miércoles, 19 de diciembre de 2018

k. Rahner escritos navidad

Parroquia Gójar
Las parroquias de Gójar y Dílar les desea Feliz Navidad
(Al final del artículo de K. Rahner están los horarios de navidad)
CELEBRAR  LA NAVIDAD
¡Navidad!...
        Ten el valor de estar solo. Sólo si lo consigues realmente, sólo si lo llegas a saber hacer cristianamente, podrás también abrigar la esperanza de regalar un corazón navideño—un corazón dulce, paciente, valientemente recogido, tierno sin melosidad—a aquellos a quienes te esfuerzas por amar... Este es el regalo que debes poner bajo el árbol de Navidad—y de lo contrario serán los demás regalos sólo gastos inútiles que también pueden hacerse en otras épocas del año. ¡Animo, pues!, y aguanta un rato a solas contigo mismo. Quizás tengas, a pesar de todo, un cuarto donde puedas estar solo.
Granada facultad de medicina en construcción
 O conozcas un camino solitario, una iglesia silenciosa. Ahora no hables ya, no hables contigo siquiera, ni con esos otros con los que disputamos y nos peleamos aunque no estén presentes. Aguarda. Escucha. Y no aguantes ese silencio para hablar después de él. Tienes que adentrarte tanto en él, que te decidas a no salir de él hasta que de la llamada ocurrida en ese silencio—en el seno de la silenciosa infinitud— hayas hecho tu última palabra, la que se mantiene en sí misma, que existe en sí y no para otra cosa, que nadie necesita oir más que aquel para quien vale de verdad. Resiste, pues, y cállate y espera… De ese silencio no debe brotar otra cosa que la pura sobriedad de la verdad: lo puro y lo callado. No te afirmes a ti mismo. 
Granada parroquia San Pedro y San Pablo, Darro.
         Tienes, desde luego, que aceptarte a ti mismo (y esto es ya casi más que sólo un preludio para el dulce canto de los ángeles). No tienes que liberarte de ti acusándote a ti mismo. Ni festejarte a ti mismo demasiado despreocupadamente. Ni gozarte a ti mismo satisfechamente como un pequeño burgués (nada habrías percibido entonces de los cielos ni de los abismos de tu ser). Calladamente hazte regresar sobre ti mismo; recoge el pasado, el presente y el futuro en este silencio; reúne el vaivén de todas las aguas confusas y alborotadas de tu -vida en la concha única del corazón presente a sí mismo. Quizás te horrorices entonces. Tal vez suban entonces las aguas amargas del asco, del aburrimiento, de la oquedad y del vacío; tal vez suban—desde las profundidades—hasta las tierras altas del corazón. Tal vez te des cuenta —si eres sincero contigo mismo—de cuán lejos de ti quedan esos con quienes tratas a diario y a quienes tu versión oficial dice estás unido en el amor. 


       Quizás no encuentres en ti más que inanidad, miseria y otras cosas de las que quisieras huir refugiándote en tus inercias cotidianas, que ahora—señoreado por el vértigo de esta experiencia—te parecen la única felicidad accesible (las llamarás entonces trabajo, deber, racionalidad, sobriedad sin ilusiones y cosas parecidas). Quizás te sientas a ti mismo como un horroroso sentimiento de vacío y de muerte. ¡Sopórtate! Harás entonces la experiencia de cómo todo, todo lo que se presenta dentro de ese silencio, está acogido por una lejanía sin nombre, está transido de algo que se deja sentir como el vacío. No es algo a lo que se pueda espantar. Ello mira al través de todo, lo abarca todo en sí, y uno, espantada y violentamente, quisiera pasarlo por encima, pero no se consigue quitarlo de delante. Ese vacío abarcador, lejano y que, sin embargo, lo traspasa todo, impondría su presencia de todas las maneras, aunque intentáramos atascar el corazón con lo tangible, abarrotarlo lo más posible de «realidades»; aunque ensayáramos ahogar todos los horizontes con esas «realidades»—en contraste con el misterio fantasmal al que nos referimos—para que nuestra mirada proclive al vacío se viera acogida por todas partes por lo tangible espeso sin fisuras. «Ello» es como un silencio cuyo callar grita, como el sentimiento enorme de ser mirado con fijeza, y uno no sabe desde dónde (por unos ojos que, casi como ciegos, no son encontrables). 


