SEMANA SANTA
(reflexión tomada del libro:
Misericordia Entrañable de Marcelino Legido)
Cuando en una familia los
hijos son ya mayores, es cuando empieza de verdad su historia. Hasta entonces
el padre ha trabajado para ellos. Pero ahora es cuando ellos empiezan a compartir
el camino. Hay algo que les viene dado sin que ellos quieran: su propio ser,
que les hace ser hijos y por ello hermanos. Este hecho es un dato previo, de su
amor que les ha amado de antemano. También por este hecho parece que hay
trazados ya en la tierra unos caminos para llevar adelante la familia y
construir la casa, caminos que el amor del padre de antemano ha trazado. Sin
embargo, todo depende ahora de la respuesta de los hijos.
Cuando
los hijos están abiertos al amor del padre y son hijos de verdad, entonces
están abiertos también al amor de los hermanos, son hermanos de verdad. Pero
hay un grave riesgo en el camino. Los hijos mayores, por ser libres, pueden
decidir su respuesta al amor, que les ha salido al encuentro. Si se cierran al
amor del padre, rompiendo con su misericordia entrañable, desobedeciendo a los
caminos del amor, que su voluntad propone, entonces se cierran también al amor
de los hermanos. Nace en ellos la ambición, pretenden ser más que los otros.
Entre los hermanos se han levantado barreras; cada uno está a lo suyo. Pero las
barreras son, a su vez, trincheras, porque al ir cada uno a sus intereses la
familia se ha roto. Hay un conflicto que causa dolor y que lleva incluso a la
muerte. Cerrados al amor, en el que consistían, empiezan a dejar de ser y
mueren matando.
La
desobediencia y la ambición han nacido en el corazón de los hijos, pero no
quedan dentro de ellos, sino que salen fuera y contagian todo el ambiente
familiar. La familia entera deja de ser comunidad de amor para ser comunidad en
conflicto de intereses encontrados y en lucha a muerte. Pero aún sucede más. La
desobediencia y la ambición de los hijos condiciona el reparto de la casa
común. Se pasa a un reparto del hogar según el dinero y el poder de cada uno.
Se levantan alambradas. Los más poderosos se quedan con la mejor parte y a los
más pequeños se les deja tirados en la calle. Desobediencia y ambición han
contagiado a los muros de la casa derrumbada y construida ahora como campo de
guerra. Pero también es verdad, entonces, que todos los hermanos que vivan en
esta casa destrozada y en esta familia rota se sentirán envueltos desde la
primera hora hasta la última de su camino en una provocación mas fuerte a la
desobediencia y a la ambición.
Los hombres rompieron el amor con el Padre
Esta
parábola que acabamos de contar fue una realidad en los comienzos de la
historia humana.
<<La
serpiente era el animal más astuto de todos los animales del campo que Yahvé
Dios había hecho. Y dijo a la mujer: “¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis
de ninguno de los árboles del jardín?”. Respondió la mujer a la serpiente:
“Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del fruto del árbol,
que está en medio del jardín, ha dicho Dios: no comáis de él, ni lo toquéis, so
pena de muerte”>> (Gén 3, 1-3). Ya tenemos en escena a tres personajes:
los hombres, el árbol y la serpiente.
Los hombres: En
primer lugar, los hombres están allí, recién salidos de las manos del Señor.
Son imagen y semejanza del Padre. El Padre les ha coronado de gloria y
dignidad. El amor fuerte con el que Dios envuelve al hombre es la gloria. Es el
amor que acoge, envuelve y alienta. Ésta es su sobrecogedora grandeza, cantada
en un fragmento, que se recoge en Ez 28, 12-14. <<Eras el sello de una
obra maestra, lleno de sabiduría, acabado en belleza. En Edén estabas en el
jardín de Dios, mil piedras preciosas formaban tu manto… Querubín protector de
alas desplegadas te había hecho yo; estabas en el monte santo de Dios,
caminabas entre piedras de fuego>>.
El árbol: Cuando
el autor sagrado pone en escena el árbol, representa: la presencia del Señor,
que sale al encuentro de los hombres, con una propuesta de amor, ofreciéndoles
sus caminos, que ellos tendrán que decidir. Cuando el Padre empezó la historia
de su amor, puso a los hombres en la tierra, para que vivieran como hermanos, y
compartieran la casa común. Pero para hacer esta historia no se podía ir por
cualquier camino. La familia de los hombres eran imagen y semejanza del Señor.
