Alexandr Solzhenitsyn
"DE LA OVEJA MANSA VIVE EL LOBO"
Premio Nobel de literatura
*Alexandr nació en el Cáucaso Norte en 1918, estudió ciencias.
*En 1941 fue movilizado y enviado al frente.
*En 1945 fue detenido por delitos de opinión y deportado a un campo de trabajo hasta 1956.
Discurso en Harvard 8 de junio de 1978
UN MUNDO DIVIDIDO EN PEDAZOS
Estoy sinceramente complacido de
estar con ustedes con en esta ocasión ocasión del 327° año lectivo en esta
antigua e ilustre universidad. Vayan mis felicitaciones y mis mejores deseos
para todos aquellos que hoy se gradúan.
El lema de Harvard es
"Veritas." Muchos de ustedes ya han aprendido y otros lo aprenderán a
lo largo de sus vidas que la verdad nos elude si no nos esforzamos plenamente
en seguirla. E incluso mientras nos elude, la ilusión por conocerla todavía
persiste y nos lleva a algunos desaciertos. Además, la verdad raramente es
grata; casi siempre es amarga. También hay algunas amarguras en mi discurso de
hoy. Pero deseo suscitar esa ansiedad no como un adversario sino como un amigo.
Hace tres años en Estados Unidos,
dije ciertas cosas que parecían inaceptables. Hoy, sin embargo, mucha gente
coincide con lo que yo he dicho...
La división del mundo de hoy es
perceptible incluso contemplado superficialmente. Cualquiera de nuestros
contemporáneos rápidamente identificaría dos potencias mundiales, cada una de
ellas capaz de destruir enteramente a la otra. Sin embargo, la comprensión de
esta división a menudo está limitada a la concepción política, a la ilusión de
que el peligro puede ser conjurado mediante negociaciones diplomáticas exitosas
o por un cuidadoso equilibrio de fuerzas armadas. La verdad es que esta
división es mucho más profunda y más alienante; la ruptura es mayor de lo que
puede parecer a primera vista. Esta profunda y múltiple ruptura conlleva el
peligro de múltiples desastres para todos nosotros, según la antigua verdad de
que un Reino – en este caso, nuestra Tierra – divido contra sí mismo no puede
subsistir.
Mundos contemporáneos
Ahí está el concepto del Tercer
Mundo: así pues, ya tenemos tres mundos. Indudablemente, sin embargo, el número
es incluso mayor, sólo que estamos demasiado lejos para verlo. Algunas
antiguas culturas autónomas están arraigadas profundamente, especialmente si
se han extendido sobre la mayor parte de la Tierra, constituyendo un mundo
autónomo, llenas de acertijos y sorpresas para el pensamiento Occidental. Como
mínimo, debemos incluir en esa categoría a China, la India, el mundo musulmán y
África, si efectivamente aceptamos la aproximación de mirar las dos últimas
como unidades compactas. Durante mil años Rusia ha pertenecido a tal
categoría, aunque el pensamiento Occidental sistemáticamente cometa el error de
negarle su carácter autónomo, y por ello nunca la entendió, del mismo modo que
hoy Occidente no comprende a Rusia en la cautividad comunista. Puede ser que en
años pasados Japón ha sido cada vez más como una parte distante de Occidente,
no quiero opinar sobre eso aquí; pero, Israel, por ejemplo, pienso que
permanece separado del mundo Occidental aunque sólo sea porque su sistema
estatal permanece ligado a la religión.
Hace relativamente poco tiempo el
pequeño mundo de la Europa moderna fácilmente incautaba colonias por todo el
globo, no sólo sin ninguna resistencia, sino también, por lo general, con
desprecio de los posibles valores de los pueblos conquistados hacia la vida. En
este sentido, tuvo un éxito abrumador, no hubo fronteras geográficas para ello.
La sociedad Occidental se expandió como un triunfo de humana independencia y
poder. Y de repente, en el siglo XX, se descubre su fragilidad e
inconsistencia. Ahora vemos que las conquistas probaron ser de corta y precaria
vida, y este giro señala los defectos en la visión del mundo con que Occidente
contemplaba dichas conquistas. Las relaciones con el antiguo mundo colonial
ahora se han tornado en su contra y el mundo Occidental a menudo llega a
extremos de obsequiosidad, pero aún es difícil estimar la factura total que los
antiguos países coloniales presentarán a Occidente; es difícil predecir si la
entrega no sólo de las últimas colonias, sino de todo lo que posee será suficiente
para que saldar esa cuenta.
Convergencia
Con todo, la ceguera de la
superioridad continúa con molestia para todos y sostiene la creencia de que,
por todas partes, vastas regiones de nuestro planeta deberían desarrollarse y
madurar hasta alcanzar el nivel actual del sistema político occidental, que en
teoría es el mejor y en la práctica el más atractivo. Existe la creencia de que
todos aquellos otros mundos están sólo siendo temporalmente impedidos por
débiles gobiernos, o por fuertes crisis, o por su propia barbarie o
incomprensión para tomar la vía de las democracias pluralista Occidentales y
adoptar su forma de vida. Los países son evaluados y juzgados según el
incremento de su progreso en esta dirección. Sin embargo, esta concepción es el
fruto de la incomprensión occidental de la esencia de los otros mundos; es un
resultado de medirlos equivocadamente a todos con el mismo criterio occidental.