        Es lo siempre presente y siempre retenido y ya escapado: se piensa en hoy, y el pensamiento se escurre ya hacia el mañana; se contempla esto, y ya se lo compara discerniéndolo con algo que hay que buscar todavía; uno se decide, y lo decidido está ya acogido por un saber que sabe que podría haber sido de otra manera; se lleva la copa a los labios, y se ve el fondo, y a través del fondo, el abismo. «Ello» es lo que hace que en ninguna parte nos sintamos enteramente en casa, que no podamos entregarnos enteramente a nada de lo que tocamos, que la mirada y la garra no encuentren en ninguna parte un fin definitivo al que se sintieran por fin llegadas, sin traspasarlo y penetrar en lo indeterminado. No se puede dejar a un lado a este «ello» como si fuera tan sólo una presencia marginal, diciéndonos que lo terrible y sin nombre mejor es que no sea llamado. Pues sin «ello» tampoco habría el espacio del corazón en que cobran para nosotros presencia las cosas familiares, nada podría ser puesto en su lugar adecuado, ni la libertad podría decir sí y no, ni el espíritu que proyecta tendría verdadero pretérito ni anchura para el futuro. Todo se precipitaría de consuno en la ahogada estrechez del momento animal y en un muerto olvido de sí, y nada se presentaría en su lugar diferenciado dentro de la inmensa amplitud, que, sin límites y por eso incaptable, se extiende como lo indecible. «Sólo tus ojos—tremendamente me miran, infinitud.» Hay que fijar la mirada en lo invisible y dejar hablar en el silencio a lo que calla. Haz eso. Y sé al mismo tiempo prudente. No lo llames Dios». Tampoco busques gozar de ello como si fuera un fragmento de ti. «Ello» es lo que remite mudamente hacia Dios, lo que en su absoluta falta de nombre y de límites deja adivinar que Dios es lo definitivamente otro y no una cosa más añadida a aquellas con las que ya tenemos que habérnoslas. «Ello» remite a él. A través de ello nos permite él que presintamos su presencia, si callamos y no huimos espantados de eso terrible que puebla el silencio (huimos aunque sea el árbol de Navidad, o velozmente hacia conceptos religiosos más tangibles... que pueden matar la religión).


        Pero esto es sólo el comienzo, la preparación de tu celebración de la Navidad. Si aguantas así cabe ti mismo, y dejas que el silencio hable del verdadero Dios, este silencio preñado de una profunda llamada se hará extrañamente ambiguo. Esa infinitud que calladamente te abarca, ¿te despega y rechaza hacia tus bien delimitadas costumbres de cada día, te impone apartarte del silencio en que ella impera, se precipita sobre ti con la inexorable soledad de la muerte para que huyas de ella y te emboces en lo que te es familiar de tu vida, hasta que te recoja aniquiladora cuando te mate en tu muerte? ¿O sólo quiere ser para ti la vasta lejanía en cuyo seno lo familiarmente conocido se te aparece claro y pequeño a la vez? ¿Es ella sólo el juicio que desde lejos, cobijándolo, establece y ordena tu pequeño mundo y revelando su finitud, lo juzga? ¿O acaso es lo que aguarda que tú estés abierto para ella misma, que se acerca y adviene, prometida felicidad? ¿Pero es que puede ella hacérsete cercana sin que perezcas, ascender a tu corazón sin reventarlo? ¿Es salvación o juicio? ¿Y qué, si desde sus cielos lejanos se dejara caer sobre la tierra pequeña de tu existir? ¿Quedaría aplastada tu pecaminosidad o redimida en el regazo de la libertad? Aquel a quien «ello» temblorosamente anuncia, ¿es proclamado como el eternamente lejano o señalado como Aquel que llega? Si preguntamos sólo a tu corazón que mira solitario a la lejanía, no podrá darte respuesta clara. La angustia de la muerte y la promesa de la infinitud que se acerca bendiciente, están demasiado cerca la una de la otra para que podamos interpretar desde nosotros mismos esa infinitud lejana que nos rodea desde cerca. No que no diga nada. Si no dijera nada, no podríamos celebrar la Navidad desde el corazón. Ya nos dice algo, y aun muy concreto: el mensaje de Navidad dicho desde dentro. 

