La defensa de la doxa
en la obra de Hannah Arendt
RICARDO GIBU SHIMABUKURO
Doctor
en Filosofía por la Pontificia Universidad Lateranense (Roma, Italia). En la
actualidad es Profesor-Investigador de la Benemérita Universidad Autónoma de
Puebla (México). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México
(nivel I). Ha publicado Unicidad y relacionalidad de la persona. La
antropología de Romano Guardini (2008), Actualidad hermenéutica de la
prudencia (coord., junto con A. Xolocotzi, 2009) y Proximidad y
subjetividad. La antropología filosófica de Emmanuel Lévinas (2011). Entre
sus artículos recientes cabe mencionar “Redefinición de la βούλεσις y de la πρόνεσις aristotélicas en
la ética de santo Tomás de Aquino” (2010) y “Reflexiones éticas en torno a lo
artificial” (2011).
Resumen
Si la eliminación
de la palabra y la persuasión determinan el origen de la violencia, ¿su
restauración no podría abrir la posibilidad de la convivencia pacífica? La doxa,
aquella forma de conocimiento que la filosofía desde sus orígenes ha
desterrado al reino de lo ilusorio ¿no podría constituir el ámbito propicio del
diálogo político en donde los interlocutores se abran a la comprensión del otro
sin querer imponer una verdad absoluta? El objetivo de este trabajo será
considerar el papel de la doxa en el pensamiento de Arendt, dentro de su
proyecto de reinterpretar la relación entre la filosofía y la política.
Palabras clave: Filosofía política, doxa, totalitarismo, intersubjetividad.
The defense of doxa
in the work of Hannah
Arendt
Abstract
If the removal of dialogue and persuasion
determine the origin of violence; could not their restoration open the
possibility of peaceful coexistence? Doxa, that form of knowledge that
philosophy, since its inception, has banished to the realm of illusion; might
not be the enabling environment for political dialogue in which interlocutors
are open to understanding each other without aiming to impose an absolute
truth? The objective of this work will be to consider the role of doxa in the
thought of Arendt, within her project to reinterpret the relationship between
philosophy and politics.
Key words: Political philosophy, doxa, totalitarianism,
intersubjectivity.
La afirmación de Arendt de no querer ser
considerada una filósofa, sino una teórica política entraña una toma de
posición sobre la filosofía que debe aclararse1. Más que la intención de
abandonar la filosofía, detrás de esta afirmación está el deseo de redefinirla
en orden a comprender aquello que los filósofos de profesión fueron incapaces
de comprender en los acontecimientos de orden político y social que marcaron la
historia del siglo pasado, sobre todo aquellos vinculados a los totalitarismos.
El itinerario intelectual de Arendt se puede explicar a partir del deseo de
cumplir con las exigencias postergadas por los filósofos respecto a categorías
idóneas que permitan comprender lo acontecido. En el ámbito filosófico ello
significaba la posibilidad de reinterpretar la relación entre vida
contemplativa y vida activa, más precisamente, entre filosofía y política que,
desde Platón, aparecía bajo la impronta de una mutua hostilidad. La
indiferencia o el desprecio del filósofo respecto a lo público inaugura una
forma de violencia que se manifiesta cuando «hacer el bien» significa para él
imponer la verdad a los demás sin necesidad de diálogo ni persuasión, de
discurso ni debate político.[1]
Si la eliminación de la palabra y la persuasión determinan el origen
de la violencia política, ¿su restauración no podría abrir la posibilidad de la
convivencia pacífica? En ese sentido, la doxa, aquella forma de
conocimiento que la filosofía desde sus orígenes ha desterrado al reino de lo
ilusorio ¿no podría constituir el ámbito propicio del diálogo político en donde
los interlocutores se abren a la comprensión del otro sin querer imponer una
verdad absoluta? Mi objetivo en este trabajo será, precisamente, considerar el
papel de la doxa en el pensamiento de Arendt, dentro de su proyecto de
reinterpretar la relación entre la filosofía y la política. El trabajo se
dividirá en tres partes: en la primera, expondré el giro hacia lo político en
el pensamiento de Arendt; en segundo lugar, abordaré el rol de la doxa en
el ámbito de lo político, y finalmente, analizaré las posibilidades de una
nueva filosofía política expuesta en La Condición Humana (1958).
1. Ruptura con la tradición
El reconocimiento de que la filosofía fue incapaz de comprender la
singularidad del fenómeno político en el pasado siglo, no puede desligarse de
la dimensión personal que este hecho asumió en la vida de Arendt cuando los
nazis asumieron el poder en el año 1933. Ella lo plantea así: «el problema, el
verdadero problema personal no fue lo que hicieron nuestros enemigos, sino lo
que hicieron nuestros amigos… Yo vivía en un medio intelectual (…) y pude
comprobar que la ‘uniformización’ se convertía, por decir, en regla entre los intelectuales; no así en
otros medios (…) Dejé Alemania dominada por la idea ―algo exagerada sin duda―
de „nunca más‟, nunca más meterme en historias intelectuales»[2].
La dimensión afectiva y personal de esta decisión está en una relación directa
con las consecuencias intelectuales a las que Arendt llegó tras esta
experiencia: el totalitarismo nos pone ante la exigencia de romper con las
categorías político-filosóficas conocidas hasta ese momento para poder comprender
un fenómeno inédito en la historia de la humanidad. La exigencia de esta
ruptura no viene impuesta por una teoría sino por la novedad del hecho
histórico que se quiere comprender. Los ejercicios de comprensión política que
realiza Arendt en su libro Los orígenes del totalitarismo de 1951 son
precisamente el intento de iluminar una situación histórica novedosa ante la
cual las categorías filosóficas tradicionales se mostraban deficientes y
opacas. Para Arendt el desconcierto y la desorientación imperantes eran la
prueba de que la pretendida supremacía de la mirada filosófica sobre el
pensamiento político había llegado a su fin. Ahora bien, ¿en qué consistía la
novedad del totalitarismo?