La imagen real del desarrollo de nuestro planeta es completamente diferente.
La angustia provocada por un mundo
dividido hizo nacer la teoría de la convergencia entre los principales países
Occidentales y la Unión Soviética. Es una teoría tranquilizadora que pasa por
alto el hecho que esos mundos no se están evolucionando similarmente; ni
tampoco uno puede ser transformado en otro sin el uso de la violencia. Además,
la convergencia inevitablemente implica la aceptación de los defectos de la
otra parte, y esto es difícilmente deseable.
Si yo estuviera hoy hablando en un
auditorio en mi país, examinando el diseño general de la ruptura del mundo me
habría concentrado en las calamidades del Este. Pero dado mi forzado exilio en
el Oeste desde hace cuatro años, y ya que mi audiencia es occidental, pienso
que puede ser de mayor interés concentrarme en ciertos aspectos del Occidente
en nuestros días, tal como los veo.
El declive de la valentía
La merma de coraje puede ser la
característica más sobresaliente que un observador imparcial nota en Occidente
en nuestros días. El mundo Occidental ha perdido en su vida civil el coraje,
tanto global como individualmente, en cada país, en cada gobierno, cada partido
político y por supuesto en las Naciones Unidas. Tal descenso de la valentía se
nota particularmente en las élites gobernantes e intelectuales y causa una
impresión de cobardía en toda la sociedad. Desde luego, existen muchos
individuos valientes pero no tienen suficiente influencia en la vida pública.
Burócratas, políticos e intelectuales muestran esta depresión, esta pasividad y
esta perplejidad en sus acciones, en sus declaraciones y más aún en sus
autojustificaciones tendientes a demostrar cuán realista, razonable,
inteligente y hasta moralmente justificable resulta fundamentar políticas de
Estado sobre la debilidad y la cobardía. Y este declive de la valentía es acentuado
irónicamente por las explosiones ocasionales de cólera e inflexibilidad de
parte de los mismos funcionarios cuando tienen que tratar con gobiernos
débiles, con países que carecen de respaldo, o con corrientes desacreditadas,
claramente incapaces de ofrecer resistencia alguna. Pero quedan mudos y
paralizados cuando tienen que vérselas con gobiernos poderosos y fuerzas
amenazadoras, con agresores y con terroristas internacionales.
¿Habrá que señalar que, desde la más
remota antigüedad, la pérdida de coraje ha sido considerada siempre como el
principio del fin?
Bienestar
Cuando se formaron los Estados
occidentales modernos, se proclamó como principio fundamental que los gobiernos
están para servir al hombre y que éste vive para ser libre y alcanzar la felicidad.
(Véase, por ejemplo, la Declaración de Independencia norteamericana). Ahora,
por fin, durante las últimas décadas, el progreso tecnológico y social ha
permitido la realización de esas aspiraciones: el Estado de Bienestar. Cada
ciudadano tiene garantizada la deseada libertad y los bienes materiales en tal
cantidad y calidad como para garantizar en teoría el alcance de la felicidad,
en el sentido moralmente inferior en que ha sido entendida durante estas
últimas décadas. En el proceso, sin embargo, ha sido pasado por alto un detalle
psicológico: el constante deseo de poseer cada vez más cosas y un nivel de vida
cada vez más alto, con la obsesión que esto implica, ha impreso en muchos
rostros occidentales rasgos de ansiedad y hasta de depresión, aunque sea
habitual ocultar cuidadosamente estos sentimientos. Esta tensa y activa
competencia ha venido a dominar todo el pensamiento humano y no abre, en lo más
mínimo, el camino hacia el libre desarrollo espiritual. Se ha garantizado la
independencia del individuo a muchos tipos de presión estatal; la mayoría de
las personas gozan del bienestar en una medida que sus padres y abuelos no
hubieran siquiera soñado con obtener; ha sido posible educar a los jóvenes de
acuerdo con estos ideales, conduciéndolos hacia el esplendor físico, felicidad,
posesión de bienes materiales, dinero y tiempo libre, hasta una casi ilimitada
libertad de placeres. De este modo ¿quién renunciaría ahora a todo esto? ¿Por
qué y en beneficio de qué habría uno de arriesgar su preciosa vida en la
defensa del bien común, especialmente en el nebuloso caso que la seguridad de
la propia nación tuviera que ser defendida en algún lejano país?
Incluso la biología nos dice que la
seguridad y el bienestar extremo habitual no resultan ventajosos para un organismo
vivo. Hoy, el bienestar en la vida de la sociedad Occidental ha comenzado a
revelar su máscara perniciosa.
Vida legalista
La sociedad occidental ha elegido
para si misma la organización más adecuada a sus fines, basados, diría, en la
letra de la ley. Los límites de lo correcto y de los derechos humanos se
encuentran determinados por un sistema de leyes, cuyos límites son muy amplios.
