CELESTE Y AREUSA
"…no me quieras robar el mayor don que la natura me ha dado. Cata que del buen pastor es propio tresquilar sus ovejas y ganado, pero no destruirlo y estragarlo." (Tragicomedia de Calisto y Melibea, Fernando.de Rojas)
Mi nombre es Areúsa y las circunstancias de mi vida me han sido adversas. He tenido algunos momentos de dicha y muchos más de desdicha. Hoy me han regalado un cachorro de perro precioso, procedente de una camada numerosa, y han acudido fugazmente a mi memoria los años de mi niñez.
Un río profundo serpenteaba entre los juncos, y se escondía, más abajo, en un gran ojo negro, y desaparecía toda el agua; una calle empedrada remontaba piedras, puertas y balcones hasta perderse doscientos metros más arriba en una pequeña plaza; un balcón encalado se asomaba a la calle y al río; yo pasaba las horas y las horas sentada en el balcón, viendo cómo discurría el agua hacia el ojo, cómo subía la gente por la calle hacia la plaza; la torre de la iglesia cercana se erguía sobre los tejados, altiva, y el barrio temblaba cuando la campana llamaba a todos los vecinos el domingo a las doce del mediodía.
"…no me quieras robar el mayor don que la natura me ha dado. Cata que del buen pastor es propio tresquilar sus ovejas y ganado, pero no destruirlo y estragarlo." (Tragicomedia de Calisto y Melibea, Fernando.de Rojas)
Mi nombre es Areúsa y las circunstancias de mi vida me han sido adversas. He tenido algunos momentos de dicha y muchos más de desdicha. Hoy me han regalado un cachorro de perro precioso, procedente de una camada numerosa, y han acudido fugazmente a mi memoria los años de mi niñez.
Un río profundo serpenteaba entre los juncos, y se escondía, más abajo, en un gran ojo negro, y desaparecía toda el agua; una calle empedrada remontaba piedras, puertas y balcones hasta perderse doscientos metros más arriba en una pequeña plaza; un balcón encalado se asomaba a la calle y al río; yo pasaba las horas y las horas sentada en el balcón, viendo cómo discurría el agua hacia el ojo, cómo subía la gente por la calle hacia la plaza; la torre de la iglesia cercana se erguía sobre los tejados, altiva, y el barrio temblaba cuando la campana llamaba a todos los vecinos el domingo a las doce del mediodía.
Cuando pude caminar, solía acompañar a mi madre a visitar enfermos. Ella me decía que había que aliviar al desvalido y consolarlo. Y con este pretexto, salíamos de casa las dos, bien pertrechadas y perfumadas, al encuentro de aquel viejo.
Yo tendría esa edad en la que la conciencia no me permitía comprender nada; y me agradaba visitar
aquella hacienda grande, señorial, triste, vacía; nuestra casa era destartalada, sombría y ya había perdido el color blanco de las paredes, como consecuencia de la gran humedad. Él me daba caramelos y podía jugar durante un par de horas en el patio de su casa, junto al pozo soleado, mientras mi madre se desvivía por su consuelo. El enfermo era un señor alto y encorvado, con muchas arrugas por toda la piel; tantas tenía en la cara que parecía un terruño sin arar; tenía la cara mortecina, pero sus ojos rapaces acechaban, con mirada torva, por encima de una nariz picuda y retorcida hacia abajo, y cuando miraba a mi madre, despedían un brillo metálico y refulgente; algunas veces, yo notaba que me miraba de la misma forma y aquel brillo me mordía la piel. Cuando cruzamos por primera vez el umbral de su casa, él se agachó y, con sus manos enormes, me acarició las mejillas, y yo columbré que aquel quimérico beso no barruntaba nada bueno.
Al acabar el consuelo del enfermo, transcurridas las dos horas de rigor, mi madre salía, abotonándose el abrigo, me cogía de la mano y me llevaba a la carrera para casa. Yo miraba hacia el gran ventanal de vidrios emplomados, desde donde nos veía partir aquel señor triste, cansado, enfermo. Por el camino, mi madre no comentaba ningún detalle de aquellos encuentros institucionalizados, ni de la enfermedad enigmática de aquel viejo arrugado del que yo desconocía su nombre.
Desde que murió mi padre, a poco de haberse casado, mi madre no dejaba entrar a ningún hombre en el tálamo nupcial: yo dormía con ella casi todas las noches. Sin embargo, ella se cuidaba más el cutis que nunca, se aderezaba con cosméticos extraños y se cepillaba sus bellas guedejas negras durante horas frente a un espejo que devolvía la imagen de un bello rostro acicalado con hiel y miel; se hizo solícita con los enfermos: los hechizaba, aunque no supe nunca si los aliviaba realmente en su sufrimiento o empeoraban. En su regazo dormitaba el octogenario, con sus manos lavaba las heridas del joven, con sus finos hilos negros cepillados ante el espejo secaba los pies del moribundo. Así era mi madre: Celeste, humana, virtuosa, solícita, de todos.
La tarde en que murió mi padre, me llamó con unos ojos vidriosos a su triste lecho para acariciarme el cabello por última vez. Me dio un beso suave en la mejilla: fue la única herencia que me dejó. Sin embargo, no sé cómo, desde entonces nuestra vida angosta se acabó, las penurias económicas desaparecieron. Empezamos a vivir holgadamente, comida no nos faltaba, vestíamos con decencia. Mi madre se esforzaba en sus quehaceres samaritanos tras la muerte de su pobre marido y en los cinco años en que sirvió fielmente a aquel viejo de cara arrugada y mirada dura, la fama de mi progenitora, madre y tutora corría de boca en boca por toda la ciudad y muchos enfermos solicitaban sus servicios.
