LA CAUSA DE LA VIDA, CUESTIÓN CRUCIAL
Y DECISIVA DEL SIGLO XXI
Cardenal Antonio Cañizares
RECEPCIÓN COMO MIEMBRO HONORARIO DE
LA REAL ACADEMIA DE LA MEDICINA DE GRANADA (22, XI, 2012)
Ilustrísima Señora Presidente de la
Real Academia de Medicina, sección de Granada, Ilustrísimos Señores Académicos,
Profesores, Doctores, Señoras y Señores:
La primera palabra con que abro mi
intervención en esta solemne sesión académica no puede ser sino una de las más
bellas y verdaderas palabras que expresan uno de los sentimientos más nobles y
hondos en todos los vocabularios del mundo, en la totalidad de las lenguas,
aunque fonéticamente suenen de manera diversa en cada una de ellas:
¡“Gracias”!, ¡“muchísimas gracias”!. Así
nos expresamos siempre que nos es dado algo, siempre que recibimos un don, algo
indebido, para lo que no se tienen méritos, ni asiste derecho alguno: todo
depende de la generosidad de quien da. Así me ocurre esta tarde en que recio un
grande don, inmerecido, que esta Real Academia, por la magnanimidad y
condescendencia de su reconocida bonhomía me otorga al admitirme como miembro
honorario de ella: nunca mejor dicho, recibo, en efecto, un grandísimo honor,
me siento muy honrado, Es para mí un inmenso honor que me acojan, señores,
amigos académicos, entre ustedes, a quienes, sin duda, por diferentes motivos
me siento tan unido y tan deudor.
Antonio Cañizares, prefetto della Congregazione per il culto Divino e la Disciplina dei sacramenti
No soy médico, es evidente; ni poseo
ninguna sabiduría médica; en temas médicos, como en tantos otros me considero y
soy un ignorante no me he dedicado a la investigación biomédica, tampoco me
encuentro entre quienes se dedican a las ciencias con que se relaciona de
manera habitual esta Real Academia. Pero, además de la razón, de la que no se
separa la e, hay algo que sí que me une muy estrechamente a ustedes: estar al
servicio de la vida, a favor de la vida, apostar por la vida, ser académico
defensor de la vida, como ustedes que, día tras día, en la vocación y en el ejercicio médico lo hacen de
manera tan real, efectiva y eficaz. Nos une, porque ustedes y yo, con verdadero
gozo y esperanza, estamos al servicio del hombre, de su dignidad y de su
grandeza: y la vida humana es donde primero se manifiesta esa grandeza y sea
dignidad que nadie puede arrebatar, ni con todo el otro y plata del mundo se
puede comprar. Permítanme que también les dé las gracias públicamente por este
atento, constate, eficaz cuidado y servicio a la vida –desde el milagro de sus
gestación, nacimiento, maduración y, hasta el momento de la muerte natural- que
están llevando a cabo con plena y noble consagración y dedicación, que
reconocemos admiramos.
Ante ustedes y con ustedes que con
exquisito esmero y con tanto cuidado, como competencia científica y con tal
generosidad humana, y verdadera abnegación, están al servicio de la vida,
quiero unir mi voz y mi ánimo, una vez más, siempre,- como lo que soy, por
encima de todo, sacerdote y obispo, también al servicio de la vida-, para
proclamar a los cuatro vientos la Buena Noticia de la vida, desde esta Academia
que, en su más honda entraña, es también testimonio y proclamación del bien más
preciado y primero recibido, por amor, de Dios y de nuestros padres: el don de
la vida. Me siento enteramente compenetrado e identificado con ese sí a la
vida, claro y permanentemente de su labor cotidiana. Ese es el gran reto y
desafío para este siglo XXI.