En la segunda parte de Los orígenes del totalitarismo titulada
El imperialismo, Arendt señala que el siglo veinte fue testigo de un
fenómeno de masas sin precedentes en la historia de la humanidad: el de los
apátridas. Se trata de un fenómeno anterior propiamente al de los gobiernos
totalitarios, pero estrechamente vinculado a éste. Su surgimiento se remonta al
final de la primera guerra mundial tras la disolución del imperio
austro-húngaro y el establecimiento de los Estados bálticos, más precisamente,
cuando millones de rusos, centenares de miles de armenios, alemanes (muchos de
los cuales eran judíos), húngaros y españoles, quedaron fuera de su patria
perdiendo la nacionalidad a causa de sus divergencias con los gobiernos de
turno. Se trataba de un fenómeno de desnaturalización o desnacionalización en
masa, de la pérdida de protección de los respectivos gobiernos de la que no
había precedentes y para la cual era necesario crear una legislación de
minorías que buscara salvaguardar su estatus legal. Las dos soluciones para el
problema del apátrida, la de la repatriación y la de la nacionalización, fueron
un fracaso. La primera, porque ni el país de origen ni ningún otro aceptaban al
apátrida. El hecho de ser «indeportables» se tradujo en su condición de
indeseables y en su indefensión ante la fuerza de la policía local. Los campos
de internamiento se convirtieron en el único sustituto del país inexistente del
apátrida. Ésta fue la solución que dará más adelante Hitler: después de reducir
a los judíos alemanes a condición de una minoría no reconocida, los recogió de
todas partes para enviarles a los campos de exterminio. La otra solución, la de
la nacionalización, también fue un fracaso porque los países que acogían a los
apátridas se negaron a atender las masivas solicitudes para nacionalizarse e
incluso llegaron a aprobar leyes de desnacionalización para aquellos que la
habían conseguido anteriormente. Sin derecho a residencia ni a trabajo, el
apátrida era una anomalía social para la que no existía propiamente una ley. El
derecho a tener derecho reconocido por la Carta de los Derechos Humanos parecía
ser el mejor argumento para proteger su situación vulnerable, sin embargo, en
el plano de los hechos se volvía una atribución prácticamente inexistente
debido a su carácter abstracto y universal. Los únicos beneficiarios de tales derechos,
paradójicamente, eran los ciudadanos de los países más prósperos, aquellos
reconocidos como tales no por su condición de seres humanos sino por contar con
una nacionalidad en toda regla. Se dio la extraña situación en la que el
apátrida, para poder ser reconocido por la ley tenía que transgredirla, es
decir, tenía que cometer un acto ilegal. Sólo el delito le permitía recobrar
algún tipo de igualdad al ser juzgado como a cualquier otro ciudadano. Visto
así, la tragedia del apátrida no era tanto existir al margen de la ley, es
decir, en la ilegalidad, sino que no haya leyes para él. Su tragedia no era el
ser víctima de alguna opresión, sino el que nadie quería oprimirle; no era el
estar censurado, sino que a nadie le interesaba su opinión. No tener un lugar
en el mundo es ante todo carecer de un espacio en donde sus palabras y acciones
sean reconocidas y vistas por los demás. Para Arendt esta situación no se había
dado antes en la historia y no puede ser ni siquiera comparada a la de los
esclavos de la polis. Éstos no estaban desposeídos de una comunidad en
la medida que su trabajo era necesitado, utilizado y valorado por los
ciudadanos. Un ser humano que ha perdido su lugar en una comunidad y, por
tanto, su status político, sólo puede valorar aquellas cualidades
propias de su esfera privada, aquello que la naturaleza le ha dado y que
Aristóteles atribuye a la fortuna: raza, belleza, amistad, fortuna, fuerza,
etc. Y cuando esas cualidades son las únicas que pueden hacer valer su derecho
a ser reconocido pueden asumir una violencia inusitada que no admite ninguna
oposición ni resistencia.
Así como los
apátridas configuran un escenario inédito en la historia de la humanidad,
también constituye un hecho sin precedentes el surgimiento de los gobiernos
totalitarios. El totalitarismo rompe con toda forma de gobierno conocida hasta
entonces al punto de no poder ser juzgado como una variante del gobierno
tiránico o como una forma ilegal de autoridad. El dinamismo interno del
gobierno totalitario se coloca por encima del bien y del mal, de lo justo y de
lo injusto, de modo que toda ley positiva queda eliminada en beneficio de una
ley identificada con el devenir de la Naturaleza y de la Historia de la que
procederían todas las leyes positivas[3].
