apretamiento de los lazos familiares promovido por la ansiedad y el común peligro la exaltación de los instintos destructivos y antisociales hasta entonces refrenados por la convivencia. De este periodo tan rico en experiencias, Unamuno obtiene más tarde material para su novela Paz en la guerra.

Después sobrevienen la adolescencia y los estudios secundarios que Unamuno efectúa en el Instituto bilbaíno a partir de los once años, ya en las postrimerías de la guerra carlista. Y con el instituto libros extraños sobre temas extraños: latín, ciencias naturales, historia. Nunca pudo alcanzar a los primeros de clase y entonces comenzó a formarse la convicción de que los muchos que se aplican a todo para nada sirve. Ilusiones y desilusiones al ir descubriendo la rutina del, en apariencia, maravilloso saber. Al mismo tiempo, crisis biológica y psicológica: inteligencia ardiente y debilidad del cuerpo. Comienza a partir de este momento, por prescripción médica, un contacto prolongado con el campo y con la aldea. Lecturas románticas a compás de tales expediciones: novelas de Trueba, poesías de Zorrilla, declamación en soledad y, sobre todo, la aparición del primer poema propio. Aparece en él un amor desorbitado por las lecturas. A través de Balmes y de Donoso Cortés descubrió a Descartes, a Kant, a Hegel… Balmes viene a ser la estrecha puerta abierta al mundo. Discusiones con los amigos acerca del primer principio y el fin último de las cosas y propósito firme de crear el propio sistema de pensamiento.
Paraguas de Miguel de Unamuno
        
         A la vez, las primeras graves experiencias religiosas durante su período de congregante en la cofradía juvenil de San Luis Gonzaga. Ambas creo que condicionan desde lejos dos líneas sin solución de continuidad en su vida: la polémica civil y la polémica religiosa.

         En 1880 finalizan sus estudios secundarios y el joven Unamuno se traslada a Madrid para ingresar en la Universidad. Cuatros años permaneció estudiando, visitando la Biblioteca Nacional, concurriendo a las conferencias del Ateneo, preocupándose por las doctrinas Krausistas, entonces en período de fértil discusión. Escasa fue la influencia universitaria sobre él. Profesores ramplones, textos hueros, estudiantes despreocupados. He aquí el testimonio de un coetáneo que puede servirnos de panorámica: “Yo recuerdo al profesor, todo benevolencia que nunca pasaba lista, que no suspendía a nadie. Él fue quien nos inició en el más descorazonador aspecto de la vida nacional; tener que esperarlo todo por gracia y nada por justicia. Y del que sólo atendía a la recomendación, o al apellido ilustre que excusaba la recomendación. Y del que sólo asistía a su cátedra para salir del paso. Y el pedante que alardeaba de elocuencia y de liberalismo con párrafos de Castelar y latiguillos de mal cómico. Y el buen presbítero, latinista a la antigua, que decía “ojeto”, “leción”. Y al chocarrero que todos los años, en los mismos días, contaba los mismos chascarrillos. Y al salir a la calle, volver a casa sin una sola idea, sin una sola emoción. Ni los respetábamos ni los queríamos. ¿Qué podían enseñarnos? El libro leído a escondidas, el teatro, la calle, eran los mejores maestros. Esta ausencia de inteligencia oficial se compensaba en lo posible con el contacto directo, de tertulia y grupo, con otras figuras intelectuales y políticas. Así conoció el joven Unamuno a Galdós, Castelar, Giner de los Ríos, Valera, Pi y Margall, Clarín. Cuatro años oscuros, inquietos, difíciles de seguir biográficamente. Crisis de valores, fundamentalmente religiosos, ya de regreso a Bilbao, donde ha de permanecer todavía siete, otros lánguidos años de inquietos relámpagos interiores.
        
         Después de este tiempo en Madrid se traslada a Bilbao donde se dedica a estudiar durante seis años para sacar las oposiciones. Oposiciones variadas a cátedras de psicología, ética, lógica, latín y griego. Fracasos debidos a su natural inquieto; su afán por imponer a tribunales conservadores y escolásticos ideas de cuño propio. Y junto al estudio forzado, ejercicios literarios de corto vuelo: artículos periodísticos publicados en el diario bilbaíno El Nervión y recogidos más tarde en el volumen De mi país. Unamuno les denomina opera minora y se refiere a ellos como materiales para escritos de mayor alcance y fuste. Casi todos sobre motivos costumbrista, aderezados con reflexiones sociológicas y literarias. Otra ocupación durante este período es la enseñanza privada. Todo ello le obligó a una intensa tarea de lecturas y digestión de textos. Episodio importante durante estos años fue su primera gran crisis religiosa, de la que se conservan huellas, sobre todo en el epistolario a Clarín. Unamuno profesaba hasta su estancia en Madrid una fe católica en apariencia incuestionable; fe formal y de “carbonero” como más tarde la denominaría. En Madrid, por vez primera cuestiona esta fe, a fuerza de quererla racionalizar. He aquí un texto revelador:
        
“Llega a Madrid un muchacho llevando en su alma una honda educación religiosa y sentimientos de delicada religiosidad; bajo esa capa protectora que les aísla de cierto ambiente, se robustecen sus sentimientos morales de profunda seriedad de la vida, y llega un día en que, no necesitando de la cubierta y resultando pequeña ésta, la rompen. En puro querer racionalizar su fe, la pierde; como lleva a Dios en la médula del alma, no necesita creer en Él, es acto reflejo; todo ello ha sido labor interna; hondamente religioso y no necesita ser creyente. Pero va al mundo, y choca con uno y con otro, tiene que luchar y lucha y sus energías y sentimientos morales van desfalleciendo, y siente cansancio y que el mundo le devora el alma”[1].

         Estas crisis de fe no eran simples episodios dentro del proceso general de maduración intelectual. Significaban algo más grave y determinante: la ruptura total con un pasado, no ya personal sino familiar y comunal que le amarraba a la vieja España; el punto de partida de un proyecto de vida ulterior cuyo final habría de ser nada menos que una filosofía: la filosofía de la inmortalidad; ocupación para toda una vida.
        