La gente en Occidente ha adquirido una considerable capacidad para usar,
interpretar y manipular la ley (aun cuando estas leyes tienden a ser tan
complicadas que la persona promedio no puede ni comprenderlas sin la ayuda de
un experto). Todo conflicto se resuelve de acuerdo a la letra de la ley y este
procedimiento está considerado como una solución perfecta. Si uno está a
cubierto desde el punto de vista legal, ya nada más es requerido. Nadie
mencionaría que, a pesar de ello, uno podría seguir sin tener razón. Exigir una
autolimitación o una renuncia a estos derechos, convocar al sacrificio y a
asumir riesgos con abnegación, sonaría a algo simplemente absurdo. El
autocontrol voluntario es algo casi desconocido: todo el mundo se afana por
lograr la máxima expansión posible del límite extremo impuesto por los marcos
legales. (Una compañía petrolera es legalmente libre de culpa cuando compra la
patente de un nuevo tipo de energía para prevenir su uso. Un fabricante de un
producto alimenticio es legalmente libre de culpa cuando envenena su producto
para darle más larga vida: después de todo, la gente es libre no comprarlo.)
He pasado toda mi vida bajo un
régimen comunista y les diré que una sociedad carente de un marco legal
objetivo es algo terrible, en efecto. Pero una sociedad sin otra escala que la
legal tampoco es completamente digna del hombre. Pero una sociedad basada sobre
los códigos de la ley, y que nunca llega a algo más elevado, pierde la
oportunidad de aprovechar a pleno todo el rango completo de las posibilidades
humanas. Un código legal es algo demasiado frío y formal como para poder tener
una influencia beneficiosa sobre la sociedad. Siempre que el fino tejido de la
vida se teje de relaciones juridicistas, se crea una atmósfera de mediocridad
moral, que paraliza los impulsos más nobles del hombre.
Y será simplemente imposible
enfrentar los conflictos de este amenazante siglo con tan sólo el respaldo de
una estructura legalista.
La orientación de la libertad
La sociedad occidental actual nos ha
hecho ver la diferencia que hay entre una libertad para las buenas acciones y
la libertad para las malas. Un estadista que quiera lograr algo importante y
altamente constructivo para su país está obligado a moverse con mucha cautela y
hasta con timidez. Miles de apresurados (e irresponsables) críticos estarán
pendiente de él. Constantemente será desairado por el parlamento y por la
prensa. Tendrá que demostrar que cada uno de sus pasos está bien fundamentado y
es absolutamente impecable. El resultado final es que una gran persona,
auténticamente extraordinaria, no tiene ninguna posibilidad de imponerse. Se le
pondrán docenas de trampas desde el mismo inicio. Y de esta manera la
mediocridad
En todas partes es posible, y hasta
fácil, socavar el poder administrativo. De hecho, este poder ha sido
drásticamente debilitado en todos los países occidentales. La defensa de los
derechos individuales ha alcanzado tales extremos que deja a la sociedad
totalmente indefensa contra ciertos individuos. Es hora, en Occidente, de
defender no tanto los derechos humanos sino las obligaciones humanas.
Por el otro lado, a la libertad
destructiva e irresponsable se le ha concedido un espacio ilimitado. La
sociedad ha demostrado tener escasas defensas contra el abismo de la decadencia
humana; por ejemplo, contra el abuso de la libertad que conduce a la violencia
moral contra los jóvenes bajo la forma de películas repletas de pornografía,
crimen y horror. Todo esto es considerado como parte integrante de la libertad,
y se asume que está teóricamente equilibrado por el derecho de los jóvenes a no
mirar y a no aceptar. De este modo, la vida organizada en forma legalista
demuestra su incapacidad para defenderse de la corrosión de lo perverso.
¿Y qué podemos decir de los oscuros
ámbitos de la criminalidad? Los límites legales (especialmente en los Estados
Unidos) son lo suficientemente amplios como para alentar no sólo la libertad
individual sino también el abuso de esta libertad. El culpable puede terminar
sin castigo, o bien obtener una compasión inmerecida, todo ello con el apoyo de
miles de defensores en la sociedad. Cuando un gobierno seriamente se pone a
erradicar la subversión, la opinión pública inmediatamente lo acusa de violar
los derechos civiles de los terroristas. Hay una buena cantidad de estos casos.
El sesgo de la libertad hacia el mal
se ha producido en forma gradual, pero evidentemente emana de un concepto
humanista y benevolente según el cual el ser humano – el rey de la creación –
no es portador de ningún mal intrínseco y todos los defectos de la vida
resultan causados por sistemas sociales descarriados que, por consiguiente,
deben ser corregidos. Sin embargo y extrañamente, a pesar de que las mejores
condiciones sociales han sido logradas en Occidente, sigue subsistiendo una
buena cantidad de crímenes; incluso hay considerablemente más criminalidad en
Occidente que en la pauperizada y legalmente arbitraria sociedad soviética. (Es
cierto que hay una multitud de prisioneros en nuestros campos de concentración
acusados de ser criminales, pero la mayoría de ellos jamás cometió crimen
alguno. Simplemente trataron de defenderse de un Estado ilegal que recurría al
terror fuera de un marco jurídico).