Hace poco más de quince años, el 25
de marzo de 1995, fiesta de la Encarnación del Hijo de Dios, el Beato Papa Juan
Pablo II, paladín y defensor, como pocos, de la vida, nos oreció a todos de
cualquier condición y convicción, creyentes y no creyentes, el gran regalo de
la Encíclica Evanaelium Vitae. Una corriente de aire fresco y puro irrumpía en
este mundo nuestro tan calcinado y desierto por una cultura de la muerte.
Resonaba con fuerza y vigor la voz de un Papa, libre y profética, abierta al futuro,
iluminadora de un horizonte lleno de esperanza, de vida, -en la esperanza siempre
está la vida,- al finalizar un siglo, el XX, que se ha caracterizado tan cruel
y amaro para la vida. En esta Encíclica del buen Papa, tan lúcido ante el
futuro y tan solícito ante las necesidades del mundo y de la historia, en el
desierto amenazado e incierto de este siglo de hoy, encontramos esa voz que
grita y anuncia la Buena Noticia de la vida. Una voz cargada de esperanza, que
es consciente de que el futuro y la luz pata este mundo en este siglo se juega
en el gran tema de la vida, en el valor sagrado de la vida humana desde su
inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver
respetado totalmente ese bien primario suyo.
Porque la Buena Notica –Evangelio-
del amor de Dios al hombre, en efecto, la Buena Noticia -Evangelio- de la
dignidad inviolable de la persona humana, y la Buena Noticia de la vida
–Evangelio de la vida- son una única e indivisible Buena Notica, un único e
indivisible Evangelio-: por ello el hombre es el camino primero y principal de
todos, particularmente de la Iglesia. Un evangelio, una Buena notica se nos dio
entonces cuando se publicó aquella Encíclica y sigue con la misma actualidad
que en aquel momento. Una buena noticia aconteció en medio de nosotros, tan
necesitados como andamos de buenas noticias. Una luz grande iluminando con
renovado brillo la oscuridad de una “cultura de la muerte”, en que nos hallamos
sumidos.
Nadie, en este tiempo, ha hablado con
tanta fuerza, con tanta claridad y verdad, ni con tanto amor y ternura en
defensa del hombre amenazado, como lo hizo este paladín de la vida que fijé
Juan Pablo II en esa carta Evancelium Vitae, que nos dirigió directamente a los
fieles católicos –apelando a la puerta de nuestra conciencia-, pero también a
todos los hombres de buena voluntad que quisieran escucharla y estén a favor
del hombre y de su dignidad.
Con ese amor y ternura, es preciso
decir y reconocer, sale la Iglesia en defensa del hombre amenazado, en defensa
de la vida despreciada, en defensa de la dignidad humana preterida, violada o
dañada. Clama por el hombre inocente, de la cara con energía por el indefenso
que no tiene protector, apuesta fuerte por la vida, por toda vida humana.
Escuchando su mensaje, o acogiendo la voz de aquel Papa, como también la de su
sucesor, Benedicto XVI, en pro de la vida, a favor del hombre, su grandeza y su
dignidad, se siente el gozo inmenso de ser hombre, la alegría de haber sido
llamado por Dios a la vida, la dicha de ser una de esas criaturas, sin duda
predilectas, -un hombre, una persona humana- querida directamente y por sí
misma por Dios, que quiere que el hombre viva y tenga vida para siempre, una
vida plena, y cuya gloria es ésa: la vida del hombre, que el hombre viva.