         Tras contraer matrimonio en 1891 con Concepción Lizárraga -su Concha-, primer y único amor; gana las oposiciones en el 92 y consigue la cátedra de griego en la Universidad de Salamanca, en competencia, entre otros, con Ganivet.

         Salamanca perfora gradualmente su resistencia de hombre periférico y problematiza en él a Castilla, y con Castilla a España como existir histórico con toda la preocupación historicista a través de su concepción de la “Casta histórica” y la intrahistórica. Bajo esta rúbrica historicista están pensados la mayoría de sus ensayos y asimismo su Vida de Don quijote y Sancho. En coordenada aparece su problemática filosófica, sobre todo a partir de 1900, con sus Tres ensayos, entrada al mundo de la radical intimidad. Una y otra preocupación se resuelven a la vez en poesía.

Unamuno fue, deliberadamente un mal profesor. No le interesaba enseñar sino ensañarse con el prójimo; excitarlo, despellejarlo a tirones de paradoja. El estudiante es mal cuerpo para tales experiencias. Pocas veces aparecen sus discípulos como protagonistas de sus Ensayos, y sí, por el contrario, lo son sus corresponsales anónimos y lejanos; amigos asentados en el “Sahara madrileño”; inclusive su “otro” yo, fiel a su creencia de que el monólogo es más bien un monodiálogo. Rodeando esta inquietud quieta, un mundo de lecturas heterogéneas cuya pista es de seguir porque Unamuno leía, no para desglosar el pensamiento ajeno sino para entrar en la vida del hombre que piensa y hacerse una con ella, perdiendo respecto a la propiedad intelectual y aprovechándola como bien mostenco.

Poco a poco, Unamuno se va introduciendo en política al analizar la situación española. Combatió duramente a la monarquía como sistema de gobierno, aunque más que contra una monarquía luchó contra un monarca, Alfonso XIII. Desde 1914 hasta 1923, nuestro escritor denuesta al rey, se declara republicano, deja de serlo, se alza finalmente contra la dictadura de Primo de Rivera y es, destituido y desterrado a la isla de Fuerteventura. Toda esta peripecia, sin embargo, marcha a contrapelo de su intimidad intelectual como lo revela el hecho de que su obra literaria no es afectada por ella ni emparenta con sus lances episódicos. Durante estos años, publica sus mejores novelas. Abel Sánchez, La tía Tula, cargadas de problemática humana universal e intemporal, y el Cristo de Velázquez, breviario de mística cristiana; pero ningún ensayo de tema político-social.
        
         La experiencia de Fuerteventura tiene valor porque al arrancar a Unamuno de España y convertirle en desterrado, desencarna violentamente su razón de ser, obligándole a enfrentarse con esa tremenda realidad que significa para todo intelectual separarse de su patria. Una vez más, en Unamuno, toma cuerpo para desenmascararse la radical falsedad promulgada por el Renacimiento de que para el docto varón no hay otra patria que la por él llevada consigo. Cuando Unamuno grita desesperado desde la frontera francesa a través de su Romancero del destierro; tras ese laberinto de sonetos, acompañado de escolios en prosa que es Desde Fuerteventura a París, o por medio de su monstruo ensayístico titulado Cómo se hace una novela, grita por su razón de ser y no por la episódica española, mucho menos importante de lo que aparenta.
        
         Por aquellos años, Unamuno se había llamado a sí mismo “cartujo laico, ermitaño civil y agnóstico, acaso desesperado de esta vieja España”[2],  y convertido en el buzo de sus profundidades vitales, sólo se interesaba por descubrir esa extraña y problemática entidad que es el hombre, a la vez que se salvarle de las fronteras de la temporalidad.

         Y así entramos en los últimos años de su vida, ya de regreso a España, en 1930. Omitimos episodios anecdóticos para acercarnos a lo característico. Ya no regresaba el profesor provinciano que desde Salamanca levantaba periódicamente túrdigas en el cuerpo nacional; profesor reputado de atrabiliario y difícil entre los grupos intelectuales madrileños. Regresaba el español representativo y como tal arquetipo fue recibido. Es curioso apreciar, sin embargo, que Unamuno, maestro, no había logrado ningún discípulo. Habían cambiado los tiempos. España entraba en un periodo de prueba. Habíase cambiado un régimen político, el monárquico, por otro, el republicano; pero no se habían modificado las íntimas estructuras de la vida española. Para Unamuno, fiel a su idea de que la fundamentación existencial de un pueblo se halla en su intrahistoria y no en la episódica histórica, la república sólo significaba una posibilidad de buscar, para todos los españoles, un proyecto de vida común asentado sobre una común rectificación de errores y una común aceptación de existenciales: formas de vida, creencias nuevas, tabla de valores morales, afirmación de la personalidad frente a lo exterior. Los otros le pedían definiciones políticas retóricas de circunstancias. Lo querían “ahora y aquí”, por su peso de propaganda. Y es irónico su destino: entre los años 1932 y 1935 recibe los máximos honores a que un ciudadano puede aspirar: rector vitalicio de la Universidad salamantina, ciudadano de honor de la República, alcalde ad perpetuam de la ciudad de Salamanca, a la vez que se siente más solo que nunca; terriblemente solo entre sus últimas novelas y dramas teatrales, y sobre todo entre su poesía: el Cancionero inédito, San Manuel Bueno mártir, protagonización literaria de su Sentimiento trágico de la vida; su Agonía del cristianismo, escrita en Francia por tiempo  antes, pero traducida entonces al español;  sus dramas teatrales El otro , El hermano Juan, Raquel y La esfinge. Y sobre todo inicia la publicación diaria de una serie de monólogos periodísticos.
        