La orientación de la prensa
La prensa, por supuesto, goza de la
más amplia libertad. (Voy a usar el término “prensa” para referirme a todos los
medios de difusión masiva.) Pero ¿cómo utiliza esta libertad?
Aquí, otra vez, la suprema
preocupación es no infringir el marco legal. No existe una auténtica
responsabilidad moral por la distorsión o la desproporción. ¿Qué clase de
responsabilidad tiene el periodista de un diario frente a sus lectores o frente
a la historia? Cuando se ha llevado a la opinión pública hacia carriles
equivocados mediante información inexacta o conclusiones erradas ¿conocemos
algún caso en que el mismo periodista o el mismo diario lo hayan reconocido
pidiendo disculpas públicamente? No. Eso perjudicaría las ventas. Una nación
podrá sufrir las peores consecuencias por un error semejante, pero el
periodista siempre saldrá impune. Lo más probable es que, con renovado aplomo,
sólo empezará a escribir exactamente lo contrario de lo que dijo antes.
Dado que se exige una información
instantánea y creíble, se hace necesario recurrir a presunciones, rumores y
suposiciones para rellenar los huecos; y ninguno de ellos será desmentido.
Quedarán asentados en la memoria del lector. ¿Cuántos juicios apresurados,
inmaduros, superficiales y engañosos se expresan todos los días, primero
confundiendo a los lectores y luego dejándolos colgados? La prensa puede, o
bien asumir el papel de la opinión pública, o bien puede pervertirla. De este
modo podemos tener a terroristas glorificados como héroes; o bien ver cómo
asuntos secretos pertenecientes a la defensa nacional resultan públicamente
revelados; o podemos ser testigos de la desvergonzada violación de la
privacidad de personas famosas bajo el eslogan de “todo el mundo tiene derecho
a saberlo todo”. (Aunque éste es el falso eslogan de una falsa era. De un valor
muy superior es el desacreditado derecho de las personas a no saber; que no se
abarroten sus divinas almas con chismes, estupideces y habladurías vanas. Una
persona que trabaja y que lleva una vida plena de sentido, no tiene ninguna
necesidad de este excesivo y sofocante flujo de información.)
Precipitación y superficialidad son
la enfermedad psíquica del vigésimo siglo y más que en cualquier otro lugar
esta enfermedad se refleja en la prensa. El análisis profundo de un problema es
anatema para la prensa. Se queda en fórmulas sensacionalistas.
Sin embargo, así como está dispuesta,
la prensa se ha convertido en el mayor poder dentro de los países occidentales,
excediendo el de las legislaturas, los ejecutivos y los judiciales Entonces,
uno quisiera preguntar: ¿en virtud de qué norma ha sido elegida y ante quién es
responsable? En el Este comunista, a un periodista abiertamente se lo designa
como funcionario del Estado. Pero ¿quién ha elegido a los periodistas
occidentales que ocupan esta posición de poder, y por cuanto tiempo, y con qué
prerrogativas?
Existe todavía otra sorpresa para
alguien que viene del Este totalitario con su prensa rigurosamente unificada.
Uno descubre una común tendencia de preferencias dentro de la generalidad de la
prensa occidental (el espíritu de la época), modelos de juicio generalmente
aceptados, y quizás hasta intereses corporativos comunes, con lo que el efecto
resultante no es el de la competencia sino el de la unificación. Existe una
libertad irrestricta para la prensa, pero no para los lectores, porque los
diarios transmiten mayormente, de un modo forzado y sistemático, aquellas
opiniones que no se contradicen en forma demasiado abierta con su propia
opinión y con la tendencia general mencionada.
Una moda en el pensamiento
Sin ninguna censura en Occidente, las
tendencias de moda en el pensamiento y en las ideas resultan fastidiosamente
separadas de aquellas que no están de moda y estas últimas, sin llegar a ser
jamás prohibidas, tienen muy escasas posibilidades de verse reflejadas en
periódicos y libros, o de ser escuchadas en universidades. Vuestros académicos
son libres en un sentido legal, pero están acorralados por la moda del capricho
predominante. No existe la violencia explícita del Este; pero una selección
impuesta por la moda y por la necesidad de acomodarse a las normas masivas,
frecuentemente impide que las personas con mayor independencia de criterio
contribuyan a la vida pública. Hay una peligrosa tendencia a formar una manada,
apagando las iniciativas exitosas. En los Estados Unidos he recibido cartas de
personas altamente inteligentes – como, por ejemplo, el maestro de un pequeño
colegio lejano- que hubiera podido hacer mucho por la renovación y salvación de
su país, pero su país no pudo escucharlo porque los medios no le ofrecían un
foro adecuado. Esto da lugar a fuertes prejuicios masivos, a una ceguera que es
peligrosa en nuestra dinámica era. Un ejemplo de ello es la interpretación
autocomplaciente del estado de cosas en el mundo contemporáneo que funciona
como una especie de armadura puesta alrededor de la mente de las personas, a
punto tal que las voces humanas de diecisiete países de Europa Oriental y del Lejano
Oriente asiático no pueden perforarla. Sólo se terminará rompiendo por la
inexorable palanca de los acontecimientos.
