Halloween o el amor a uno mismo
Esta celebración se ha implantado con rapidez en nuestro país gracias a la rentabilidad económica que supone para el comercio la venta de todos los productos relacionados con ella; gracias a que la red de colegios y ayuntamientos, con su bajo nivel cultural, se han lanzado a potenciarla.
¿Por qué muchas parroquias españolas y católicas se niegan a apoyar esta fiesta? La respuesta tiene que ver más con que son españolas que católicas, pues las parroquias católicas atlánticas y anglosajonas no tienen ningún problema en celebrar halloween; lo hacen con normalidad.
En un país donde la figura del jefe del Estado es quemada sin ningún reparo y sin ninguna consecuencia; en un país donde su símbolo, la bandera, es igualmente destruida sin más; un pueblo, el español, al que se le retransmite por TV los insultos provenientes de unos nacionalismos regionalistas, ligados al idioma, a la raza, al parentesco de sangre, nada más profundamente emparentado con el nacionalismo alemán hitleriano (Hannah Arendt); unos ciudadanos que han vivido la amenaza del terrorismo vasco por ser españoles; la historia de un país como España que es transmitida no con la claridad y complejidad de los hechos sino enjuagada en las turbias aguas de las ideologías; es lógico que los españoles busquen otras tradiciones que a la luz tenebrosa de los diversos intereses económicos e ideológicos las haga aparecer como caminos expresivos más convenientes y coherentes éticamente que las propias. Aunque seguramente el tema no es España sino el Mediterráneo o el Atlántico, lo latino o lo anglosajón. Como no estamos al final de la historia, es muy posible que en las próximas décadas, cuando China impere, nos tengamos que comprar el traje de dragón, pues la economía requiere la homogeneidad cultural que nos haga sentir un mismo y único imperio, un único mercado.
Si nos fijamos en la liturgia del poder político en España observamos cómo rara vez está ligada a la historia del país, que desde luego ni comienza con la revolución francesa ni con Carlos III, aunque su rostro presida el despacho del actual rey. Estas liturgias del poder en nuestro país contrastan con las liturgias de Inglaterra y de otros países anglosajones o con las mismas de algunas regiones españolas que, por su reivindicativo nacionalismo burgués, sí que están impregnadas de historia local.
Como católicos, esto es, como miembros de una comunidad internacional capaz de implantarse en medio de China, Filipinas, Corea o Estados Unidos y África, poco nos cuesta asumir mundos simbólicos de otras culturas siempre y cuando no contradigan el Credo de la Iglesia Católica; por ello, como muchos quieren sopa, quizás deberíamos darle dos tazas y encabezar nosotros la fiesta de Halloween, la del dragón o sustituir el flamenco por los cantos del pueblo zulú. Dicho con otras palabras, tenemos un rey republicano que, cuando es coronado sin corona, ignora en la liturgia del poder la invocación histórica a la transcendencia para sintonizar con lo banal de lo histórico, esto es, con lo superficial y momentáneo siempre cambiante y por ello incapaz de hundir sus raíces en lo profundo de la historia de su pueblo, para luego surgir ante los ojos de la nación como un simbólico de la realidad viva de la historia de su país que es la vida vivida de nuestros muertos siempre vivos en nosotros y en Dios. Otros confunden la historia del país con el relato de esa anomalía histórica que fue la dictadura.
La cuestión es si en la liturgia católica que bordea el Mediterráneo deberíamos desprendernos de los elementos culturales de nuestra tierra para, sin complejos, asumir, sin perder lo esencial del Símbolo, el modelo cultural de cada imperio, sea el anglosajón o el chino.
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