La eliminación de la ley, de aquello que para Cicerón hacía posible la
existencia de un pueblo (consensus iuris), era el paso necesario
para que el gobierno totalitario realizara la justicia en la Tierra, la
producción de una Humanidad que encarnaba la ley. Las leyes propuestas por el
totalitarismo no se presentan como realidades inmutables inscritas en la
conciencia del hombre, sino como leyes de movimiento que, con carácter de
necesidad, arrastran todo a su paso. Ante la fuerza natural de ese dinamismo no
existe oposición ni política ni social que pueda hacerle frente. Por ello la
realización de ese movimiento asume la forma del terror. Terror que tiene como
objetivo, en primer lugar, permitir que la fuerza de la Naturaleza y de la
Historia fluya sin obstáculos, esto es, destruya toda acción que pretenda
inútil e ingenuamente detenerla; y en segundo lugar, fabricar una Humanidad
plena a través del sacrificio de los individuos que no la favorecen. En este
proceso, no hay otro principio ni otro final que aquellos que están ya contenidos
en esta ley. Sin posibilidad de otro origen que no sea el que esta ley impone,
forma parte intrínseca del gobierno totalitario suprimir la vida individual en
favor de la especie, sacrificar la pluralidad en favor de la uniformidad porque
es en el individuo, más precisamente, en su acción libre, donde podría surgir
un punto de partida exterior al dinamismo omniabarcante de la Naturaleza y de
la Historia. Los hombres, sustituidos por el Hombre, forman ahora un constructo
de dimensión universal que destruye el espacio que hay entre ellos para
fusionarlos en un «anillo de hierro» que hace imposible toda distinción. En un
entorno semejante lo decisivo ya no será crear alguna convicción entre los
individuos determinada en favor del agente político, sino sobre todo destruir
la posibilidad de que se genere algún tipo de convicción sea el que fuere;
destruir cualquier tipo de deliberación y reflexión que lleve a alguna certeza[4]
y, por tanto, a alguna acción. Las convicciones quedan reemplazadas por las
ideologías que proponen una idea de la historia cuyo devenir no admite ya lugar
a ningún misterio. En efecto, el movimiento natural o histórico en el que se
inserta el gobierno totalitario tiene como misión, y he allí la importancia del
terror, destruir todo aquello que retrase su despliegue, esto es, la libertad y
la fuente de donde ésta surge: el nacimiento[5].
2. La defensa de
la doxa
El fin de la
tradición sellado con el régimen totalitario puso en evidencia la vaciedad de
las categorías filosóficas y, por tanto, la incapacidad del hombre
contemporáneo de comprender su mundo. El conflicto secular entre la filosofía y
la política pasaba a un segundo plano respecto al estado de marginalidad e
irrelevancia que ahora ambas compartían en un mundo marcado por la quiebra del
sentido común. Arendt considera que una situación semejante exige el desarrollo
de «una nueva filosofía política de la cual pudiese surgir una nueva ciencia de
la política»[6]. La
realización de tal posibilidad implica comprender el origen del conflicto entre
la filosofía y la política con el fin de: (1) superar las contradicciones y
equívocos allí presentes y (2) alcanzar una mirada prospectiva para un trabajo
en común en orden a la configuración de una sociedad plural. Son varios los
trabajos en los que Arendt ofrece una interpretación sugerente de esta relación
y posibilidades novedosas para una reflexión filosófica en el contexto político
actual. Destacamos principalmente dos: Filosofía y Política de 1954[7]
y Algunas cuestiones de filosofía moral de 1965-1966[8].
La hostilidad de la filosofía hacia la política tiene como precedente
el antiguo prejuicio de los ciudadanos de la polis contra los sabios (sophoi)
expresado en aquella famosa anécdota, narrada tanto por Platón como Aristóteles[9]9,
de la joven de Tracia que se burlaba de Tales al verle caer en un pozo cuando
observaba los astros en el cielo[10].
Si el sophos no sabe lo que es bueno para sí, menos puede saber lo que
es bueno para la polis. Esta mirada despectiva no pasó a mayores
mientras los filósofos asumían sin problemas su marginación social por parte de
aquellos que los veían como seres desconectados de los asuntos de la vida
cotidiana. El primer filósofo que quiso traspasar esta frontera trazada por la polis
fue Sócrates. Sería un error, sin embargo, pensar que este traspasar
socrático supone una confrontación de los filósofos contra los ciudadanos. Para
Arendt esta posición de confrontación es la que representa más bien Platón. La
muerte de Sócrates significó para su discípulo la confirmación de que el camino
elegido, esto es, la exposición de la verdad a la crítica de sus
interlocutores, había sido erróneo. La verdad expuesta a través de un discurso
persuasivo entrañaba el riesgo de quedar reducida a una opinión entre
opiniones, de quebrarse en su propia fragilidad y vulnerabilidad, tal como la
sentencia contra Sócrates lo confirmó. Había que trabajar en función de una
verdad liberada de este riesgo. La teoría de las ideas de Platón busca
responder a la fragilidad y a la mutabilidad de la opinión puesto que la verdad
de lo ideal no está en medio de los hombres, sino por encima de ellos. A pesar
del carácter trascendente y, por tanto, apolítico de las ideas, Platón se
resistía a aceptar el rol irrelevante y marginal al que la polis le
destinaba. La primacía otorgada a la idea del bien respecto a las demás ideas
buscaba revertir esta situación[11].
En efecto, si lo que debe regir la ciudad no es aquello que puede resultar
bueno en una determinada situación, sino aquello que siempre es bueno, el
gobierno de la ciudad debe estar en manos del filósofo pues sólo él está en
relación con las realidades eternas. En un gobierno semejante, el diálogo y la
persuasión dejan su lugar al mandato del legislador y a la obediencia de los
ciudadanos.
Si bien Platón considera la dialegesthai como el discurso
propiamente filosófico, ella será concebida en oposición a la persuasión y a la
retórica. La dialéctica platónica no apunta al descubrimiento de la verdad
junto con otros, sino a la mostración de una verdad que ya se conoce
previamente. Por ello resulta paradójico que en los diálogos platónicos
no sea el diálogo el medio que permite al filósofo acceder a la verdad, sino la
visión de la mente, la contemplación (theoría)[12].
Persuadir significa para Platón «imponer la opinión propia a las opiniones de
los demás»[13],
imponer la verdad de lo que se ha contemplado a través de un diálogo que en
realidad no es tal. Prueba de ello es el recurso a los mitos al final de los
diálogos políticos (con excepción de Las Leyes) que no tienen otro
objetivo que suscitar el temor de los oyentes con imágenes sobre los
sufrimientos de las almas, derivados de su mal comportamiento en esta vida. Si
consideramos que el inicio de la filosofía coincide con la experiencia muda del
thaumadzein, no nos debe resultar extraño que el quehacer filosófico se
realice a partir de una contemplación caracterizada por su desvinculación con
los demás hombres y por la ausencia de palabras[14].