         Paseaba por las calles de Madrid y después, desde 1934, por las de Salamanca, con los ojos cargados de chispazos de inteligencia e iracundia; completamente solo casi siempre; quizá tratando de hablar con Dios, ya acorralado por la muerte y sin resolver aún el angustiante “negocio” de la inmortalidad de su alma. Hasta una estatua le habían levantado en la Universidad, en este proceso de glorificación, y él, que temía lo petrificante, lo inmóvil, rehuía pasar por delante de su mortaja de piedra para no verse muerto en vida. Así le encontró el estallido de la guerra civil y así, en un rapto de vehemencia, como quien busca desesperadamente una salida, aceptó la rebelión militar del general Franco. Dos meses más tarde comprendía su engaño y se revolvía iracundo contra ella. La episódica de su rebelión y de su muerte es bastante conocida. El acto solemne en el Paraninfo de la Universidad; su diatriba contra aquellos que habían venido a sembrar a España de sal y espadas; la reacción oficial desposeyéndole de cátedra y honores; el encierro en su hogar; la postrer llamarada rebelde que trata de salir de España, camino de Europa y América, por medio de los corresponsales de prensa y súbitamente su tiempo llegando al límite y cerrándose perfecto, redondo, señor de su muerte propia.

Vendrá de noche cuando todo duerma,
vendrá de noche cuando el alma enferma
se emboce en vida,

vendrá de noche con su paso quedo,
vendrá de noche y posará su dedo
sobre la herida.

Vendrá de noche, sí, vendrá de noche,
su negro sello servirá de broche
que cierre el alma;

vendrá de noche sin hacer ruido,
se apagará a lo lejos el ladrido,
vendrá la calma…
vendrá la noche…

Unamuno murió el 31 de diciembre de 1936, al crepúsculo, un día invernal y aterido. Su voz se volvió de espaldas a los hombres para comenzar su diálogo con Dios.[3]
Anotaciones de don Miguel de  Unamuno Universidad de Salamanca ante Millán Astray y ante la señora del General Franco,  Guerra Civil.

2.-El pensamiento de D. Miguel de Unamuno.

2.1.-Influencias en el pensamiento de Unamuno.

         Unamuno, durante toda su vida, fue continuo objeto de polémica tanto en los ambientes políticos como en los literarios, intelectuales y filosóficos. A la hora de esclarecer cuál fue su pensamiento y cuáles las influencias recibidas, hay diversidad de opiniones. Con respecto a los juicios que sobre él se han vertido, podemos agruparlos en tres direcciones:

a) Un primer grupo considera el pensamiento de Unamuno un sistema de contradicciones; como un ciego e incompresible voluntarismo y a él como a un abanderado de la locura contra las medidas lógicas y razonables, con un método totalmente irracionalista que lo hace peligroso e inaceptable.

b) Para otros, su filosofía consiste en un pragmatismo vitalista, o en un vitalismo deísta y sus valoraciones van desde una consideración genuinamente metafísica hasta la de un fenomenismo existencial, estructruralmente pragmático.

c) Un tercer grupo, en fin, intenta resaltar la originalidad peculiar de Unamuno considerando que no es ni enemigo de la razón ni irracionalista, sino que tiene un pensamiento comprometido que opera por vías propias del conocimiento, diferentes a las utilizadas por el conocimiento lógico abaratando con ello, de un modo extrafilosófico, el problema mismo de la filosofía.


         Semejante diversidad de criterios, respecto a la crítica se encuentran a la hora de establecer las posibles influencias que pueden encontrarse de otros filosóficos en el pensamiento de Unamuno. Así, por ejemplo, mientras que, para unos, Kierkegaard apenas sí influye porque Unamuno lo leyó cuando su pensamiento ya estaba formado, para otros, este mismo autor sedujo a Unamuno completamente.

         En Unamuno se han visto influencias literarias de Ibsen, Étienne Pivert de Senancour con su Obermann, de Carducci, Leopardi, Antero de Quental, Carlyle. Así mismo, se han señalado los influjos respecto al pensamiento de la psicología experimental y de la psico-fisiología de Wundt, Brain y de James, así como del empirismo romántico de Spencer. Los críticos se dividen respecto a la influencia de Hegel, pero encuentra una mayor afinidad a la hora de establecer los influjos de los llamados filósofos antimetafísicos y voluntaristas, especialmente Schopenhauer, Nietzsche, pero no respecto a Bergson, el cual sólo pudo confirmarle en su oposición entre la intuición y la inteligencia como medio del conocimiento y la incapacidad de ésta última para comprender la vida. Hay unanimidad, sin embargo, en todos los comentadores, en admitir el influjo decisivo de Kant, sobre todo de la idea de éste acerca de la complementariedad dialéctica de la forma en que conciencia y materia que se opone, así como del carácter relacional y formal de la razón.

         Es posible que, de alguna u otra forma, aparezcan todos estos influjos en Unamuno. Ello confirmaría por un lado la amplitud de las lecturas y, por otro, la idea unamuniana de que en cada generación se recibe y actúa el espíritu de las antecedentes, así como la interdependencia de las contemporáneas. Más interesante nos parece descubrir cómo Unamuno unifica con su personalidad propia los temas planteados por los mencionados filósofos que no son otros que el de la razón, el sentimiento y la fe dándoles una sistematización peculiar y original de acuerdo con su propia experiencia.[4]

2.2.-Desarrollo del pensamiento unamuniano.