Pero era el mismo Señor el que ponía la señal y el indicador de su voluntad,
para mostrar los caminos de su amor. Lo bueno y lo malo no lo deciden los
hombres por sí mismos, según sus intereses. Lo decide el Padre, de cuyas manos
hemos salido. El autor sagrado sitúa entonces en la escena el árbol de la
ciencia del bien y del mal, como indicador de los caminos del Señor, como la
señal que marca el trazado de las sendas de su justicia, que es su amor. Los
hombres pueden rechazarlo o aceptarlo.
La serpiente: En
Palestina, la serpiente en los cultos idolátricos es uno de los signos más
destacados de la fecundidad inmanente de la vida, la toma el autor sagrado como
personaje para la escena de la tentación. La serpiente, que va a suscitar en el
hombre un poderoso impulso a <<serse>> por sí mimo, es ni más ni
menos que la imagen de su propia voluntad de independencia y autonomía.
Ante
el hombre se abre ahora la absoluta disyuntiva: o vivir desde el Señor o vivir
desde sí mimo, o vivir para el Señor, es decir para la familia de hermanos y la
casa común o vivir para sí mismo, es decir, para su propia familia y su propia
casa, en camino de saber y poder cada vez mayor.
La
serpiente en la escena sólo aparecía como el eco de la pretensión interior del
hombre. Ahora la pre-tensión se ha cumplido. Ellos han decidido romper la
dependencia del que los amó y los creó, para pasar enteramente a sus manos. Se
han arrancado del amor de la gracia que los había constituido y los envolvía y
alentaba, se han despojado ellos mismos del vestido de la gloria, porque no han
consentido en dejarse amar. Por ello, se sienten desnudos, desvestidos del amor
glorioso y fuerte que los envolvía. Y hasta rotos por dentro, con una sensación
de vergüenza, de ser lo que debían ser ante la mirada de quien les amó. Pero
esta decisión de la desobediencia es una ruptura del lazo que a él les unía,
una ruptura de su religación creatural y por tanto lleva consigo un trastorno
en las raíces profundas de todo su ser. Y si su ser es un
ser-con—los-otros-en-medio-del-mundo, entonces la ruptura del amor repercutirá
en la comunidad y en el universo.
Dos
escenas: la primera, la desobediencia; los hombres han cerrado los puños hacia
lo alto y no han querido ser acogidos por Dios. La escena segunda es un
asesinato. Caín da muerte a su hermano Abel. La raíz última de la ruptura de la
fraternidad está en la desobediencia, que rompe el amor con el Padre. Los hijos,
una vez roto este amor, ya no se consideran hermanos y se matan. Los hombres,
salidos del amor que les reúne en familia y hogar común, se convierten en
asesinos.
Los
hombres, que han sido creados por la vida y para la vida, ¿cómo pueden sucumbir
al peso de la muerte? El autor sagrado sólo tiene una respuesta: la gracia
recibida, que se desliga de las manos del que le agració, se desintegra en sus
mismas raíces. Trazar por su cuenta los caminos de la gracia creada, como
propios e independientes, es adentrarse en la senda de la muerte. Por más
grandiosas que aparezcan sus realizaciones, la rotura interna del ser termina
en la muerte, pero en la muerte que muere asesinado. El volver al polvo,
también aquí en la escena, no es la aniquilación de una enfermedad, sino el
derramamiento de la sangre.
La
muerte está ya sembrada en el ser del hombre, quien se ha cerrado al amor. El polvo
alentado y el aliento enterrado amenazan de nuevo en ser sólo barro, que vuelve
al barro. Así, la muerte se hace simiente, camino y al parecer meta. Pues la
muerte no sólo ha ensombrecido la vida, sino que se ha implicado con la vida. Y
ya no parece la muerte un momento de la vida, sino la vida un momento de la
muerte.
Entre
el hombre (adán) y la tierra (adama) hay una relación tan estrecha que, cuando
el hombre se niega a coger la bendición, la tierra cae en la maldición. Una
tierra que se ha tragado la sangre derramada por la rebeldía y el asesinato es
una tierra que ha sido contagiada hasta la hondura de sus entrañas del pecado
que los hombres han hecho nacer en el mundo. En la representación del autor
sagrado vamos viendo el avance irresistible del pecado, del dolor y de la
muerte: del hombre a la comunidad, de la comunidad a la tierra.