Esta posición no es sólo característica de Platón, sino también de Aristóteles
para quien «la verdad última está más allá de las palabras. En la terminología
aristotélica ―señala Arendt― el recipiente humano es el nous, el
espíritu, cuyo contenido no posee logos»[15].
La confianza de Sócrates en la palabra hablada, en el razonamiento y
en la persuasión como forma de alcanzar la verdad, muestra una idea del
filosofar muy alejada a aquella guiada y dominada por la contemplación. En tal
sentido, Arendt rechaza la interpretación tradicional que vincula la tríada
Sócrates-Platón-Aristóteles con una filosofía cuyo fin es el theorein. Es
posible que esta posición se originara como réplica a la idea que Heidegger
exponía en el curso sobre El Sofista de Platón ―al que la propia Arendt
asistió― en el invierno de 1924-25 en Marburgo; idea según la cual Sócrates,
Platón y Aristóteles habían sido los fundadores de la filosofía científica[16].
El carácter científico del filosofar permitía reivindicar una manera de existir
orientada al descubrimiento de la realidad a través de la comprensión originaria
del ente (theorein)[17].
Según Arendt, esta interpretación, si bien puede mantenerse en relación a los
dos últimos, yerra en relación al primero[18].
Para Sócrates el filosofar no puede tener un fin fuera del ámbito político y,
por tanto, no puede comprenderse como una theoría. Lo que él busca como
filósofo es crear un mundo común, esto es, una comunidad. Esta realidad
política sólo puede surgir a partir de lazos de amistad entre la ciudadanía
ateniense dominada por el espíritu agonal y competitivo. La amistad, lejos de
generar un proceso de homogenización, hace posible que seres humanos distintos
sean compañeros en un mundo común bajo un régimen de igualdad. Sólo el amigo es
capaz de crear un diálogo auténtico en el que se busca comprender la verdad
contenida en la opinión del otro, sin imponer una verdad ya poseída. «El amigo
comprende cómo y bajo qué articulación específica el mundo común se le presenta
al otro, quien como persona permanece siempre desigual o distinto»[19].
El modo particular como el mundo se revela a cada quien, la comprensión del
mundo «tal como se me presenta a mí» es lo que Sócrates entiende por doxa. No
se trata de aquello que Aristóteles entiende como eikos, es decir, lo
probable o lo verosímil; tampoco de una comprensión arbitraria o fantasiosa.
Para comprender el sentido de la doxa al interior del discurso socrático
es preciso vincularlo a su acepción no muy conocida de fama y de esplendor. En
efecto, sólo puede haber doxa en la esfera pública, allí donde el
ciudadano es capaz de mostrarse, esto es, ser visto y oído por los demás. Es
precisamente en ese ámbito, no en la privacidad del hogar, donde el hombre
podía asegurar su inmortalidad a través de la grandeza manifiesta de sus palabras
y sus acciones, pero sobre todo, a través del reconocimiento de tal grandeza
por parte de los demás ciudadanos.
Puesto que no hay un conocimiento a priori de la doxa ni
una relación de superioridad del filósofo respecto al ciudadano, Sócrates debe
empezar con preguntas. Las preguntas revelan que la intención socrática no es
educar a los ciudadanos o gobernarles en función de una verdad absoluta ya
poseída, sino ser un «tábano» capaz de aguijonear a sus amigos, esto es, capaz
de sacar a la luz, mediante la mayéutica (el arte de la partera), la verdad
presente en su doxa. En la medida que nadie conoce de modo inmediato la
verdad inherente a su propia opinión, se hace precisa la auténtica dialegesthai
para que tal verdad vaya apareciendo ante uno mismo. Esta dialéctica, por
tanto, no busca destruir la doxa, sino revelar la validez que ella misma
entraña. La verdad sólo puede manifestarse mediante el conocimiento de la
realidad tal como se me aparece a mí. Una verdad entendida en términos
absolutos y universales, desconectada y trascendente a la existencia del hombre
singular, no está al alcance de los mortales. El «conócete a ti mismo» del
templo de Delfos, es un recordatorio para Sócrates de que no tenemos la verdad
acerca de todo y de que no podemos conocer la verdad del otro sino a través de
la pregunta.
El hecho de que existan tantas opiniones como hombres existen, no
pone en riesgo el elemento común del mundo (koinon) al que éstos
pertenecen. Tal elemento queda asegurado en el hecho de que, a pesar de las
diferencias, «tanto tú como yo somos humanos», esto es, vivimos en el modo del
discurso[20].
Compartir la posibilidad de razonar y de dialogar es lo que permite a los
hombres participar de un mundo común y liberarse del solipsismo. La única
condición para la realización de esta posibilidad es estar de acuerdo consigo
mismo, es decir, evitar la contradicción. El descubrimiento de la contradicción
permite llegar a un aspecto de la realidad humana que marca el punto de quiebre
de Sócrates respecto a la tradición filosófica posterior. Si bien fue
Aristóteles el que fundó la lógica occidental sobre el principio de
contradicción, fue Sócrates el que descubrió por vez primera este principio en
el ámbito de la política y de la ética. En el diálogo Gorgias encontramos
estas palabras de Sócrates: «(es mejor) que muchos hombres no estén de acuerdo
conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no soy más que uno, esté en
desacuerdo conmigo mismo y me contradiga»[21].
El temor a la contradicción aparece aquí no sólo como un temor a una
equivocación lógica, sino el temor a estar en desacuerdo conmigo mismo, a
convivir con alguien que me podría resultar insoportable y del cual no habría
posibilidad de distanciarse porque coincide con mi propia existencia. En otras
palabras, caer en la contradicción significaría elegir la división, aceptar
como modo de vida el conflicto entre dos voces en permanente pugna al interior
del propio ser: la de la razón y la del sinsentido. Si la voz de la razón me
prohíbe quitar la vida a alguien, no es por la existencia de testigos
potenciales, sino porque no aceptaría bajo ningún concepto vivir junto a un
asesino. «Al cometer asesinato estarías en compañía de un asesino para el resto
de tu vida»[22].