He mencionado algunos pocos rasgos de
la vida occidental que sorprenden y asombran a un recién llegado a este mundo.
El propósito y los alcances de esta disertación me impiden continuar con este
examen, particularmente en lo relacionado con el impacto que estas
características tienen sobre importantes aspectos de la vida de una nación,
tales como la educación, tanto la elemental como la avanzada en artes y
humanidades.
Socialismo
Está casi universalmente aceptado que
Occidente le muestra al resto del mundo el camino hacia el desarrollo económico
exitoso, aún cuando en los últimos años ha sido perturbado fuertemente por una
caótica inflación. Con todo, muchas personas que viven en Occidente están
insatisfechas con su propia sociedad. La desprecian o la acusan de no estar ya
al nivel de lo que requiere la madurez de la humanidad. Y esto empuja a muchos
a inclinarse por el socialismo, lo cual es una falsa y peligrosa tendencia.
Espero que ninguno de los presentes
sospechará que expreso mi crítica parcial al sistema occidental a fin de
sugerir al socialismo como una alternativa. No. Con la experiencia que tengo de
un país en dónde el socialismo ha sido instituido, no hablaré de una
alternativa así. El matemático Igor Shafarevich, miembro de la Academia
Soviética de Ciencias, ha escrito un libro brillantemente argumentado titulado
“Socialismo”, en el cual efectúa un penetrante análisis histórico y demuestra
que el socialismo, de cualquier tipo o matiz, conduce a la destrucción total
del espíritu humano y a la nivelación de la humanidad en la muerte. El libro de
Shafarevich fue publicado en Francia hace ya casi dos años y hasta el presente
no se ha encontrado a nadie capaz de refutarlo. Dentro de poco, se publicará en
inglés en los Estados Unidos.
No es un modelo
Pero si alguien me preguntara, en
cambio, si yo propondría a Occidente, tal como es en la actualidad, como modelo
para mi país, francamente respondería en forma negativa. No. No recomendaría
vuestra sociedad como un ideal para la transformación de la nuestra. A través
de profundos sufrimientos, las personas en nuestro país han tenido un
desarrollo espiritual de tal intensidad que el sistema occidental, en su
presente estado de agotamiento, ya no aparece como atractivo. Incluso las
características de vuestra vida que acabo de enumerar resultan extremadamente
entristecedoras.
Un hecho que no puede ser cuestionado
es el debilitamiento de la personalidad humana en Occidente mientras que en el
Este esa personalidad se ha vuelto más firme y más fuerte. Seis décadas para
nuestra gente y tres décadas para la de Europa Oriental; durante todo este
tiempo hemos pasado por un entrenamiento espiritual que aventaja, de lejos, a
lo experimentado por Occidente. La compleja y mortal presión de la vida
cotidiana ha producido personalidades más fuertes, más profundas y más
interesantes que las generadas por el bienestar estandardizado de Occidente.
Por lo tanto, si nuestra sociedad hubiese de ser transformada en la vuestra,
ello significaría una mejora en determinados aspectos, pero también un
empeoramiento en algunos puntos particularmente significativos. Por supuesto,
una sociedad no puede permanecer indefinidamente en un abismo de arbitrariedad
legal como es el caso en nuestro país. Pero también le resultará denigrante
elegir la automática suavidad legalista, como es vuestro caso. Después de
décadas de sufrimiento, violencia y opresión, el alma humana anhela cosas más
altas, más cálidas y más puras que las ofrecidas por los hábitos de convivencia
masiva introducidos por la invasión repugnante de la publicidad, el
aturdimiento televisivo y la música insoportable.
Todo esto es visible para numerosos
observadores de todos los mundos de nuestro planeta. Resulta cada vez menos
probable que el estilo de vida occidental se convierta en el modelo a seguir.
Hay advertencias significativas de la
historia para una sociedad amenazada de muerte. Tal es, por ejemplo, la
decadencia del arte, o la carencia de grandes estadistas. Hay otras
advertencias abiertas y evidentes, también. El centro de su democracia y de su
cultura se lesiona tan sólo por la ausencia de energía eléctrica por algunas
horas, pues repentinamente muchedumbres de ciudadanos americanos comienza a
saquear y a causar estrago. La capa superficial de protección debe ser muy
delgada, lo que indica que el sistema social resulta inestable y malsano.
Pero la lucha por nuestro planeta, en
lo físico y en lo espiritual, esa lucha de proporciones cósmicas no es una vaga
cuestión del futuro. Ya ha comenzado. Las fuerzas del mal ya han lanzado su
ofensiva decisiva. Podríais sentir su presión pero vuestros monitores y
vuestras publicaciones todavía están llenas de las obligatorias sonrisas y de
los brindis con los vasos en alto. ¿A qué viene tanta alegría?
Miopía
Algunos representantes muy bien
conocidos de su sociedad, tales como George Kennan, dicen: no podemos aplicar
criterios morales a la política. Así mezclamos el bien y el mal, lo derecho y
lo torcido y damos oportunidad para el triunfo absoluto del Mal en el mundo.