El
pecado avanza en círculo, que se cierra sobre sí mimo. El hombre, hecho a
imagen de Dios, es hombre dentro de una familia de los hombres (comunidad) y
dentro de una casa común (mundo). El hombre es hombre, crece y madura en su
humanidad en cuanto que, bajo la obediencia del Señor, comparte la comunidad y
construye el mundo. Pero si se cierra al amor, se inicia el círculo del pecado.
Al cerrarse al amor del Padre por la desobediencia, se cierra al amor de los
hermanos por la ambición y la opresión, cerrazón que le desintegra en el pecado
y por fin la muerte. Pero el pecado no es un acontecimiento que permanezca en
su corazón. Como ser comunitario que es, el hombre irradia el pecado a la
comunidad humana y el pecado se hace pecado comunitario. Pero como la comunidad
humana está inserta en un mundo, el pecado se convierte en fuerza que configura
el mundo, es decir, en pecado cósmico, pecado del mundo. Ahora el pecado,
metido en las estructuras del montaje injusto y violento del mundo, provoca al
pecado a todos los hombres que viven en la familia humana y en la casa común
convertida ahora en campo de lucha.
¿Será
posible la esperanza? ¿Es que la gracia salida de las manos del Padre y puesta
en las manos de los hombres se desintegrará en la nada?
La mano extendida del amor inquebrantable.
“Cuando
por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte,
sino que compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te
busca”
El Padre respeta que los
hijos le digan que no, que se alejen de Él y que se opriman unos a otros, pero
su mano silenciosa y amable continúa abierta. Cuando un padre ve que sus hijos
se le van de casa en una noche fría de invierno, les saca el abrigo del baúl y
se lo pone. Y les dice: cuánto lo siento, pero os continúo queriendo. Adán y
Eva estaban desnudos y tenían que salir de casa, pero el Padre viste su
desnudez con un gesto de gracia: <<Yahvé Dios hizo para el hombre y su
mujer túnicas de piel y se las vistió>> (Gén 3,21). Y si los hijos son
malos, el padre dirá a los demás: aunque lo sean, no los toquéis. Su mano les
acompañará en la intemperie. <<Entonces dijo Caín a Yahvé: “mi culpa es
demasiado grande para soportarla. Es decir, que hoy me echas de este suelo y he
de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra y
cualquiera que me encuentre me matará”. Responde Yahvé: “Al contrario,
quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces”. Y Yahvé puso una señal a
Caín, para que nadie que le encontrara le atacara>> (Gén 4, 13-15).
Pero
al final, ¿no venció la noche? Es verdad que cuando la torre llegaba hasta el
cielo, la humanidad se desmoronaba como los sueños y las pesadillas del
amanecer. Pero a unos cuantos kilómetros de los rascacielos, en terrible
contraste con ellos, la mano poderosa del Padre salía al encuentro de un puñado
de pobres de la tierra. La llamada y la promesa a Abrahám manifiesta ahora que
su mano es ahora más fiel que nunca, más fuerte que nunca, más amorosa que
nunca. Es ahora cuando empieza a manifestarse la segunda, la nueva, la última
gracia, que llegará algún día a la plenitud de su consumación.
Jesús, el Señor, el Hijo obediente.
En
primer lugar, contemplamos a Jesús, el Hijo obediente, desde el hombre
desobediente de la vieja creación. Adán era hombre hecho a imagen del Padre,
gracia creada para darse en gracia. Pero intentó arrebatar la gracia misma del
Padre. Pretendió ser Dios, es decir, ser él mismo por sí mismo. Esta pretensión
le cierra al amor del Padre en la desobediencia y al amor de los hermanos en la
ambición. Así inicia el camino de la muerte. Jesús, en cambio, existía en forma
de Dios, era el Hijo amado del Padre, engendrado por él, como la marca de su
ser y el resplandor de su gloria (Heb 1,3). Pero no intentó arrebatar y retener
su igualdad con el Padre. Al contrario. Se entregó por entero a su proyecto de
amor. Si el hombre viejo se cerró en la desobediencia, que conduce a la
opresión, el Hombre nuevo se abrió enteramente en la obediencia que conduce a
la ofrenda hasta el vaciamiento. Si el hombre viejo inicia el camino de la
muerte, empieza a morir matando, el Hombre nuevo inaugura el camino de la vida
tomando la forma de esclavo y dejándose matar como un criminal, colgado de un
madero (Flp 2, 6-7). Visto Adán, se ilumina aún más el rostro de Jesús, el Hijo
obediente, que rechaza la tentación de separarse del amor del Padre, para
hacerse obediente hasta la muerte y muerte de cruz, consumando así su
filiación, en favor de todos sus hermanos.