El temor a la contradicción revela un hecho antropológico importante:
que, aun estando solo, estoy en una relación de diálogo conmigo mismo, lo cual
significa que si bien soy uno me muestro como si fuera dos. La condición
antropológica del «dos-en-uno», en expresión de Arendt, indica que la primera
sede de la aparición y de la pluralidad no es la esfera pública, sino la esfera
de la propia subjetividad. Sócrates fue consciente del rol político que tenía
el aparecer ante uno mismo. Su enseñanza podría resumirse en esta frase:
«aparece ante ti mismo tal y como te gustaría aparecer ante los demás»[23].
Lo políticamente relevante de este modo de aparecer ante sí es que a través de
ella testifico sobre mi propia existencia, sobre mi responsabilidad con los
demás, sobre mis posibilidades futuras. En tal sentido, toda pretensión de huir
de la pluralidad por parte del filósofo se torna, ante el hecho del diálogo y
la aparición ante uno mismo, algo imposible. Para Arendt esta imposibilidad
tendrá consecuencias importantes en la definición tradicional de la filosofía y
también en el modo de comprender la relación entre filosofía y política. En
efecto, el origen de la filosofía se ha vinculado, desde Platón y Aristóteles,
con el asombro del filósofo ante aquello que existe; un asombro caracterizado
por el aislamiento y la ausencia de palabras. En esta conmoción contemplativa
el filósofo se enfrenta solitariamente a todo el universo, en una situación
cercana a la que se presentará en el momento de su muerte. El carácter apolítico
de esta experiencia se manifiesta en la universalidad y la indeterminación de
la realidad contemplada que impide la asunción de cualquier doxa. Poseer
una doxa significaría desde esta perspectiva asumir una forma de vida
sellada por la volatilidad y mutabilidad. Por ello, cuando el filósofo recupera
la palabra, se expresa no a través de opiniones sino a través de preguntas
últimas (¿qué es el ser?, ¿cuál es el sentido de la existencia?, ¿qué es la
muerte?) desligadas de respuestas inmediatas y singulares.
Para Arendt la oposición theoría-doxa mantenida
tradicionalmente por la filosofía es una interpretación que no se sigue
necesariamente del thaumadzein. Si la posibilidad de aparecer y de
dialogar con uno mismo constituye un hecho ineludible del ser humano, el
asombro filosófico no puede significar un hecho apolítico en sí mismo ni una
ruptura con la pluralidad. La distinción que realiza Arendt entre soledad y
solitud, permite una nueva comprensión del thaumadzein. Si la soledad
es aquel estado de total abandono en el que ni siquiera soy capaz de hacerme compañía,
es decir, en el que postergo el diálogo conmigo mismo, la solitud es el
vivir conmigo mismo y el juzgar por mí mismo[24].
«La solitud ―afirma Arendt― significa que, aunque solo, estoy junto con alguien
(esto es, yo mismo). Significa que soy dos-en-uno»[25].
Las primeras palabras formuladas por Sócrates tras el thaumadzein; aquel
asombro que según Platón lo dejaba inmovilizado, transportado como en un rapto,
con la mirada perdida, sin capacidad de ver y oír nada, se expresaba así: «sólo
sé que nada sé». Este no saber socrático lejos de producir una ruptura con la polis
significaba el punto de partida de la inserción del filósofo en el ámbito
de la pluralidad. Para Arendt, el «sólo sé que no sé nada» de Sócrates
significa lo siguiente: «sé que no tengo las verdades para todos; no puedo
conocer la verdad del otro sino preguntándole y, así, familiarizarme con su doxa,
que se le revela de un modo distinto al de todos los demás»[26].
La posibilidad de una nueva filosofía política supone la comprensión de un thaumadzein
intrínsecamente vinculado con el mundo de los hombres; la comprensión de
que el milagro de la pluralidad, de las distintas formas de ver la realidad en
el espacio de un mundo común, es la razón más alta por la que el filósofo puede
sorprenderse[27].
3. La posibilidad
de una nueva filosofía política
La condición
humana de 1958 constituye una de las más importantes
propuestas de Arendt en relación a la nueva filosofía política que cuatro años
antes había anticipado en su trabajo Filosofía y Política. El filosofar
no debe conducir necesariamente, como en Platón, a un alejamiento de la polis
ni al rechazo del mundo común manifestado a través de la doxa. Como
ya hemos visto, la presencia de la pluralidad y del espacio de aparición en el
propio sujeto permitirá a Arendt considerar la dimensión política en el origen
mismo de la filosofía y en su ulterior despliegue a través del preguntar. Las
categorías filosóficas tradicionales consideradas en términos de inmutabilidad
y absolutez, dejarán abierto el camino a categorías surgidas dentro de «las
siempre cambiantes potencialidades del sí mismo junto al cual vivo»[28].
A modo de ejercicios de comprensión, analizaremos la novedad semántica en
cuatro categorías expuestas en La condición humana: igualdad y
pluralidad, libertad y natalidad. Además de mostrar las posibilidades de una
reflexión filosófica en el ámbito político, el análisis de estas categorías
permitirá ver, por un lado, el modo cómo la filosofía y la política se
reconcilian en la comprensión del mundo en el que vivimos, y, por otro, que la
intención de Arendt de distanciarse de la filosofía debe entenderse en verdad
como una exigencia de redefinirla.