Por el contrario, sólo los criterios morales puede ayudar a Occidente contra la
estrategia bien prevista del mundo del comunismo. No hay otros criterios. Las consideraciones
prácticas u ocasionales de cualquier clase serán barridas inevitablemente por
la estrategia comunista. Después que se ha alcanzado un cierto nivel del
problema, el pensamiento legalista induce a la parálisis; evita que uno vea el
tamaño y significado de los acontecimientos reales.
A pesar de la abundancia de
información, o quizá debido a ella, Occidente tiene dificultades para entender
la realidad tal como es. Ha habido predicciones ingenuas por algunos expertos americanos
que creyeron que Angola se convirtió en el Vietnam de la Unión Soviética o que
la expedición cubana en África sería detenida por la especial atención de
Estados Unidos a Cuba. El consejo de Kennan a su propio país - comenzar el
desarme unilateral - pertenece a la misma categoría. ¡Si usted supiera cómo se
ríen de sus magos políticos los funcionarios del Moscow Old Square [1]! En
cuanto a Fidel Castro, él francamente desprecia a Estados Unidos, enviando a
sus tropas a aventuras distantes estando su país junto al de ustedes.
Sin embargo, el error más cruel
ocurrió con la incomprensión de la guerra de Vietnam. Algunos querían
sinceramente que todas las guerras se detuvieran cuanto antes; otros creyeron
que debería haber lugar para la autodeterminación en Vietnam, o en Camboya,
como vemos hoy con claridad particular. Pero los miembros del movimiento
pacifista de Estados Unidos participaron en la traición de lejanas naciones del
Este, en un genocidio, y en el sufrimiento impuesto hoy a 30 millones de personas
de aquellos países. ¿Esos pacifistas convencidos oyen los gemidos que vienen de
allá? ¿Entienden su responsabilidad hoy? ¿O prefieren no oír? La CIA americana
perdió su nervio y como consecuencia el peligro se ha acercado mucho más a los
Estados Unidos. Pero no hay conocimiento de esto. La miopía de los políticos
que firmaron una precipitada capitulación en Vietnam aparentemente dieron a
América un respiro de despreocupación; sin embargo, un Vietnam multiplicado por
cien asoma ahora sobre ustedes. Ese Vietnam pequeño había sido una advertencia
y una ocasión para movilizar el valor de la nación. Pero si una América
completamente apertrechada sufrió una verdadera derrota por un pequeño país
comunista, ¿cómo puede Occidente esperar permanecer firme en el futuro?
Ya he tenido ocasión de decir que en
el siglo XX la democracia no ha ganado ninguna guerra importante sin la ayuda y
protección de un aliado continental cuya filosofía e ideología no preguntó. En
la Segunda Guerra Mundial contra Hitler, en vez de ganar esa guerra con sus
propias fuerzas, que habrían sido ciertamente suficientes, la democracia
occidental cultivó a otro enemigo con más poder todavía, pues Hitler nunca tuvo
tantos recursos y tanta gente, ni ofreció ideas atractivas, ni tuvo una gran cantidad
de partidarios en el oeste -- una quinta columna potencial -- como la Unión
Soviética. Actualmente, algunas voces occidentales han hablado ya de obtener la
protección de un tercer poder contra la agresión en el próximo conflicto
mundial, si lo hay; en este caso el protector sería China. Pero no le desearía
tal protector a ningún país en el mundo. Primero de todo, es otra vez una
alianza con el Mal; además, concedería a Estados Unidos un plazo, pero cuando a
última hora China con sus mil millones personas se volteara armada con las
armas americanas, América misma caería presa de un genocidio similar al que se
esta perpetrado en Camboya en nuestros días.
Pérdida de voluntad
Pero ningún arma, no importa cuál sea
su poder, pueden ayudar a Occidente mientras no supere la pérdida de su fuerza
de voluntad. En un estado de la debilidad psicológica, las armas se convierten
en una carga para el lado de quienes capitulan. Para defenderse, uno debe
también estar preparado para morir; esta preparación escasea en una sociedad
educada en el culto del bienestar material. Nada queda entonces, solamente las
concesiones, intentos de ganar tiempo y la traición. Así, en la vergonzosa
conferencia de Belgrado los diplomáticos del Occidente libre entregaron en su
debilidad la frontera donde los miembros de los Grupos Vigilantes de Helsinki
están sacrificando sus vidas.
El pensamiento occidental ha llegado
a ser conservador: la situación del mundo debe permanecer como está a cualquier
coste, allí no debe ser ningún cambio. Este sueño debilitante de un status quo
irreformable es el síntoma de una sociedad que ha llegado al final de su
desarrollo. Uno debe ser ciego para no ver que los océanos ya no pertenecen a
Occidente, mientras que la tierra bajo su dominio sigue disminuyendo. Las dos
llamadas guerras mundiales (en realidad todavía estaban lejos de tener esa
escala mundial) han significado la autodestrucción interna del pequeño y
progresivo Occidente que ha preparado así su propio final. La siguiente guerra
(que no tiene que ser atómica y no creo que lo sea) puede quemar la
civilización occidental para siempre.
Enfrentando tales peligros, con
tantos valores históricos en su pasado, con tan alto nivel de realización de la
libertad y de devoción a la libertad, ¿cómo es posible perder en tal grado la
voluntad para defenderse?