         La vida y el pensamiento de Unamuno, íntimamente enlazados con las circunstancias españolas y con la gran lucha sostenida desde fines de siglo pasado entre los europeizantes y los hispanizantes, lucha resuelta por Unamuno con su tesis de la hispanización de Europa, pueden comprenderse en función de las intuiciones centrales de su filosofía consistente en una meditación sobre tres temas fundamentales: la doctrina del hombre de carne y hueso, la doctrina de la inmortalidad y la doctrina del Verbo. La primera, que es acaso su problema capital y el fundamento de todo su pensamiento, es expuesta por Unamuno al hilo de una polémica contra el hombre abstracto, contra el hombre tal como ha sido concebido por los filósofos en la medida en que hacían filosofía en vez de vivirla. El hombre, que es objeto y sujeto de la filosofía, no puede ser, según Unamuno, ningún ser pensante; por el contrario, siguiendo una tradición que se remonta a San Pablo y que cuenta entre sus mantenedores a Tertuliano, San Agustín, Pascal, Rousseau y Kierkegaard, Unamuno concibe el hombre como un ser de carne y hueso, como una realidad verdaderamente existente, como “un principio de unidad y un principio de continuidad”. La proximidad de Unamuno al existencialismo, subraya ya en diversas ocasiones, no impide ciertamente que su intuición y sentimiento del hombre sea, en el fondo, de una radicalidad mucho mayor que la expresada en cualquier filosofía existencial. En su lucha contra la filosofía profesional y contra el imperio de la lógica, en su decidida tendencia a lo concreto humano representado por el individuo y no por una vaga e inexistente humanidad, Unamuno hace de la doctrina del hombre de carne y hueso el fundamento de una oposición al cientificismo racionalista, insuficiente para llenar, también imponen, para confirmar o refutar lo que constituye el verdadero ser de este individuo real y actual proclamado en su filosofía. El hombre de supervivencia y el afán de inmortalidad. Toda demostración conducente a demostrar o a refutar estos sentimientos radicales es para Unamuno la expresión de una actitud asumida por los que sólo tienen razón, por los que ven en el hombre un ente de razón y no un haz de contradicciones. Haz de contradicciones que se revela sobre todo cuando se advierte que el hombre no puede vivir tampoco sin la razón, la cual ejerce represalias y coloca al hombre en una inseguridad que es, a la vez, el fundamento mismo de su vida. Pues si Unamuno ha combatido sobre todo al cientificismo y al racionalismo, ha sido porque ellos adquirían en cierto momento un aire de ilegítimo triunfo, un peso que hubiera en fin de cuentas aplastado al hombre. El cientificismo y el racionalismo son uno de los caminos que conducen al suicidio, la actitud adoptada por quienes en su afán de teología, esto es, de abogacía o en su invencible odio antiteológico, no advierten en la contradicción el verdadero modo de pensar y de sentir del hombre existencia. El fundamente de la creencia en la inmortalidad no se encuentra en ninguna construcción silogística ni inducción científica: se encuentra simplemente en la esperanza. Pero la inmortalidad no consiste a su vez, para Unamuno en una pálida y desteñida supervivencia de las almas. Vinculándose a la concepción católica, que anuncia la resurrección de los cuerpos, Unamuno espera y proclama la inmortalidad de cuerpo y alma y precisamente del propio cuerpo, del que se conoce y surge en la vida cotidiana. No se trata, por lo tanto, de una justificación ética del paso del hombre sobre la tierra, sino simplemente de la esperanza de que la muerte no sea la definitiva aniquilación del cuerpo y del alma de cada cual. Esta esperanza, velada en la mayor parte de las concepciones filosóficas por nebulosas místicas y por sutiles sistemas, es rastreada por Unamuno en los numerosos ejemplos de la sed de inmortalidad, desde los mitos y las teorías del eterno retorno hasta el afán de gloria y, en última instancia, hasta la voz constante de una duda que se insinúa en el corazón del hombre cuando éste aparta como molesta la idea de una sobrevivencia. Demostración o refutación, confirmación o negación son sólo, por consiguiente, dos formas únicas de racionalismo suicida, a las cuales es ajena la esperanza, pues ésta representa simultáneamente, como Unamuno ha subrayado explícitamente, una duda y una convección.

         A los temas de la doctrina del hombre de carne y hueso y de la esperanza en la inmortalidad, con los cuales va implicada su idea de la agonía o lucha del cristianismo, agrega Unamuno su doctrina del Verbo, considerado como sangre del espíritu de toda sabiduría. Unamuno niega la tesis goethiana que hace de la acción el principio de todo ser para llegar a la confirmación, sustentada ya en el comienzo del Evangelio de San Juan, según la cual el principio es el Verbo. Pero el abstracto o sin contenido; el Verbo es más bien para él la cualidad concreta y presente del gesto y del lenguaje humanos. De este Verbo, de esta visión de lo que las cosas son en la inmediata presencia de su perfil, deriva para Unamuno el fundamento y el término de toda filosofía. La filosofía definida por Unamuno como el desarrollo de una lengua queda, pues, relativizada, pero a la vez adquiere un carácter concreto absoluto. La identificación de la filosofía con la filosofía no es la identificación del pensamiento lógico con la estructura gramatical; es el hecho de que el Verbo, como carne y hueso, sea el instrumento y contenido de su propio pensamiento. Por eso Unamuno ve la filosofía española no en los textos de los escolásticos, sino en las obras de los místicos, en las grandes figuras de la literatura. La esencia del pensamiento español, y también, naturalmente, la esencia de su vida, es así, como la del senequismo. El problema de la verdad, problema fundamental de toda filosofía, es resuelto, pues, por Unamuno, al hombre concreto con su expresión verbal, mediante la concepción que ve en lo que el hombre dice al expresarse la revelación de su verdad.

2.3.-Aspectos éticos en el pensamiento de Unamuno.

Miguel de Unamuno no fue un metafísico. Ha concebido un nuevo tipo de hombre, con una ética muy distinta, no solamente de la cristiana, sino aun de la profesada por los ciudadanos normales; ha proclamado su doctrina en todas sus formas y en todos los tonos de que era capaz, y ha aceptado las consecuencias de aislamiento, por una parte, y celebridad, por otra, propias de los que se consagran a reprender y exhortar a sus semejantes.