3.1. Igualdad y
pluralidad
Cuando la igualdad ya no puede ser justificada en virtud de un Dios
Creador ni de una cualidad intrínseca al ser humano, cuando ella es comprendida
como un hecho mundano en sí carente de algún fundamento trascendente, se abren
dos posibilidades: la primera, confundir la igualdad con una cualidad innata
del individuo el cual será considerado «normal» si es como los demás y
«anormal» si es diferente a ellos. Es precisamente lo que sucedió tanto con la
marginación de los apátridas como con la eliminación de los sospechosos en los
gobiernos totalitarios. En ambos casos quienes perdieron las atribuciones que
la ley les reconocía, perdieron al mismo tiempo las cualidades que les
permitían ser tratados como semejantes o iguales. La segunda posibilidad,
aquella que Arendt propone en este libro, es configurar un espacio político en
donde los hombres, desiguales por naturaleza, tienen derechos iguales.
Arendt parte del reconocimiento del carácter mundano de la igualdad y
de los derechos humanos. La igualdad no es un don de la naturaleza, no es algo
que hemos recibido por el hecho de existir, más bien llegamos a ser iguales
como miembros de una comunidad gracias a la decisión de concedernos unos a
otros los mismos derechos[29].
Más que de una igualdad natural, que coincidiría propiamente con la identidad
de la especie, Arendt habla de una igualdad política que se configura en el
plano de la acción. Para explicitar la naturaleza de ésta, distingue las formas
no políticas del obrar humano: la labor y el trabajo. La labor es la actividad
vinculada al proceso biológico del cuerpo humano y a sus necesidades vitales.
El trabajo es la actividad correspondiente a la dimensión no natural de la existencia a través
de la cual el hombre se procura un mundo artificial de cosas producidas.
Ninguna de estas actividades implica la existencia de las demás personas para
su despliegue. El mantenimiento de la existencia a nivel biológico así como la
producción de realidades artificiales pueden realizarse en soledad. A
diferencia de estas actividades, la acción humana que configura la igualdad
implica necesariamente la posibilidad de aparecer ante los demás. Los seres
humanos somos iguales en la medida que cada uno se hace visible y audible al
otro a través de sus acciones (praxis) y de sus palabras. No se trata de
la igualdad que impone el hecho biológico de la muerte, tampoco de la igualdad
ante Dios. En ambos casos la igualdad se da en el aislamiento y la soledad, en
una situación donde no hace falta la comunicación ni la presencia de los otros.
Arendt se refiere a una igualdad entre pares, entre desiguales, capaces de
distinguirse entre sí y de aparecer ante el otro a través de sus palabras y
acciones. «Si los hombres no fueran iguales ―afirma Arendt―, no podrían
entenderse (…) Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano
diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no
necesitarían el discurso ni la acción para entenderse. Signos y sonidos
bastarían para comunicar las necesidades inmediatas e idénticas»[30].
Arendt tiene como referente la polis griega donde se incentivaba el
espíritu competitivo, «agonal». Lejos de promover la uniformidad de conducta,
la polis impulsaba a que el individuo se distinga de los demás, y
demostrara con sus acciones y palabras que era el mejor. Es precisamente en
este espacio político donde el hombre puede mostrar quién es[31].
Esta igualdad
entre desiguales, este poder «vivir como ser distinto y único entre iguales»[32],
esta pluralidad, es la condición básica de la esfera política gracias a la cual
queda asegurada la realidad de las acciones humanas. En efecto, la presencia
constante de otros que ven la acción de una persona da testimonio de la
realidad y consistencia de esa acción[33].
Si el ser humano cobra realidad cuando es visto y oído por sus semejantes, el
estar privado de esta posibilidad, el estar privado de una relación con los
otros a través de un mundo común, significa para este sujeto algo muy cercano a
la muerte. Gracias a la pluralidad los hombres son capaces de insertarse en el
mundo propiamente humano y de alcanzar una nueva forma de existencia, al modo
de un segundo nacimiento. Esta nueva inserción ya no es aquella que nace en el intervalo estable entre
cosas y seres humanos por obra del trabajo, sino en el intervalo intangible
generado entre los seres humanos a través de la acción. Afirma Arendt: «Este
segundo, subjetivo en medio de no es tangible, puesto que no hay objetos
tangibles en los que pueda solidificarse; el proceso de actuar y hablar puede
no dejar tras sí resultados y productos finales. Sin embargo, a pesar de su
intangibilidad, este en medio de no es menos real que el mundo de cosas
que visiblemente tenemos en común»[34].
La pluralidad también asegura que las posibilidades individuales queden
claramente delimitadas en la esfera pública por el poder de los demás. Si ella
se eliminase se acrecentaría ilimitadamente la fuerza de los individuos al
punto de poner en peligro la igualdad de los hombres, la diversidad de
perspectivas y el espacio común.
3.2. Libertad y
natalidad
Si el totalitarismo constituye una ruptura con la tradición es porque
los hechos históricos no son resultado de un conjunto de ideas y valores del
que él mismo es un simple caso o ejemplo, sino acontecimientos que tienen como
origen un elemento imprevisible e incalculable: la libertad humana. La
confirmación de que la libertad trasciende toda tradición y, por tanto, toda
forma de gobierno es también la clave que permite a Arendt criticar la lógica
totalitaria. A diferencia de la labor en donde reina la necesidad de lo
biológico, a través de la acción se abre el espacio de la libertad. En tal
sentido, ser libre sólo puede comprenderse en la esfera política, allí donde el
hombre deja de estar sometido a la necesidad de la vida y a la autoridad de alguien,
y es capaz aparecer ante los demás en su singularidad e irrepetibilidad. La
diferencia entre la necesidad y la libertad está precisamente en la diferencia
que establecían los griegos entre la esfera privada y la esfera pública, entre
el ámbito de lo natural y el ámbito de lo político. El hombre es libre en el
momento que abandona la casa y la familia, precisamente cuando abandona la
desigualdad que rige en un hogar (la relación padre-hijo es esencialmente
vertical) e ingresa en la esfera política donde todos los hombres son iguales.