Humanismo y sus consecuencias
¿Cómo es que se ha producido esta
adversa relación de fuerzas? ¿Cómo es que Occidente ha caído de su marcha
triunfal hasta su debilidad presente? ¿Acaso han existido desvíos fatales y
pérdidas de orientación en su desarrollo? No parece ser así. Occidente se
mantuvo avanzando en forma constante de acuerdo a sus proclamadas intenciones
sociales, a la par de su asombroso progreso tecnológico. Y súbitamente se ha
encontrado en su posición actual de debilidad.
Esto significa que el error debe
estar en la raíz, en la misma base del pensamiento humano de los últimos
siglos. Me refiero a la visión occidental que prevalece en el mundo de hoy, que
nace del Renacimiento y encuentra su expresión política a partir de la
Ilustración. Esta visión se convirtió en la base de todas las doctrinas
políticas o sociales y podríamos llamarla humanismo racionalista o autarquía
humanística. Es la autoproclamada y practicada autonomía del ser humano de cualquier
fuerza superior. También podría ser llamado antropocentrismo, con el ser humano
visto como ocupando el centro de todo lo que existe.
El punto de inflexión provocado por
el Renacimiento probablemente fue inevitable desde el punto de vista histórico.
La Edad Media había llegado a su término natural por agotamiento,
convirtiéndose en una represión despótica intolerable de la naturaleza física
del ser humano a favor de su naturaleza espiritual. Pero, después, nos
retiramos de lo espiritual y fuimos abrazando todo lo que es material de un
modo excesivo e ilimitado. La nueva forma humanística el pensamiento, que había
sido proclamada nuestra guía, no admitía la existencia de una maldad intrínseca
en el ser humano, ni entreveía una misión más elevada que el logro de la
felicidad terrenal. Dio inicio a la civilización occidental con una peligrosa
tendencia a idolatrar al hombre y a sus necesidades materiales. Todo lo que
estaba más allá del bienestar físico y de la acumulación de bienes materiales;
todas las demás necesidades y características humanas de una naturaleza
superior y más sutil, quedaron fuera del área de atención de los sistemas
sociales y estatales, como si la vida humana no tuviese un significado
superior. Eso proporcionó su acceso al Mal, que en nuestros días fluye libre y
constante. La simple libertad per se no resuelve en lo más mínimo todos los
problemas de la vida humana y hasta agrega una buena cantidad de problemas
nuevos.
Y aún así, en las primeras
democracias, como en la democracia norteamericana por la época de su
nacimiento, todos los derechos humanos fueron conferidos sobre la base de que
el ser humano es una criatura de Dios. Esto es: la libertad le fue conferida al
individuo en forma condicional, en la presunción de su constante responsabilidad
religiosa. Esa era la tradición de los mil años precedentes. Hace doscientos y
hasta hace cincuenta años atrás, hubiera sido casi inimaginable en los Estados
Unidos que se le concediese la libertad ilimitada a un individuo simplemente
para la satisfacción de sus caprichos personales.
Después, sin embargo, todas estas
limitaciones resultaron erosionadas en la totalidad de Occidente. Se produjo
una emancipación absoluta de la herencia moral de los siglos cristianos con sus
grandes reservas de misericordia y sacrificio. Los sistemas estatales se
volvieron aun más materialistas. Finalmente, Occidente conquistó los derechos
humanos, incluso en exceso, pero el sentido de responsabilidad del ser humano
ante Dios y ante la sociedad se ha vuelto cada vez más débil. Durante las
últimas décadas, el egoísmo legalista de la cosmovisión occidental ha llegado
asu apogeo y el mundo se encuentra en una aguda crisis espiritual y en una
transición política. Todos los celebrados logros tecnológicos del progreso,
incluyendo la conquista del espacio exterior, no alcanzan para redimir la
pobreza moral del Siglo XX, una pobreza que nadie hubiera imaginado incluso
todavía hacia fines del Siglo XIX
Un parentesco inesperado
En la medida en que el humanismo en
su desarrollo se fue volviendo más y más materialista, progresivamente permitió
conceptos que resultaron utilizados por el socialismo primero y por el
comunismo después. De este modo, Carlos Marx pudo decir, en 1844, que el
“comunismo es humanismo naturalizado”.
Esta afirmación no es enteramente
irracional. Uno puede detectar las mismas piedras fundamentales de un humanismo
erosionado en cualquier tipo de socialismo: materialismo ilimitado; liberación
de la religión y de la responsabilidad religiosa (algo que en los regímenes
comunistas llega al estadio de la dictadura antirreligiosa); concentración de
las estructuras sociales bajo un criterio supuestamente científico. (Esto
último es típico tanto de la Ilustración como del marxismo). No es ninguna
casualidad que las grandes promesas retóricas del comunismo giren alrededor del
Hombre (con “H” mayúscula) y su felicidad terrenal. A primera vista parece un
feo paralelismo: ¿Tendencias comunes en el pensamiento y en el estilo de vida
del Occidente y del Este actuales? Pero ésa es la lógica del desarrollo
materialista.