Para Unamuno, la ética no parte de ideas a priori; no se concentra como en un axioma del que partir, sino que el obrar ético es tan plural como la pasión del hombre; lo vital, la corriente de la vida está puesto como primer término en el obrar y en el pensar; en la corriente de la vida nos descubrimos obrando y buscamos con el pensamiento su explicación, su justificación:

“Pensamos para vivir, he dicho; pero acaso fuera más acertado decir que pensamos porque vivimos, y que la forma de nuestro pensamiento responde a la de nuestra vida. Una vez más tengo que repetir que nuestras doctrinas éticas y filosóficas en general no suelen ser sino la justificación a posteriori de nuestra conducta, de nuestros actos.
Nuestras doctrinas suelen ser el medio que buscamos para explicar y justificar a los demás y a nosotros mismos nuestro propio modo de obrar. Y nótese que no sólo a los demás, sino a nosotros mismos.
El hombre que no sabe en rigor por qué hace lo que hace y no otra cosa, siente la necesidad de darse cuenta de su razón de obrar, y la forja. Los que creemos móviles de nuestra conducta no suelen ser sino pretextos. La misma razón que uno cree que le impulsa a cuidarse para prolongar su vida es la que en la creencia de otro le lleva a éste a pegarse un tiro”.[5]

No quiere negar Unamuno todo influjo de causalidad de las ideas en la conducta, pero este problema es para él secundario y sólo quiere dejar establecido que la incertidumbre, la duda, el perpetuo combate con el misterio de nuestro final destino, la desesperación mental y la falta de sólido y estable fundamente dogmático pueden ser base de moral. Precisamente como acabamos de afirmar, en la moral unamuniana no es la primero un principio de acción verdadero y lo segundo obrar, sino lo primero obrar y lo segundo hacer verdadero nuestro obrar, probar su verdad.

“El que basa o cree basar su conducta interna o externa, de sentimiento o de acción en un dogma o principio teórico que estima incontrovertible, corre riesgo de hacerse un fanático, y, además, el día en que se le quebrante o afloje ese dogma, su moral se relaja. Si la tierra que cree firme, vacila, él ante el terremoto tiembla, porque no todos somos el estoico ideal a quien le hieren impávido las ruinas del orbe hecho pedazos. Afortunadamente, le salvará lo que hay debajo de sus ideas. Pues al que os diga que si no estafa o pone cuernos a su más íntimo amigo es porque teme al infierno, podéis asegurar que, si dejase de creer en éste, tampoco lo haría, inventado entonces otra explicación cualquiera”.[6]

Aún sigue Unamuno repitiendo de varias otras formas esta misma idea, lanzando apotegmas en los que quiere concentrar de una manera categórica su doctrina, como aquel de que no es la fe la que hace al mártir, sino el mártir a la fe.

         No hay más finalidad que una para Unamuno: la de dar finalidad humana y personal al Universo. De ahí que la ética caiga dentro de ese común destino cósmico de todas las cosas:

“¿Cuál es nuestra verdad cordial y antirracional? La inmortalidad del alma humana, la de la persistencia sin término alguno de nuestra conciencia, la de la finalidad humana del Universo. ¿Y cuál su prueba moral? Podemos formularla así: obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir. O tal vez así: obra como si hubieres de morirte mañana, pero para sobrevivir y eternizarte, el fin de la moral es dar finalidad humana, personal, al Universo; descubrir la que tenga -si es que la tiene- y descubrirla obrando”.[7]

Con esta formulación de sabor Kantiano, indica Miguel de Unamuno uno de los caracteres más típicos de su ética. Es la tendencia a la afirmación positiva y a la agresividad. Por ello se diferencia lo mismo de la ética cristiana que de la Kantiana.

         La ética cristiana posee el fundamento más sólido, pero los medios son insuficientes, al pensar de Unamuno:

“Hay que confesar que no hay, en rigor, fundamente más sólida para la moralidad que el fundamento de la moral católica. El fin del hombre es la felicidad eterna, que consiste en la visión de Dios por los siglos de los siglos. Ahora, en lo que narra es en la busca de los medios conducentes a su fin; porque hace depender la consecución de la felicidad eterna de que se crea o no que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y no sólo de Aquél, o de que Jesús fue Dios y todo lo de la unión hipostática, resulta, a poco que se piense en ello, una monstruosidad”.[8]

Lo mismo que la ética cristiana, le deja insatisfecho la ética Kantiana por superficial, por demasiado prudente y sobria en las afirmaciones relativa al último fin de la moralidad de nuestras acciones. No es el deber el móvil, sino la inmortalidad:

“Consideraciones éstas que habrán de parecer de una ridícula vulgaridad y superficialidad de diletante a los pedantes ésos: (el mundo intelectual se divide en dos clases: diletantes, de un lado, y pedantes, de otro.) ¡Qué le hemos de hacer! El hombre moderno es el que se resigna a la verdad y a ignora el conjunto de la cultura; y si no, véase lo que al respecto dice Windelband en su estudio sobre el sino de Hölderlin (Präludien I) Si esos hombres culturales se resignan, pero quedamos unos cuantos pobrecitos salvajes que no nos podemos resignar. No nos resignamos a la idea de tener que desaparecer un día, y la crítica del Gran Pedante no nos consuela”.[9]

Contra todas estas maneras de concebir la ética, Unamuno presenta la suya, la que pudiera llamarse moral de la ofensiva. Todo viene a reducirse a salir al paso de todos nuestros enemigos interiores y exteriores y lograr por encima de todo nuestro objetivo; hacer que, si la aniquilación se nos está reservada, sea una injusticia. Hay que pelear quijotescamente contra el destino, aun sin esperanza de victoria:

“Y no sólo se pelea contra él anhelando lo irracional, sino obrando de modo que nos hagamos insustituibles, acuñando en los demás nuestra marca y cifra, obrando sobre nuestros prójimos para dominarlos; dándonos a ellos para eternizarnos en lo posible.
Ha de ser nuestro mayor esfuerzo el de hacernos insustituibles, el de hacer una verdad práctica del hecho teórico…cada hombre es, en efecto, único e insustituible; otro yo no puede darse; cada uno de nosotros -nuestra alma, no nuestra vida- vale por el Universo todo”.[10]