Granada

        Porque el mensaje de la Navidad no resuena tan sólo, ni siquiera por vez primera, en las débiles palabras que caen desde los púlpitos (casi como pájaros helados caen de un cielo invernal), sino que es dicho por Dios en aquel rincón del corazón al que debiéramos habernos recogido, es dicho por la navideña luz de la gracia que ilumina a todo aquel que entra en este mundo. El mensaje del nacimiento del Señor quedaría exterior si fuera dicho para el oído y en conceptos, pero no hubiera entrado y no hubiera sido celebrado en el corazón. La experiencia de dentro y el mensaje de fuera se encuentran el uno con la otra, y cuando el uno en la otra se entienden, acontece la celebración de la Navidad, porque la fe viene del oir y de la gracia que brota de la íntima médula del corazón. Y por eso, también es así en la celebración de la Navidad.
río Darro Granada
El mensaje de la fe, que viene en la palabra oída, abre los ojos a la experiencia interna para que se atreva a entenderse a sí misma, para que se atreva a aceptar la dulce quietud de su inquietud y la acepte como sentido auténtico de esta experiencia: Dios está realmente cerca de ti, ahí donde estás; Dios está cerca si has encontrado el camino—realmente y no sólo en conceptos— hacia la abertura al infinito del auténtico hombre. Si lo has encontrado de veras, la bajada de Dios a la carne te explicará el misterioso y bienaventurado sentido de la trascendencia de tu espíritu. La lejanía de Dios es la incomprensibilidad de su cercanía omnipresente, dice el mensaje de Navidad. Está dulcemente ahí. Está cerca, con su amor roza levemente el corazón. Dice: no temas. 

Parroquia Gójar
       Está por dentro en la cárcel. Creemos que no está aquí, que no existe, porque no ha habido un momento en nuestra vida en que no le tengamos ya; siempre le hemos tenido ya en la dulzura de su amor sin nombre, cuando hemos empezado a buscarle. Está ahí como la clara luz extendida por todas partes, como la clara luz que se esconde en la callada humildad de su ser, haciendo visibles todas las cosas. En la experiencia de la soledad, la Navidad te dice: confía en la proximidad, no está vacía; piérdete y encontrarás, regala y te harás rico. Pues en tu experiencia interna ya no necesitas más lo tangible y duro que se individualiza rígidamente afirmándose a sí mismo, no necesitas lo que puede ser tenido; pero tú no tienes sólo eso: pues la infinitud se te ha hecho cercana. Así tienes que interpretar tu experiencia interior y sentirla como la gran fiesta de la bajada divina desde la eternidad al tiempo, como las bodas de Dios con la criatura. Esta es la fiesta que ocurre en ti, ¡también en ti! (los teólogos la llaman «gracia», a secas). Ocurre en ti, si estás callado y esperas, si interpretas tu experiencia correctamente, con fe, esperanza y amor, desde la Navidad.
Dílar
       Sólo la experiencia del corazón (en el Espíritu y en la gracia, no la experiencia hecha con las propias fuerzas) permite entender bien el mensaje de fe de la Navidad. Pero debes esforzarte un poco por entender conceptualmente el mensaje de Navidad antes de intentar entenderlo en la callada y silenciosa experiencia de tu corazón.