Cierto día, recuerdo que llamaron al timbre. Mi madre había salido unos instantes a dar un recado y, aunque me dejó dicho que no le abriera a nadie, olvidé su insistencia y abrí la puerta. Era un hombre con bigote y muy guapo, de figura estilizada y esbelta; llevaba un frac elegante, camisa almidonada, pajarita a juego y bastón con puño de marfil. Al verme, se quitó el sombrero de copa y, con ademán distinguido, me dijo:
- Buenos días, señorita. ¿Vive aquí Celeste?
- Sí, pero ha salido. No tardará, señor.
- Entréguele esta tarjeta, por favor. Es mi dirección. Dígale que es urgente.
- Sí, señor.
- Muchas gracias, señorita. Adiós.
Pero a mí no me pareció que estuviera enfermo. Desde el balcón pude comprobar que se montaba en un Mercedes y se alejaba por el fondo de la calle. Cuando le di la tarjeta a mi madre, no le gustó mucho que yo hubiera abierto la puerta a desconocidos; a pesar de todo, por la tarde fuimos a socorrer la urgencia de ese señor.
En otra ocasión, vino otro hombre. Esta vez fue mi madre quien le abrió la puerta y no me enteré de la breve conversación que mantuvieron; esa misma tarde visitamos su enorme caserón repleto de pequeñas huertas y nos dio tomates, pimientos y patatas para un par de semanas; mi madre solía decir que a los nublados oscuros había que plantar claros soles, y así, con alegría y deleite, regresábamos a casa.
A veces miro hacia atrás y noto que he perdido la noción de mi edad. No sé cuántos años puedo tener ahora. Tengo una gran incertidumbre sobre mi nacimiento, sólo recuerdo tenuemente el río, la calle, el balcón, la plaza, la torre. No puedo saber exactamente las razones y las circunstancias que me llevaron a ser lo que soy ahora, desconozco la relación que mantuvieron mis padres durante los primeros años de mi vida. A veces el espejo es duro conmigo, devolviéndome una visión oscura, envejecida, unos ojos sin asomo de alegría, un rostro mancillado, un cuerpo curtido por el desamparo, un alma sumida en las más terribles vejaciones; mi carácter se ha vuelto desabrido e inmisericorde; hoy por hoy desconfío de la naturaleza del hombre bien vestido, del hombre joven, del señor maduro, del viejo, del enfermo. En ocasiones, cierro los ojos y me vuelven recuerdos como fogonazos de mi niñez, momentos que quiero olvidar y no puedo, y si cierro los ojos, los veo con mayor claridad.
Recuerdo con exactitud que siempre jugaba sola, que en el colegio las niñas me daban de lado, que mi madre no hablaba con las madres de las otras niñas.
- No te preocupes, Areúsa. Te tienen envidia, y por eso no juegan contigo -me decía ella a la salida del colegio- Pero tú llegarás a ser más que ellas. Tú llegarás muy alto en la vida. Y conocerás a mucha gente distinguida. ¡Por éstas!
Y se besaba los dedos gordo e índice formando una cruz, con una rabia y una convicción que no me cabía la menor duda de que yo llegaría alto en la vida... Y a lo más alto que he subido ha sido a un séptimo piso en la Avenida Andaluces.
Por aquel entonces, a mí me gustaba ir de la mano de mi madre, como a todas las niñas: paseando por el parque, viendo los setos verdes, los frondosos árboles, la fuente de agua, los columpios. Pero cuando más disfrutaba era cuando nos sentábamos en un banco a echarles migajas de pan a las palomas. Eran sumamente confiadas, se venían a la mano y sobre ésta picoteaban. Yo las veía muy frágiles y hermosas. Tenían un plumaje llamativo y unos andares gráciles, pero ellas no se daban cuenta de eso. Sólo comían, picoteaban, comían, picoteaban, y no percibían el peligro a sus espaldas. Con el paso de los años he aprendido que en el reino animal abundan las similitudes entre unas especies y otras.
Aquella misma tarde, no recuerdo si llovía o hacía sol, si fui al colegio o no, si era lunes o domingo, si tenía nueve o diez años..., sí recuerdo que mi madre me había comprado un vestido precioso, que me había peinado a conciencia antes de salir a la calle y que me dijo quedamente: "Hoy estás más bonita que nunca". En el parque, las palomas venían confiadas a mis manos y picoteaban ajenas a cualquier peligro. Mi madre se mostraba nerviosa y miraba el reloj convulsivamente. Un hombre se acercó a nosotras y nos saludó con amabilidad. Se sentó junto a mi madre y estuvieron hablando durante unos minutos. Dijo que estaba enfermo y fuimos a su casa.
Cuando llegamos allí, nos enseñó el patio, el salón, la cocina, y en la parte de arriba nos mostró varias habitaciones. En una, había una gran cama en el centro, y sobre ella, varias muñecas. ¡Nunca antes había tenido una y aquéllas eran ...!
- Si quieres, puedes jugar con ellas.
No esperé a que me lo dijera otra vez y me senté en la cama con los ojos y la boca abiertos, mirando las caras de porcelana, los vestidos de las muñecas bordados con oro y grana. Mi madre dijo:
- Voy a por agua, Areúsa. No te muevas de aquí.
Aquel hombre cerró la puerta con llave; yo seguía jugando, jugando, jugando; no veía nada detrás de mí, sólo tenía ojos para las muñecas; él se acercó a mí por la espalda; las muñecas eran hermosas y frágiles; el sol se fue apagando tras las montañas, él me tocó los hombros, el crepúsculo redujo la intensidad de la luz... Yo seguía jugando, jugando, jugando con las muñecas...
Y desde entonces, no he vuelto a ver a mi madre…