La Iglesia –un servidor en ella y con
ella- no puede, no podemos, callar y dejar de anunciar este Evangelio de la
vida y denunciar, al mismo tiempo, toda violencia y violación de la vida que es
su primera, principal e inalienable riqueza. “¡Ay de mí si no evangelizare!”,
leemos en san Pablo; ¡ay de la Iglesia y de sus hijos!, si dejamos de anunciar
este Evangelio de la vida, que no es otro que Jesucristo mismo, que trae vida y
amor que la sostiene, que es Vida y Verdad, Amor y Pasión por el hombre y con
el hombre. Al que todos buscan porque todos quieren y anhelan la vida y
rechazan la muerte; ante Él todos se agolpan, a Él todos acuden –aún sin
saberlo- porque es sanación, venda las
heridas, ha venido a curar, ha venido a que los hombres tengamos vida, porque ¡Él
es la Vida!, que ansiamos. Para esto ha venido al mundo, para proclamar esta
dichosa noticia y hacerla realidad en nuestro mundo y en el venidero y
definitivo. En palabras suyas, “he venido para que los hombres tengan vida y la
tengan en abundancia”. “Se reiere a aquella vida “nueva” y “eterna”. Es
precisamente en esa “vida” donde encuentran pleno significado todos los
aspectos y momentos de la vida del hombre (EvancTelium Vitae, 1). Mi pasión
personal por la proclamación y la defensa de la vida, tan medular en mi existir
y actuar, la he recibido de la Iglesia, con ella vibro, e inquebrantablemente
me identifico con ella, para quien “toda amenaza a la dignidad y a la vida del
hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe
en la encarnación redentora del Hijo de Dios y la compromete en su misión de
anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y a cada criatura (16,15)”
(EV 3).
Si, al final del siglo XIX, la
Iglesia –y cualquiera que tuviera conciencia social y entrañas humanas- “no
podía callar ante los abusos sociales entonces existentes menos aún puede
callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado tristemente no
superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y
opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como elementos del progreso
de cara a la organización de un nuevo orden mundial” (Evangelium Vitae 5)
Sin duda, la injusticia y la opresión
más grave que corroe el momento presente es esa gran multitud de seres humanos,
débiles, inocentes e indefensos, que está siendo aplastada en su derecho
fundamental a la vida, se les está privando del bien básico que corresponde a
su dignidad de hombre, de la vida. El
desafío que tenemos ante nosotros, en este tercer milenio, en este siglo XXI, es
arduo pero apasionante: la defensa de la vida en todas las fases de su
existencia y la vida de todos, sin excepción. Sólo la cooperación concorde de
cuantos creen en el valor básico de la vida, quieren al hombre y apuestan por
él, podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles,
ya las estamos sufriendo, y las sufriremos aún más, si no se cambia la
mentalidad anti-vida que está impregnando esta pseudocultura que
empecinadamente se impone, y es tan contraria al hombre, es la quiebra del
hombre.
Hoy, digamos con toda claridad
secundando las palabras clamorosa y vigorosas del gran Juan Pablo II, el
anuncio, la proclamación vigorosa por todas las partes, la divulgación y
defensa a tiempo y a destiempo de la Buena Noticia de la vida, “es particularmente
urgente ante la impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la
vida de las personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e
indefensa. A las tradicionales y dolorosos plagas del hambre, las enfermedades endémicas,
la violencia y las guerras, se añaden otras con nuevas facetas y dimensiones
inquietantes. Ya el Concilio Vaticano II en una página de dramática actualidad,
denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana.
<A casi ya cincuenta años de distancia, asumiendo enteramente> palabras
de aquella asamblea conciliar, una vez más, con idéntica firmeza los deploro
<con la Iglesia y> con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico
de cada conciencia recta: ‘Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios
de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo
suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como
las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de
coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las
condiciones infrahumanas de la vida, los encarcelamientos arbitrarios, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de
jóvenes, también las condiciones ignominiosas de trabajo en que los obreros son
tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y
responsables; todas esas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que,
al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que
a quienes padecen injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al
Creador’ (GS, 27).