Dios se ha hecho hombre. ¡Ay!, qué fácilmente lo decimos, y qué fácilmente (aún después de habernos entrenado en la exactitud de las fórmulas ortodoxas) lo entendemos de manera monofisita o nestoriana (y no sólo los escépticos y los «desmitologizados»). Demasiado fácilmente concebimos al hombre que Dios se ha hecho (Dios es en esta proposición sujeto y no predicado) como una especie de disfraz, como una librea del «buen Dios», de manera que Dios, en el fondo, queda siendo Dios, y uno no sabe exactamente si él (y no sólo su signo) está realmente aquí, donde nosotros estamos. Esta falsa representación, error común, la interpretamos después bien monofisita, bien nestorianamente. Y es que no es fácil ni siquiera el dar a entender, con palabras la dimensión inefable y péndula del Dios-Hombre (que precisamente en esta su inefabilidad dialéctica es la más real de las realidades). Dios es hombre: esto no significa que él haya dejado de ser Dios en la ilimitada plenitud de su gloria divina. «Dios es hombre» tampoco significa: la «humano» en él es algo que no le afecta propiamente demasiado, que sólo es manipulado por él exteriormente como su mero instrumento, que solamente, porque «no mezclado» y como tal (junto a él, aunque ciertamente por él) «asumido» o añadido, en definitiva, nada nos dice sobre él y sólo manifiesta, no lo que él es, sino lo que somos nosotros. Que Dios es hombre dice realmente algo sobre Dios mismo, y precisamente porque lo humano que es afirmado y en lo que Dios mismo se nos dice, dice algo realmente sobre Dios mismo, por esto es justamente esto humano realidad suya, propia de Dios, en la que nos sale al encuentro él mismo, y no sólo una naturaleza humana distinta de él, de manera que con toda verdad se ha entendido y se ha asido algo de Dios mismo, cuando se entiende y se aprehende esto humano. Ni es lícito afirmar en muerta uniformidad lo humano de Dios con la divinidad de Dios, ni añadírselo tan sólo como algo muerto, como algo que queda sólo en sí permanentemente como un mero remolque de Dios unido sólo verbalmente con él por un vacío «y». Cuando Dios muestra esto humano de él (como no es abstracto) nos sale ya siempre al encuentro, de manera que él mismo está ahí; porque esta plena y auténtica humanidad es siempre ella misma porque es suya, y es suya precisamente porque es humana con absoluta pureza y plenitud. Continuamente estamos en peligro de equivocar el ámbito en que el misterio de la Navidad encuentra su sitio dentro .de nuestra existencia que se trasciende a sí misma, ese sitio exacto en que se ajusta como salvación nuestra a nuestra vida y a nuestra historia; corremos este peligro porque yuxtaponemos dentro del Verbo encarnado la divinidad y la humanidad, porque las predicamos casi sólo yuxtapuesta o sucesivamente, porque yuxtaponemos su unidad y distinción como dos enunciados; no comprendemos que ambas tienen la misma razón y fundamento, aunque a nosotros esa razón sólo se nos manifieste escondiéndose como un misterio en la dualidad de esos enunciados.
 No estaría mal, por tanto, que conjuráramos la experiencia del corazón para presentir felizmente lo que significa la encarnación del Verbo. Bueno sería si esto sucediera en aquel silencio en que uno, regresando a sí mismo, se encuentra consigo mismo. Y si ni siquiera de esta forma podrán nunca ser sustituidas palabras que Jesús dijo sobre sí mismo, sí que puede ser traída esta nuestra experiencia sobre aquellos conceptos en los que Jesús—precisamente porque nos habló con palabras humanas—nos reveló y comunicó el misterio de la Navidad, su misterio, por el mismo hecho de participar en nuestro misterio, en el misterio de ser-hombre.