Arendt llama también a la esfera política, el «espacio de aparición», es decir,
«el espacio donde yo aparezco ante otros como otros aparecen ante mí, donde los
hombres no existen meramente como otras cosas vivas o inanimadas, sino que
hacen su aparición de manera explícita»[35].
A diferencia del mundo en común caracterizado por su estabilidad, el espacio de
aparición se caracteriza por su potencialidad y contingencia, esto es, por su
dependencia respecto no sólo a la existencia de los hombres sino sobre todo a
sus acciones[36]. Poder
hablar y actuar es una atribución de seres libres, por tanto, el espacio de
aparición existirá en la medida en que exista la decisión de ejercer esa
posibilidad.
Si la libertad aparece con la acción queda claro que no es un
atributo natural del hombre, sino una realidad que supone la pluralidad y, por
tanto, la esfera política. Con la palabra y la acción el hombre se inserta en
el mundo humano. Ahora bien, nadie ni nada obliga al hombre a insertarse en el
mundo ni a aparecer ante los demás a través de sus acciones. Cada vez que el
hombre decide actuar se presenta un impulso incondicionado que Arendt compara a
un nacimiento. Dice nuestra autora: «Actuar significa tomar una iniciativa,
comenzar (…), poner algo en movimiento. Este comienzo no es el mismo que el del
mundo; no es el comienzo de algo, sino de alguien que es un principiante por sí
mismo»[37].
Cuando hablamos de la acción, hablamos por tanto del inicio de algo nuevo que
ningún conocimiento es capaz de prever ni predecir al punto que Arendt lo
asemeja a un milagro: del hombre cabe esperarse lo inesperado, lo imprevisible,
lo novedoso. «Con cada nuevo nacimiento nace al mundo un nuevo inicio y también
un nuevo mundo entra potencialmente en el ser»[38].
He allí la razón del profundo temor que despertaba la acción en los gobiernos
totalitarios que intentaban a través del terror eliminar cualquier evento
imprevisto e incontrolable.
Un sujeto que se revela a través de la palabra y de la acción no es
un qué, sino un quién, una realidad única e irrepetible que hace su aparición
en el mundo. En la medida que lo que revela no es algo, esto es, una realidad
que puede objetivar y dominar, sería impropio hablar de un autor. Incluso se
puede decir que la luz en la que vive la acción está oculta al agente, de modo
que si la revelación puede presentarse de modo claro a los otros puede
permanecer en la oscuridad a la propia persona. De esta revelación se pueden
hacer posteriormente historias y narraciones, se puede configurar y delimitar
el quién a través de monumentos y obras de arte, pero jamás se podrá repetir el
momento mismo de este acontecimiento que se realiza en el aquí y ahora de la
existencia. Es precisamente esta dimensión oculta a la vista aquello que rompe
con la trama de la historia y de la sociedad, y la que permite que el hombre
trascienda el mundo creado por él. La soledad y la
discontinuidad portan una positividad que coincide con el hecho mismo
de existir y de estar en el mundo. Una positividad que no significa «una torre
de marfil», sino una realidad singular abierta a la pluralidad.
Conclusión
El fin de la
tradición, sellado dramáticamente a través de los regímenes totalitarios,
significó para Arendt el fin de las categorías filosóficas y políticas que
habían servido para interpretar la vida individual y social en occidente. En
este contexto de quiebra del sentido común se hacía comprensible el rechazo de
Arendt a ser parte de una tradición ―la filosófica― que asumía como objetivo la
contemplación de la verdad, esto es, la visión de una realidad trascendente a
la vida de los hombres. Si el quehacer filosófico todavía es viable, lo será
desde un inicio inédito que permita al filósofo tomar parte en la comunidad,
insertarse con más intensidad en la vida de los hombres y familiarizarse con
sus opiniones. Éste fue el camino que inauguró Sócrates a través de su intento
de crear una comunidad de amigos desde la doxa, esto es, desde la
comprensión del mundo «tal como se me presenta». El «conócete a ti mismo» del
templo de Delfos era un llamado a aceptar nuestra condición humana, a abandonar
todo intento de alcanzar una verdad absoluta ajena a los hombres. Significaba
en pocas palabras esto: «la verdad absoluta e inmutable, trascendente a todo lo
que existe, no está a tu alcance. Como ser humano no tienes la verdad acerca de
todas las cosas. Si quieres conocerla, empieza preguntando». La única condición
de la dialegesthai socrática del preguntar y responder es no caer en
contradicción, es decir, no estar en desacuerdo consigo mismo. El temor a la
contradicción nos revela que a pesar de estar solo, yo estoy en relación
conmigo mismo y aparezco ante mí mismo. Esta relacionalidad originaria tendrá
consecuencias importantes en la redefinición de la filosofía. En efecto, el thaumadzein
no será comprendido más como el asombro ante una realidad que lleva al
filósofo a desentenderse de la realidad política, como acontece en la alegoría
de la caverna. La verdad no se opone a la doxa en la medida que el
asombro entraña una relación y un ámbito de aparición. Tras el thaumadzein, Sócrates,
lejos de apartarse de sus semejantes, se acerca a ellos para preguntarles, para
familiarizarse con su doxa, para comprender el modo singular como el
mundo se le revela a cada uno. En este sentido, La condición humana de
1958 representa el intento de Arendt de redefinir el quehacer filosófico y
superar la vieja hostilidad entre la filosofía y la política. Las nociones allí
desarrolladas de igualdad, pluralidad, libertad y natalidad, apuntan a
explicitar el carácter contingente y plural del hombre, alejándose de cualquier intento
platonizante de definir a éste en términos de absolutez e inmutabilidad.