En vez de una ética de la sumisión, del quietismo cartujo-monástico, la ética de la imposición y del trabajo, la del dominico inquisidor. No es renunciar a esta ida para ganar la otra, sino buscar nuestra dicha a través de la vida. No renunciar al mundo para dominarlo, sino dominar al mundo para poder renunciar a él:
“De donde la moral invasora, dominadora y agresiva, inquisidora, si queréis. Porque la caridad verdadera es invasor, y consiste en meter mi espíritu en los demás espíritus, en darles mi dolor como pábulo y consuelo a sus dolores, en despertar con mi inquietud sus inquietudes, en aguzar su hambre de Dios con mi hambre de Él. La caridad no es brezar y adormecer a nuestros hermanos en la inercia y modorra de la materia, sino despertarles en la zozobra y el tormento del espíritu”.[11]


3.-San Manuel Bueno, mártir

El uno de junio de 1930 visita Unamuno en compañía de unos amigos el lago de San Martín de Castañeda, en Sanabria, provincia de Zamora. La leyenda del pueblo sumergido bajo las aguas del lago le atrae poderosamente y allí concibe esa pequeña obra maestra de la literatura que se llama San Manuel Bueno, mártir.  

         Es una novela en la que el autor pone lo más íntimo y dolorido de su alma, como dijera, por carta, a su traductora al francés, Mme. Emma Henri Clouard y, en efecto, en San Manuel Bueno, mártir, se encuentran muchos rasgos autobiográficos.

         Fue terminada de escribir en noviembre de 1930 y es el relato de la vida y obra del cura de Valverde de Lucerna, de la diócesis de Renada -nombres todos ellos imaginarios-, hecho por un testigo excepcional de su vida, Angela Carballino. La acción apostólica de este santo varón, su desvelo por sus feligreses y su bondad heroica para con todos es narrado detalladamente en el informe que aquélla envía al obispo para iniciar el proceso de beatificación de don Manuel.

         Tenido por santo entre sus convecinos, don Manuel tenía, sin embargo, un secreto. Cuando en la Misa se rezaba el Credo, “al llegar a lo de creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable, la voz de don Manuel se zambullía, como en un lago, y era que él se callaba”.[12]

         En sus frecuentes conversaciones con el sacerdote, Ángela se da cuenta de que en su vida hay un misterio que le hace sufrir interiormente. Varias veces intenta desentrañarlo indirectamente hasta que un día, en plena confesión, le pregunta a bocajarro:

“¿Cree usted en la otra vida?, ¿Cree usted que al morir no nos morimos del todo?, ¿Cree que volveremos a vernos, a querernos en otro mundo venidero?, ¿Cree en la otra vida?
                   El pobre santo sollozaba.
                   -¡Mira, hija, dejemos eso!”.[13]

         De repente, Ángela Carballino ha descubierto el drama íntimo de la vida de don Manuel. Predicando todos los días el consuelo del cielo, él no es capaz de llegar a creer en ello. Bajo sus palabras, llenas de unción religiosa, está un espíritu que no pude creer aquello que trasmite a los demás.
        
         Tiempo atrás había llegado a la aldea Lázaro Carballino, el hermano de Angela, joven mundano y descreído, quien, atraído por la fama de don Manuel, había sentido curiosidad por conocerlo y hablarle. Desde los primeros momentos había nacido entre aquellos dos hombres una sincera amistad, que se fue trasformando con el paso del tiempo en asidua colaboración. Conocedor del secreto de don Manuel, Lázaro había comprendido los motivos del fingimiento y había queda prendado de la importancia de la obra que, en favor del pueblo, estaba haciendo el sacerdote.

         En sus frecuentes conversaciones, don Manuel le iba contando sus experiencias más íntimas. Un día, paseando al borde del lago le confesó:

“Mira, Lázaro, he asistido a bien morir a pobres aldeanos, ignorantes, analfabetos, que apenas si habían salido de la aldea, y he podido saber de sus labios, y cuando no adivinarlo, la verdadera causa de su enfermedad de muerte, y he podido mirar, allí, a la cabecera de su lecho de muerte, toda la negrura de la sima del tedio de vivir. ¡Mil veces peor que el hambre!”.[14]

         La experiencia de quien ha visto morir a tantas personas le ha convencido de lo absurdo de una vida condenada a la muerte. Los pobres aldeanos, en el trance decisivo, se niegan a aceptar que la muerte trunque sus vidas y tengan que desaparecer para siempre. La vida, con la perspectiva de la muerte en su horizonte, se muestra carente de sentido y sume a la persona en un tedio irremisible.

         La nada se nos presenta con su trágica realidad. Vivir unos años, luchar, sufrir, amar, para que, en un momento determinado tengamos que dejar lo que hasta ahora ha constituido nuestra vida y desaparezcamos del mundo, aniquilandose nuestro ser.

         Frente a este sinsentido de la condición humana, todas las otras cuestiones de la vida pierden importancia. La ciencia, el arte, la política, todo eso es secundario frente a la cuestión fundamental de que un día tendremos que dejar de ser. Por eso, si alguien puede dar una respuesta a ese problema, aunque sea ilusoria, está cumpliendo una función cara al pueblo mucho más importante que los que trabajan por él desde otros campos de la actividad humana. Esto es lo que viene a decirle don Manuel a Lázaro en otra de sus conversaciones:

“¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ni ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿Y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio a la vida? Sí, ya se que uno de esos caudillos de la que llaman revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio…Opio…, sí. Démosle opio y que duerma y que sueñe”.[15]

         La mejora de las condiciones de vida del pueblo no solucionará, ni mucho menos, el problema fundamental de la vida humana. Cuanto más a gusto se sientan los hombres en la vida, más les costará tener que dejarla un día y la perspectiva de la muerte se les hará todavía más insoportable. Sin embargo, si le hacemos creer que la vida no termina y que después de la muerte hay una vida eterna, estamos resolviendo al pueblo la cuestión que más le angustia y le estamos dando un motivo de esperanza para vivir. Poco importa que la doctrina no sea verdad, con tal de que ellos no lo descubran. Lo importante es que crean que la vida no se acaba.