Granada río Darro
Pero ¿cómo? Para el que calla, el que hace que todo se repliegue sobre su finita limitación y otea sobre los márgenes de ésta, para ver más allá de ella y fuera de ella, aunque más allá no haya «algo» más que ver, para ése Dios está ahí. Pero por de pronto quizá tan sólo en la proximidad de la lejanía. En una lejanía que nos da la impresión de lo que consume y aniquila, cuando se nos acerca; en una lejanía que, a nosotros y a las cosas entre sus barrotes de finitud, nos hace ver la defectibilidad y la posibilidad de la culpa. Y, sin embargo, precisamente entonces y así es el hombre el abierto, el que no tiene en sí lo que necesita para ser él mismo. A una piedra se la podría definir en un sentido mucho más exhaustivo por lo que ella tiene y es en sí. Decir al hombre sólo es posible si se habla de algo que él no es: de Dios. Hay que hacer teología para haber conseguido hacer antropología, porque el hombre es la pura referencia a Dios. Por eso es un misterio para sí mismo, siempre de camino y fuera de sí hacia el interior del misterio de Dios. Este es su ser: es definido por lo indefinible que él no es, pero ni siquiera por un momento es él y puede hacer brotar de sí mismo lo que él es. Si a lo infrahumano queda bloqueada esta absoluta referencia, precisamente porque no es espíritu, justamente esta referencia es en lo que el hombre cae, cuando intenta no preocuparse de otra cosa sino de sí mismo: quiere mirarse fijamente a sí mismo, y no puede conseguirlo de otra manera que contemplando el misterio que él no es. Pero si esta referencia y este salto sobre los propios límites se realizara absolutamente y, sin embargo, no quedara lo humano suprimido por ello, sino precisamente consumado en su propia naturaleza, porque ella es precisamente este exceso sobre sí mismo; si esta asumpción de lo definitivo—que es la indefinibilidad misma del hombre-— ocurriera perfectamente—y entonces no a partir del hombre, radicalmente incapaz para ello por sí mismo, pues justamente en su trascendencia recae él siempre en su subsistencia separante—, sino desde Dios, es decir: si esta infinitud de Dios mismo se acercara por sí misma absolutamente, si asumiera de tal forma que lo asumido quedara por esto mismo conservado, y, sin embargo, quedara transformado en la presencia y la tangibilidad de aquello que en la infinitud de Dios sabe Dios de sí mismo y en- aquella ilimitada libertad se dice a sí mismo; si esta presencial tangibilidad ocurriera allí donde sólo puede ocurrir, a saber, en aquel que, proviniendo del ínfimo linde sin esencia propia de la realidad creatural, es ya siempre la absoluta potencia (aunque vacía) del mundo para la infinitud de Dios, es decir, en el hombre; si bajo el silencio del corazón dejáramos que este presentimiento se perdiera en la infinitud a que tiende por su misma esencia..., entonces lograríamos al menos una remota sensibilidad para la dirección de la que procede la afirmación del evangelio de la Navidad: el Verbo, que estaba en Dios y era Dios, se hizo carne y tuvo su tienda entre nosotros, y nosotros vimos su gloria. Tal vez pudiéramos y tuviéramos que decir más. Cuando en este contexto hablamos de que el Verbo de Dios asumió la naturaleza humana, de antemano nos suponemos a nosotros mismos (aunque tal vez no nos esté permitido); nosotros, hombres, hemos supuesto como visible la naturaleza humana. Hemos pensado la creación como lo obvio, y el hacerse Dios criatura como lo ulterior, lo no obvio que descansa en aquello obvio. Sin duda es cierto que Dios pudo ser creador sin necesidad de identificarse (encarnándose) con la creación en la unidad de un sólo sujeto. También es cierto que vivimos ya familiarmente en la creación cuando empezamos a saber de la Encarnación. Pero cabría preguntar: ¿no se basa la posibilidad de la creación (quoad se, no quoad nos) en la posibilidad de que Dios mismo se haga criatura? ¿No se funda la posibilidad de lo «yecto» (Geworfenes) en la posibilidad de un autoproyecto (Selbstentwurfj de Dios en el adentro de la finitud... de un autoproyecto de Dios, que es en sí mismo la perfecta infinitud y que no necesita de ningún autoproyecto como realización de sí mismo; un autoproyecto libre, que justamente por serlo enuncia lo que Dios es siempre: el amor dilapidador y pródigo? Y si es así (aquí no podemos detenernos a explicarlo), habría que decir propiamente: el mundo tal cual efectivamente es, es por ser Dios el dilapidador que efectivamente se da a sí mismo pródigamente. Y al hacer esto, es en lo otro, en cuyo interior se vacía, eso precisamente que nosotros llamamos hombre, la absoluta patencia para Dios, que no puede enajenarse más que creando lo que le puede