Por desgracia este alarmante panorama,
en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Las nuevas perspectivas
abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de
agresión contra la dignidad de ser humano, a la vez que se va delineando una nueva
situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto
inédito – y podría decirse aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves
preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos
atentados contra la vida en nombre de los derechos de libertad individual, y
sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización
por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además
con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias. En la actualidad,
todo esto provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida y las
relaciones entre los hombres…y causa no marginal de un grave deterioro
moral….La misma medicina, que por su vocación <y su misma identidad> está
ordenada a la defensa <,protección,> y cuidado de la vida humana se
presta cada vez más, en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra
la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando
la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso
los graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre
numerosos pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por
parte de las comunidades nacionales y de la internacionales, se encuentran
expuestos a soluciones falsas e ilusoria, en contraste con la verdad y el bien
de las personas y de las naciones.
El resultado al que se llega es
dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de
tantas vidas humanas e incipientes o próximas a su acoso, no menos grave e
inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos
tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el
mal en lo referente al valor fundamental de la vida humana” (Ev 4). Es ésta una
página lúcida y dramática, a la vez profética y abierta a una realidad nueva,
que clama por una realidad nueva, por un cambio, por una conversión profunda,
por una renovación y transformación de los criterios de juicio, las manera de
pensar, de vivir y de actuar que estén en contraste con la verdad de la persona
humana, con el bien, con el Evangelio de la vida. (Todo esto, la mentalidad
generada por estos atentados contra vida humana y la dignidad del hombre,
repercute incluso, y no es ajena en absoluto a la gran crisis económica que
padecemos, que denota con toda claridad una quiebra moral y una quiebra muy
profunda del hombre. Es preciso actuar, es necesario y urgentísimo crear una
nueva cultura, la cultura de la vida.
Permítame que, en este foro, donde se
busca con pasión y se afirma la verdad, como respuesta y ofrecimiento a esa
perentoria necesidad, diga lo siguiente: hace 2000 años, en medio de la noche,
en la espera vigilante de la aurora de la esperanza para la humanidad entera,
resonó para el mundo como gozosa noticia, el nacimiento de un niño. Aquel
nacimiento ponía de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano;
la alegría de aquel nacimiento constituye el fundamento y realización de la
alegría por cada niño que nace (Ev1). Es cierto, es verdad que el mayor
acontecimiento de la historia del mundo después de aquel nacimiento es el
nacimiento de un niño. Es como decir que en el milagro y la maravilla admirable
de la vida de cada ser humano se repite, en cierto modo, el milagro grandioso
de un Dios, que por amor se hace hombre; es como decir que Dios es el precio de
una vida humana, de todas y cada una de las vidas humanas. Es como reconocer,
en suma, que el asombro ante la dignidad de la persona humana se encuentra en
quien es la Buena Noticia de la Vida.
El mundo actual trata de apagar o de
poner sordina a tan importante mensaje. Son las campañas y la trompetería de
los embajadores y servidores de los enemigos del hombre que no quieren que el
hombre viva, y de la “cultura de la muerte” y de miedo al futuro que se cierne
amenazadora sobre los hombres y los pueblos sumidos en un invierno demográfico;
son las campañas de los que no aman al hombre, de los que engañan y pervierten,
de los que se sirven de él y quieren tenerlo bajo su control. Pero la Buena
Noticia de la Vida nadie puede encadenarla aunque se intente, aunque se trate
de ponerle una losa encima tras desacreditarla. Es preciso que no se calle ni
se debilite esta acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios:
¡Respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! Siguiendo ese
camino se encontrará justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad
(Cf. EV 5).
Resulta claro, para mí evidente, que
una de las más decisivas causas en las que se va a jugar el futuro de la
humanidad y la salvación, también de la economía, siempre al servicio del hombre
y del bien común, en este siglo y milenio, que tan sólo hace doce años que
comenzaron, va a ser la causa de la vida. El siglo XX fue el siglo de las
grandes guerras de las más terribles de toda la historia humana. Habría que
añadir, además, el periodo histórico, en el que el valor fundamental de la vida
se ha visto más universalmente amenazado y más abiertamente puesto en cuestión.