[1] En una entrevista realizada en
octubre de 1964 decía lo siguiente: «Yo no pertenezco al círculo de los
filósofos. Mi profesión, si puede hablarse así, es la teoría política. No me
siento en modo alguna una filósofa… mi opinión es que yo no soy filósofa. En mi
opinión, me despedí definitivamente de la filosofía… Frente a la política el
filósofo no tiene una postura neutral. ¡No desde Platón!... Hay una suerte de
hostilidad a toda política en la mayoría de los filósofos, con muy pocas
excepciones… „no quiero participar en absoluto de esa hostilidad‟: quiero mirar a la política,
por así decirlo, con ojos no enturbiados por la filosofía», H. ARENDT: «¿Qué
queda? Queda la lengua materna», en ibíd., Ensayos de comprensión 1930-1954,
Caparrós, Barcelona 2005, 18.
[2] . Ibíd.
[3] . H.
Arendt: Los orígenes del totalitarismo.
Alianza, Madrid 1981, 684.
[4] . Ibíd.,
692.
[5] . «(…) el terror como siervo obediente del
movimiento histórico o natural, tiene que eliminar del proceso no sólo la
libertad en cualquier sentido específico, sino la misma fuente de la libertad
que procede del hecho del nacimiento del hombre y reside en su capacidad de
lograr un nuevo comienzo», ibíd.., 690.
[6] . H.
ARENDT: La promesa política. Paidós, Barcelona 2008, 75.
[7] . Publicado originalmente como “Philosophy and Politics”, Social
Research, 57/1 (1990), 73-103. Incluido también, bajo el título “Sócrates”,
en el libro La promesa de la política.
[8] . Publicado en el libro de H. ARENDT: Responsabilidad y juicio.
Paidós, Barcelona 2007. Jerome Kohn, editor del libro, señala que este trabajo
recoge el conjunto de lecciones que Arendt impartió en la New School for Social
Research en 1965 y 1966.
[11] .
«Únicamente si el reino de las ideas estaba iluminado por la idea del bien
podía Platón hacer uso de las ideas para fines políticos», H. ARENDT: La
promesa de la política, 49.
[12] . «No mediante el discurso, sino contemplando esas
Formas, visibles a los ojos de la mente, el filósofo entra en conocimiento de
la Verdad, y mediante su alma, que es invisible e imperecedera ―a diferencia
del cuerpo (…)―, participa de la Verdad invisible, imperecedera, inmutable. Es
decir, participa de ella viéndola y poseyéndola, no mediante el razonamiento y
la argumentación», H. ARENDT: “Algunas cuestiones de filosofía moral”, 104.
[14] . «La
experiencia del filósofo sobre lo eterno, que para Platón era arheton («indecible»)
y aneu logou («sin palabra») para Aristóteles y que posteriormente fue
conceptualizada en el paradójico nunc stans, sólo se da al margen de los
asuntos humanos y de la pluralidad de hombres, como sabemos por el mito de la
caverna en la República de Platón, habiéndose liberado de las trabas que
le ataban a sus compañeros, abandona la caverna en perfecta «singularidad», por
decirlo así, ni acompañado ni seguido por nadie», H. ARENDT: La condición
humana. Paidós, Buenos Aires 2009, 32
[15] . H.
ARENDT: La promesa de la política,
70
[16] . M. HEIDEGGER: Platon: Le Spphiste. Gallimard, Paris 2001,
222.
[18] . Cabe indicar que para Heidegger también hay una distancia entre
Sócrates y Platón. La oposición radical entre doxa y theoría fue
obra principalmente de Platón y no de Sócrates. Fue Platón quien,
injustificadamente, hizo de los sofistas los «representantes de algunos
sistemas filosóficos determinados». Para el filósofo de Messkirch el nacimiento
de la «filosofía como ciencia» jamás se identificó con un movimiento de
oposición a ninguna doctrina ni escuela, menos aún a la sofística que «no ha
tenido jamás el cuidado de tratar cuestiones científicas respecto a las cosas
mismas». En efecto, «se hace de los sofistas los defensores de un escepticismo,
relativismo, subjetivismo, entre otros apelativos. Pero una concepción
semejante es insostenible», Ibíd., 208.
19 H. ARENDT: La
promesa de la política, 54.
[21] . PLATÓN: Gorgias
472c.
[24]. H. ARENDT: “Algunas cuestiones de filosofía
moral”, 112.
[25] .
Ibíd., 113.
[26] . H.
ARENDT: La promesa de la política, 57.
[27] . «Si los filósofos ―afirma
Arendt―, a pesar de su necesario extrañamiento respecto de la vida diaria de
los asuntos humanos, llegasen alguna vez a una verdadera filosofía política,
tendrían que hacer de la pluralidad del hombre, de la cual surge todo el
espacio de asuntos humanos ―en su grandeza y en su miseria― el objeto de su thaumadzein.
Hablando en términos bíblicos, tendrían que aceptar ―tal y como aceptan en mudo
asombro el milagro del universo, del hombre y del ser― el milagro de que Dios
no creó al Hombre, sino que „los creó macho y hembra‟. Tendrían que aceptar con
algo más que resignación ante la debilidad humana el hecho de que „no es bueno
para el hombre estar solo‟», Ibíd., 75.
[28] .
Ibíd., 60.
[29] . H. ARENDT:
El origen del totalitarismo, 251
[30] .
Ibíd., 200.
[31] . H.
ARENDT: La condición humana, 52.
[33] .
Ibíd., 108.
[34] .
Ibíd., 207.
[35]. Ibíd., 221.
[36] .
Ibid., 222.
[37] .
Ibíd., 205.
[38] .
H. ARENDT: “De la naturaleza del totalitarismo”, en ibíd., Ensayos
de comprensión 1930-1954, 412.
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