recibir. Cuando Dios se abandona a sí mismo, aparece el hombre, que, precisamente por eso, es justamente desde el linde de la nada (de lo material) la pura apertura para Dios. Cuando Dios se dice a sí mismo hacia afuera de sí mismo, hacia el vacío de lo no-divino, cuando hace teología fuera de sí mismo, lo que resulta entonces no es otra cosa precisamente que la antropología, que él hace aparecer como su propio autoexpresión en la Encarnación, y la antropología no es para esta teología un vocabulario previamente dado, sino lo que de ella misma brota. Aunque esto ocurre solamente porque Dios crea de la nada esta gramática de su autoexpresión, esta gramática puede enunciar a Dios y no sólo a las demás cosas, precisamente porque procede de la teología en cuanto tal, que antes dijimos. Y eso otro en que Dios se expresa a sí mismo es lo humano en cuanto viviente, en cuanto «se mueve a sí mismo», en cuanto libre, en cuanto referido a Dios en movimiento creatural. Pues si la creación, en el orden efectivamente real, ocurre originariamente como un momento del enajenamiento de Dios en lo extraño que tiene él mismo que bosquejar y proyectar de antemano para tener en qué enajenarse y, sin embargo, la creación es producción por Dios de algo absolutamente real—por Dios, que puede hacer algo más que meras marionetas, que efectivamente pueden afirmarse entre ellas, pero no ante Dios—, entonces, lo más próximo a Dios, es decir, Dios en la carne, tiene que ser lo más poderoso y lo más vivo, el centro más originario de la vitalidad y del señorío de sí del mundo, precisamente porque (no: aunque) es Dios mismo. Si pensamos en algo así como un paso al límite de esa nuestra propia existencia espiritual, realizada en el silencio, tal vez se nos acerque una adivinación de la Encarnación del Verbo y una mayor inteligencia del misterio de la fe. Si una existencia así fuera entregada absolutamente a lo infinito, si fuera absolutamente apropiada por lo infinito, si fuera asumida totalmente, mientras nosotros nos esforzamos por acercarnos a esa meta sólo rudimentariamente y sólo asintóticamente, y si precisamente por esa asumpción se produjera lo humano en su total libertad y consumación, eso sería lo que es Jesús; así podríamos confiar, en nuestro infinito movimiento, que la infinitud está cerca de nosotros en amorosa comunicación.
Granada
Tal vez hayamos hecho demasiada teología y demasiado poca introducción a la meditación, a pesar de que pretendíamos esto y no lo primero. Pero volvamos al silencio, que, entendido correctamente desde la fe en el mensaje de la Navidad, es una experiencia del hombre infinito (¡que sólo así se puede sentir criatura!), y dice algo que, sólo porque Dios se ha hecho hombre, es como es. Aunque ni por la mera reflexión sobre nosotros mismos, ni por nuestras propias fuerzas podamos separar en esta experiencia existencial su calidad cristiana y su ser natural (no podemos salir del ámbito de Cristo y de la gracia para conocer la naturaleza pura), podemos y tenemos que decir: Si Dios no hubiera nacido como hombre, nos experimentaríamos internamente de manera distinta. Si a eso mudo enorme que nos rodea a la vez como la lejanía y la cercana prepotencia, queremos nosotros aceptarlo como la cercanía acogedora y el amor tierno que no se reserva nada; si tenemos, además, el valor de entendernos así—cosa que solamente es posible en la fe y en la gracia (se sepa o no)—, es que hemos hecho la navideña experiencia de la gracia en la fe. Es una experiencia muy sencilla. Pero es la paz prometida a los hombres del beneplácito divino en buena voluntad.
Gójar
Cuando se viene de allá, cuando esta experiencia sube desde el corazón y encuentra su camino hacia la pluralidad de la realidad exterior—puesto que ella misma también sólo se entiende a sí misma al recibir desde fuera su propia interpretación—, entonces esa experiencia tiene que encontrar en su tangibilidad histórica a aquel hacia el que tiende, iluminándole y al mismo tiempo iluminada por él, tiene que encontrar a Jesús, en el que la total plenitud de la divinidad se nos hizo presente corporalmente en la humildad de nuestro propio ser. Y le encontrará en su realidad histórica, en su palabra, en la permanencia de su presencia en la Iglesia, que celebra su fundación en la Cena, al hacerle y tenerle presente verdaderamente en carne y sangre entre los creyentes. Por eso toda íntima celebración de la Navidad que crece hasta la plena consumación de su propio ser, sólo puede terminar, cuando en la comunidad del Señor, en la comunidad que le tiene y que le representa ante el mundo, se da al creyente el Cuerpo en que el Verbo se hizo Carne y habita entre nosotros.
Granada diócesis