Más aún, la interrelación es tal que
la corriente materialista que está más hacia la izquierda, siendo que de este
modo es la más consistente, siempre demuestra ser la más fuerte, la más
atractiva y victoriosa. El humanismo ha perdido su herencia cristiana y no
puede prevalecer en esta competencia. De esta forma, durante los siglos
pasados, y especialmente durante las décadas recientes, a medida en que el
proceso se fue volviendo más agudo, el alineamiento de las fuerzas fue como
sigue: el liberalismo resultó inevitablemente desplazado por el extremismo; el
extremismo tuvo que rendirse ante el socialismo y el socialismo no pudo
resistirse al comunismo.
El régimen comunista en el Este ha
podido perdurar y crecer gracias al entusiasta apoyo de un enorme número de
intelectuales occidentales quienes (¡sintiendo el parentesco!) se negaron a ver
los crímenes de los comunistas y, cuando ya no pudieron seguir negándolos,
intentaron justificarlos. El problema persiste: en nuestros Estados del Este el
comunismo ha sufrido una derrota ideológica total; su prestigio es cero y aun
menos que cero. Y a pesar de eso los intelectuales occidentales todavía lo
miran con considerable interés y afinidad, siendo que es precisamente esto lo
que le hace tan inmensamente difícil a Occidente el resistirse ante el Este.
Antes del cambio
No voy a examinar el caso de un
desastre producido por una guerra mundial y los cambios que produciría en la
sociedad. Mientras nos despertemos todas las mañanas bajo un pacífico sol,
tendremos que llevar una vida cotidiana. Pero hay un desastre que ya está muy
entre nosotros. Estoy refiriéndome a la calamidad de una conciencia
desespiritualizada y de un humanismo irreligioso.
Este criterio ha hecho del hombre la
medida de todas las cosas que existen sobre la tierra; ese mismo ser humano
imperfecto que nunca está libre de jactancia, egoísmo, envidia, vanidad y toda
una docena de otros defectos. Estamos ahora pagando por los errores que no
fueron apropiadamente evaluados al inicio de la jornada. Por el camino del
Renacimiento hasta nuestros días hemos enriquecido nuestra experiencia pero
hemos perdido el concepto de una Entidad Suprema Completa que solía limitar
nuestras pasiones y nuestra irresponsabilidad.
Hemos puesto demasiadas esperanzas en
la política y en las reformas sociales, sólo para descubrir que terminamos
despojados de nuestra posesión más preciada: nuestra vida espiritual, que está
siendo pisoteada por la jauría partidaria en el Este y por la jauría comercial
en Occidente. Esta es la esencia de la crisis: la escisión del mundo es menos
aterradora que la similitud de la enfermedad que ataca a sus miembros
principales.
Si, como pretende el humanismo, el
ser humano naciese solamente para ser feliz, no nacería para morir. Desde el
momento en que su cuerpo está condenado a muerte, su misión sobre la tierra
evidentemente debe ser más espiritual y no sólo disfrutar incontrolablemente de
la vida diaria; no la búsqueda de las mejores formas de obtener bienes materiales
y su despreocupado consumo. Tiene que ser el cumplimiento de un serio y
permanente deber, de modo tal que el paso de uno por la vida se convierta, por
sobre todo, en una experiencia de crecimiento moral. Para dejar la vida siendo
un ser humano mejor que el que entró en ella.
Es imperativo reconsiderar la escala
de los valores humanos usuales; su presente tergiversación es pasmosa. No es
posible que la evaluación del desempeño de un Presidente se reduzca a la
cuestión de cuanta plata uno gana o a la disponibilidad de gasolina. Solamente
alimentando voluntariamente en nosotros mismos un autocontrol sereno y
libremente aceptado puede la humanidad erguirse por sobre la tendencia mundial
al materialismo.
Hoy sería retrógrado aferrarnos a las
petrificadas fórmulas de la Ilustración. Un dogmatismo social de esa especie
nos deja inermes frente a los desafíos de nuestros tiempos.
Aún si nos libramos de la destrucción
por la guerra, la vida tendrá que cambiar bajo pena de perecer por si misma. No
podemos evitar una reevaluación de las definiciones fundamentales de la vida y
de la sociedad. ¿Es cierto que el ser humano está por encima de todas las
cosas? ¿No hay un Espíritu Superior por encima de él? ¿Está bien que la vida de
una persona y las actividades de una sociedad estén guiadas sobre todo por una
expansión material? ¿Es permisible promover esa expansión a costa de la
integridad de nuestra vida espiritual?
Si el mundo no se ha acercado a su
fin, al menos ha arribado a una importante divisoria de aguas en la Historia,
igual en importancia al paso de la Edad Media al Renacimiento. Demandará de
nosotros un fuego espiritual. Tendremos que alzarnos a la altura de una nueva
visión, un nuevo nivel de vida, dónde nuestra naturaleza física no será
anatematizada como en la Edad Media, pero, más centralmente aún, nuestro ser
espiritual no será pisoteado como en la Edad Moderna.
La ascensión es similar a un
escalamiento hacia la próxima etapa antropológica. Nadie, en todo el mundo,
tiene más salida que hacia un solo lado: hacia arriba.
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