Nadie puede negar que, como uno de los signos de los tiempos, verdaderamente
esperanzadores, está la movilización de fuerzas que quieren defender la vida
humana en diversos movimientos “pro vida”, “a favor de la vida”, movilización
que, sin la menor reserva, es alentadora y ofrece motivos de esperanza. Pero,
al mismo tiempo, hemos de reconocer francamente que hasta ahora es más fuerte,
aparentemente, el movimiento contrario: la extensión de legislaciones y
prácticas que destruyen voluntariamente la vida humana, sobre todo la vida de
los más débiles: los niños aún no nacidos. Hoy somos testigos de una auténtica
guerra de los poderosos contra los débiles, una guerra que busca la eliminación
de los minusválidos, de los que resultan una molestia, e incluso de aquellos
que son pobres e “inútiles”, en todos los momentos de su existencia. Con la
complicidad de los Estados, se han empleado medios colosales contra las
personas, al alba de su vida o cuando la vida se ha hecho vulnerable por un
accidente o una enfermedad y cuando esa vida está cercana a su extinción.
Nuevas y gravísimas amenazas se
ciernen sobre la vida y la dignidad e inviolabilidad
de la persona humana en los primeros lustros del siglo XXI. La guerra y la
violencia destructora de la violencia bélica se sigue utilizando sin escrúpulos
como método brutal de solución a los problemas políticos y sociales. Se usa y
utiliza el terrorismo con su secuela de asesinatos, crímenes y de tanta
destrucción de vidas y familias deshechas como recurso “legítimo” de no se sabe
bien qué fines e interés políticos o económicos, o pretendidamente sociales y
culturales.
Se justifica la manipulación genética
con fines experimentales o la eliminación de embriones, que son verdaderos
seres humanos como científicamente está demostrado, desde el inicio de su
existencia, como si no se tratara de “uno de los nuestros”: un ser humano como
cualquiera de nosotros. ¿Quién podrá calcular el número de las víctimas de esa hecatombe escondida?.
Nos hemos acostumbrado a esas casi
cuatro quintas partes de la humanidad que pasan hambre y dejan su vida o
“infravida” a girones, o a esos millones de hombres –muchos-, que, ya desde
niños, no tienen el mínimo para subsistir con dignidad.
Se vende o publicita, sin ninguna o
escasa justificación científica, e incluso falseando los mismos datos de las
Naciones Unidas, el llamado “boom demográfico” con políticas abiertamente
antinatalistas puestas al servicio de intereses económicos e ideológicos. El
narcotráfico criminal y el consumo de drogas siguen haciendo estragos en la
vida de numerosos jóvenes. No son, por desgracia, infrecuentes los malos
tratos, incluso con heridas y consecuencias de muerte, infligidos sobre todo a
mujeres y niños débiles e inermes.
La vida de los no nacidos, de los
enfermos terminales, de los ancianos, de los disminuidos físicos o psíquicos de
todo tipo…se encuentra cada vez más desamparada no sólo por las leyes vigentes,
sino también por las costumbres y estilos de vida más en boga en la sociedad
actual. Parece que se trata de vidas humanas de inferior valor y menos dignas
de protección jurídica y social que las de los sanos, fuertes y autosuficientes
en lo físico, lo psíquico y lo económico-social. Es evidente: gana terreno lo
que se ha calificado ya como la “cultura de la muerte”. “Pero, ¿por qué esta
victoria de legislaciones o de algunas praxis antihumanas en el momento
precisamente en que la idea de los derechos humanos parecía haber llegado a un
reconocimiento universal e incondicionado? ¿Por qué también cristianos, incluso
personas de elevada formación moral, piensan que la normativa sobre la vida
humana podría y debería entrar en los compromisos necesarios de la vida
política?