         A esta misión se ha consagrado don Manuel, como le confiesa en otra ocasión a Lázaro: “Yo estoy aquí para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no por matarles”.[16] Si les dijese claramente lo que piensa del más allá de la muerte, hará que sus feligreses perdiesen las ganas de vivir y arrastrasen una vida sin ilusión y sin esperanza. Sacrificando su vida por ellos y predicándoles la doctrina de la inmortalidad, logra hacerles felices y proporcionarles una esperanza para el porvenir. Sólo así la muerte es aceptable y la vida llevadera.

         La virtud heroica de don Manuel estriba en que él conoce la verdad y, no obstante, su vida no trasparenta la desesperanza que tal verdad le produce. Si, como dice la Escritura, quien ve a Dios se muere, él, que ha visto la cara a Dios y ha descubierto que nuestro supremo ensueño no pasa de ser una mera ilusión, está muerto por dentro. Y, sin embargo, trata por todos los medios de hacer que los demás vivan y no descubran el engaño.

         El último consejo que don Manuel da a Lázaro Carballino, que va a ser su sucesor en la misión que él se ha propuesto cumplir, es que el pueblo no descubra de ningún modo la verdad, para que, mientras viva, no llegue a conocer el secreto del supremo ensueño que es Dios.

3.1.-Personajes, lugares, símbolos.

a) Don Manuel: El protagonista, tiene 37 años, es alto, erguido, la voz y la mirada profunda como el lago. Las mujeres particularmente lo idolatran. No tiene vocación de contemplativo, se hace sacerdote con la idea de ayudar a una hermana viuda. El ministerio sacerdotal de don Manuel se desarrolla en un continuo activismo, “¡hacer..hacer…!” es su lema. Trabaja como campesino en la trilla, era carpintero, maestro, músico. Tiene una gran fuerza de voluntad a pesar de dejar ver elementos que nos recuerdan no sólo el sufrimiento personal sino también rasgos de un sentimental: suspiros, sollozos, ojos arrasados de lágrimas, confidencias infantiles.

b) Lázaro Carballino: soltero, ateo, pudiente, que vive con su hermana. Aliado de don Manuel cuando este le descubre que en el fondo no cree. Ambos tienen en común la falta de fe, cierto amor por el pueblo y el activismo.

c) Ángela Carballino: Vive con Lázaro. Está consagrada a su ascético confesor para confortarlo y consolarlo.

d) Colegiala (sin nombre): compañera y confidente de Ángela, admiradora de Manuel.

e) Blasillo el Bobo: que es como el eco de la desesperación de don Manuel, “Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has abandonado?”

f)  El pueblo: ignorante según don Manuel, que vive sustentando toda su vida sus acciones en la fe en el Cristo muerto y resucitado con la esperanza en la vida eterna.

g) El lago de Lucerna: que, como el párroco, es un espejo que refleja la imagen de un cielo que no existe y recuerda una misteriosa ciudad sumergida en él. También símbolo de tiempo y de eternidad.

h) Nogal matriarcal: Símbolo de la fe maternal desaparecida. Dio frutos cuando vivo, dará luz y calor cuando muerto. Manuel se identifica con ese árbol, por eso quiere que su ataúd sea hecho con las tablas que él talló de su tronco. Símbolo de su vida total: temporal y eterna.

i)   La Villa de Valverde de Lucerna: lugar donde acontece la cotidianidad, lo concreto, y que simboliza y recuerda un monasterio donde la vida adquiere sentido para todos; para unos, en su quehacer diario, refiriendo su vida a lo trascendente; para otros como don Manuel y Lázaro sirviendo al pueblo, permitiéndole y ayudándole a vivir desde sus creencias dadoras de sentido, adquiriendo sentido la vida para estos dos en la realización dramática de este servicio al pueblo.

3.2-Aspectos éticos en la novela

Fray Luis de León, Salamanca

         La vida se resuelve en las acciones, y las acciones nos desvelan. Quedamos en éstas descubiertos, revelándose tanto el sentido de la vida, como nuestra concepción del ser humano.

         La acción, el hacer, aparece en la novela como una huida, como lo único capaz de dar sentido:

“Su vida era activa y no contemplativa, huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer…ha lo hecho pecho, y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento sin enmienda. ¡Hacer!, ¡Hacer! Bien comprendí yo ya desde entonces que Don Manuel huía de pensar ocioso y a solas, que algún pensamiento le perseguía. Así es que estaba siempre ocupado, y no pocas veces en inventar ocupaciones”.[17]

                  
         Huir, ¿de qué? Y hacia dónde. Don Manuel se encuentra con que,necesita de Dios, como dador de sentido para su vida y para la vida del pueblo. Reconoce que Dios es realmente el que justifica y da sentido, orienta el hacer humano, sobre todo si tras la muerte aparece la justicia, en la resurrección:

“…hacerles que se sientan inmortales…Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido…Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir”.[18]

         Huye al comprobar en él su desconocimiento certero acerca de la existencia de Dios. Huye hacia la vida, hacia las obras. Las obras de Don Manuel, son ciertamente acciones orientadas por lo que podríamos llamar una moral cristiana, fruto de una concepción antropológica cristiana y así se lo hace ver al pueblo y así insta a éste a actuar:

¡Y cómo quería a los suyos! Su vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos indómitos o reducir los padres a sus hijos, y, sobre todo, consolar a los amargados y atediados y ayudar a todos a bien morir.
Yo le ayudaba cuando podía en sus menesteres, visitaba a sus enfermos, a nuestros enfermos, a las niñas de la escuela, arreglaba el ropero de la iglesia”.[19]
“Sí, hay que creer todo lo que cree y enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana”.[20]

         Cuando para él Dios no es una realidad con la que se pueda contar decide actuar, como ya habíamos dicho en otro apartado, como si efectivamente, la resurrección aconteciese con su justicia, de tal modo que si ésta no fuese una realidad, apareciese la evidencia de la injusticia sufrida por el hombre que vivió según unos principios éticos.