En
segundo lugar, contemplamos la comunidad de los hijos iniciada por el Hijo
obediente, desde la humanidad de la vieja creación. La ruptura del amor del
Padre conduce a la ruptura del amor a los hermanos. Pero, como ya vimos, esta
ruptura no es un hecho solamente interpersonal, sino que llega a ser un hecho
comunitario. La comunidad llega a ser comunidad bajo el pecado. Los signos de
esta comunidad empecatada son la esclavitud y el enfrentamiento de los
hermanos. La bendición se ha convertido en condenación. “El delito de uno solo
atrajo, sobre todos, la condenación. Pero, así como por la desobediencia de un
solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia
de uno solo todos serán constituidos justos” (Rom 5,19). Al abrirse en
obediencia al Padre, Jesús es la justicia para la familia de sus hermanos, la
justicia que conduce a la vida. La obra de la gracia se resuelve en
justificación que da la vida. Si la condenación de los hombres era su
esclavitud y su enfrentamiento, que les lleva a la muerte, el Hombre nuevo, Hijo
obediente, dará a todos los que le acogen la liberación, que conduce a la
filiación para la fraternidad. La liberación y la comunión conducirán a la
vida, pero a una vida en plenitud que no se termina nunca. Además, si el Hijo
obediente ha roto la ruptura del pecado en su raíz más honda, también la
romperá en sus últimas consecuencias. “Habiendo venido por un hombre la muerte,
también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Si en Adán murieron
todos, así también, en Cristo, todos volverán a la vida” (1Cor 15. 21-22). La
familia de hermanos llevará la imagen del Hombre celestial, como llevó la
imagen del hombre terreno y de esta forma el barro se convertirá en gloria
(1Cor 15, 45.49 54-57).
En
tercer lugar, contemplamos la tierra de la herencia, inaugurada por el Hijo
obediente, desde el mundo empecatado de la vieja creación. “Por un solo hombre
entró el pecado en el mundo” (Rom 5, 12). El universo de los cielos y de la
tierra estaba puesto en manos del hombre, bajo los pies del hombre. Del hombre
amado dependía su destino. El hombre decidiría si iba a ser casa común o campo
de guerra. Cuando el hombre se cerró al amor, las cadenas de la esclavitud y
los muros de la separación configuraron la creación entera. En consecuencia, la
creación, no por porque quisiera ella misma, sino por el hombre que la decidía
en sus manos, quedó sometida a la servidumbre de la destrucción. Pero el Hijo
amado ha sido enviado a la carne del pecado, para que en aquel mismo barro
cerrado y manchado, él iniciara las sendas de la liberación para la filiación
(Rom 8, 1-4. 14-17). Ahora bajo los pies del Hijo entregado y entronizado,
están todas las cosas. Él es ahora el primogénito de toda la creación, que él
encabeza para darle la liberación y la reconciliación. En el reino del Hijo de
su amor, en quien tenemos la redención, han sido reconciliadas todas las cosas,
pues él ha pacificado por la sangre de su cruz, todo lo que hay en el cielo y
en la tierra. Si el hombre viejo, a través de la familia humana, cerrada al
pecado, inicia el reino de la injusticia para la muerte, el Hombre nuevo
inaugura el reino de la justicia para la vida. El anticipo que parecía un
fracaso aparece ahora como el camino del desbordamiento de la misericordia
entrañable. Ha sido mayor la gracia que la culpa, mucho mayor. “Gracias sean
dadas al Padre, que nos da la victoria por Jesús Cristo, el Señor nuestro” (1
Cor 15, 57).
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