         Los principios éticos para don Manuel no parten de ningún principio metafísico primero, sino que mira al desarrollo de la vida y la mira y considera como un fin en sí misma. Vivir felizmente, con dignidad, él, entregado al pueblo. Y, el pueblo, entregado unos a otros en la construcción de la vida en común, haciendo de la villa un convento, un monasterio. Hacer que el pueblo viva feliz; ése es el fin último de su vida, por lo tanto, aquello a partir de cuyo fin se construye como persona, mostrándose en su vivir:

“Lo primero -decía- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo”.[21]
“Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices”.[22]

         Don Manuel vive para los demás buscando ahí en su obrar su felicidad como fin último. Felicidad que se convierte en drama, en obras frustradas ante la muerte y el olvido de Dios. Este fin último suyo, que modela su obrar y su vida, conlleva la justificación de la mentira en favor del objetivo pretendido:

“¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella. Y ¿Por qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?, le dije. Y él: Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás.
Y él, el pueblo, dije…que viva en su pobreza de sentimientos para que adquiera torturas de lujo. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!”.[23]

         La concepción del hombre que nos revela Unamuno en esta obra nos recuerda, salvando las distancias, a Martin Heidegger, con el tema del “Ser para la muerte”. El hombre destinado a la muerte, el ser humano encerrado entre su nacimiento y su muerte condenado a descubrir en la existencia su destino y su sentido.

         En esta obra del autor español se pone de manifiesto los límites de un discurso filosófico, incapaz de dar el salto de la vida, de la existencia al discurso metafísico. Discurso que puede hacer descubrir el fin último del hombre en conexión con el Dios garante del destino del ser humano. La ética, a mi entender, encontrará y encuentra su fundamento en dicho discurso metafísico. Este discurso evita que el hombre, al igual que don Manuel Bueno, Mártir, tenga que gritar “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”:

“Y cuando en el sermón del Viernes Santo clamaba aquello de: <<¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?>>, pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a Nuestro Señor Jesucristo mismo, como si la voz brotara de aquel viejo crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de madres habían depositado sus congojas. Como que una vez, al oírlo su madre, la de Don Manuel, no pudo contenerse, y desde el suelo del templo, en que se sentaba gritó <<¡Hijo mío!>> Y fue un chaparrón de lágrimas entre todos. Creiase que el grito maternal había brotado de la boca entreabierta de aquella Dolorosa -el corazón traspasado por siente espadas- que había en una de las capillas del templo. Luego Blasillo el tonto iba repitiendo en tono patético por las callejas, y como un eco el <<¡Dios mío, Dios mío! ¡Por qué me has abandonado?>>, y de tal manera que al oírselo se les saltaban a todos las lágrimas, con gran regocijo del bobo por su triunfo imitativo”.[24]   
Coche Salamanca
                   

BIBLIOGRAFÍA

-Unamnuno, Miguel. San Manuel Bueno, mártir. Obras completas, II. Escelicer, Madrid 1966, pp. 1127-1154.

-Unamuno, Miguel. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Obras completas, VII. Escelicer, Madrid 1966.

-Serrano Poncela, Salvador. El pensamiento de Unamuno. Fondo de cultura económica, México 1953.

-Ferrater Mora, José. Unamuno. Bosquejo de una filosofía. Alianza editorial, Madrid 1985.

-Collado, Jesús Antonio. Kierkegaard y Unamuno. Gredos, Madrid 1962.

-González Caminero, Nemesio. Unamuno, I. Comillas, Santander 1948.

-Escudredo Torrres,Esteban. El tema de la nada en la filosofía de Unamuno. Tesis doctoral en Gregoriana, R. 7689. Roma 1982.

-Jiménez  Gómez, Francisco. La gnoseología de Unamuno en el sentimiento trágico de la vida. Ejercitación para la Licencia, Gregoriana, R. 8101. Roma, 1988.

-Luppoli, Santiago. Il Santo, de Fogazzaro y San Manuel Bueno, de Unamuno. Cuadernos de la cátedra de Miguel de Unamuno, Universidad de Salamanca, Salamanca, 1968.

-Marías, Julián. Filosofía española actual. Espasa-Calpe, S.A., Madrid, 1963.



[1] Gónzalez Caminer, Nemesio. Unamuno, trayectoria de su ideología y su crisis religiosa. Comillas, Santander, 1948.
[2] Unamuno, Miguel. Carta a Dª. Elvira Rezzo , escrita en 1919. Revista Sur Nº 108. 1944.
[3] Cfr. Serrano Poncela, Salvador. El pensamiento de Unamuno. Fondo de cultura económica, México 1953.
[4] Jiménez Gómez, Francisco. La gnoseología de Unamuno en el sentimiento trágico de la vida. Ejercitación par la licencia, Gregoriana, R. 8101. Roma, 1988.
[5] Unamuno, Miguel. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, Volumen VII. Escelicer, Madrid 1966, pp. 244.

[6] Unamuno, Miguel. Del sentimiento. Op.Cit., pp.244-245.
[7] Unamuno, Miguel. Del sentimiento. Op.Cit., pp.246.
[8] Unamuno, Miguel. Del sentimiento. Op.Cit., pp. 248-249.
[9] Unamuno, Miguel. Del sentimiento. Op.Cit., pp. 250.
[10] Unamuno, Miguel. Del sentimiento. Op.Cit., pp. 250.
[11] Unamuno, Miguel. Del Sentimiento. Op.Cit., pp. 263.
[12] Unamuno, Miguel. San Manuel Bueno, mártir, Obras completas II. Escelicer, Madrid 1966, pp.1132.
[13] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit. pp.1143.
[14] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit. pp.1144.
[15] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit. pp.1146.
[16] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp.1142.
[17] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp. 1133.
[18] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp.1142.
[19] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op. Cit.,  pp. 1138.
[20] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp. 1137.
[21] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp. 1134.
[22] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp. 1142.
[23] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op,Cit., pp. 1142.
[24] Unamuno, Miguel. San Manuel. Op.Cit., pp. 1132.

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