Claramente aquí habría que tener en
cuenta el medio en el que nos estamos moviendo, donde tanto y tan principalmente
están afectando para la cuestión de la vida aspectos como la negación de la
verdad y el relativismo con todas sus secuencias, la casi total desaparición de
la metafísica y la preponderancia exclusiva de un cierto cientifismo, el
debilitamiento y la pérdida del sentido de la persona humana, y de la misma
naturaleza, del laicismo imperante y el eclipse de Dios o el vivir como si Dios
no existiera, el poderío del positivismo jurídico y la progresiva implantación
del olvido del derecho natural, y aún de los derechos humanos por sí mismos, no
por la voluntad positiva de los legisladores.
No deberíamos dejar de añadir a estos
factores la difusión de una mentalidad de oposición a la vida se halla
vinculado, en mi opinión, a la
concepción misma de la moralidad tan extendida hoy en día: A una visión
individualista de la libertad, entendida como derecho absoluto a
auto-determinarse sobre la base de las propias convicciones, se asocia con
frecuencia una idea meramente formal de la conciencia.
Ésta no tiene ya sus raíces en la
concepción clásica conciencia moral, sino en una concepción desvinculada de su
relación constitutiva con un contenido objetivo de verdad moral, y reducida así
a una mera condición formal de la moralidad, referida sólo a la bondad de la intención
subjetiva. También habría que añadir, además, que “uno de los motivos de esta
actitud se refleja en la posición de aquellos que afirman la necesaria
separación entre convicciones éticas personales y ámbito político, en el que se
formulan las leyes: aquí el único valor que se ha de respetar sería la
total libertad de elección de todo
individuo, dependiendo de sus propias opiniones privada. La vida social, en la
imposibilidad de fundarse en cualquier referencia objetiva común, debería
concebirse como resultado de un compromiso de intereses con el fin de
garantizar a cada uno la mayor libertad posible. Pero, en realidad, donde el
criterio decisivo del reconocimiento de los derechos es el de la mayoría, donde
el derecho a la expresión de la propia libertad puede prevalecer sobre el
derecho de una minoría que no tiene evidente y dramáticamente grave cuando, en
nombre de la libertad de quien tiene poder y voz, se niega el derecho
fundamental a la vida de quien no tiene la posibilidad de hacerse escuchar. En
realidad, toda comunidad política debe reconocer al menos un mínimo de derechos
objetivamente fundados, no acordados mediante convenciones sociales, sino
anteriores a toda reglamentación política el derecho. Se entiende, entonces,
cómo un Estado que usurpe la prerrogativa de definir cuáles seres humanos
son o no sujetos de derechos y que
reconozca, por tanto, a algunos el poder de violar el derecho fundamental a la
vida de otros, va contra el ideal democrático, al que dice atenerse, mina las
mismas bases en que se apoya, y contribuye decisivamente a la destrucción del
bien común, y, por tanto, destruye la misma integración y vertebración de la
sociedad. En efecto, aceptando que se violen los derechos del más débil, acepta
también que el derecho de la fuerza prevalezca sobre la fuerza del derecho. Se
ve, así, que la idea de una tolerancia absoluta de la libertad de elección de
algunos destruye el fundamento mismo de una convivencia justa entre los
hombres. Es fundamental tener claro, estar clarificados –y a eso han
contribuido decisivamente tantos estudios biomédicos- sobre cuándo comienza a
existir el ser humano en cuanto tal, la persona, sujeto de derechos
fundamentales que se han de respetar absolutamente. Se comprende claramente que
la cuestión de la defensa de la vida, es una cuestión crucial en el siglo XXI,
en el Tercer Milenio. (No entramos en la cuestión ecológica, futuro del
ambiente del mundo, que es inseparable de una verdadera ecología humana, donde
el tema de la vida y la dignidad de la
persona humana es vital: también en esta perspectiva el tema de la vida,
la ecología humana, es crucial para el siglo XXI, en el que se cierne siempre
amenazadora la realidad ambiental).
Pero la muerte ha sido vencida,
reconocemos los que firmamos y proclamamos con toda claridad la Buena Noticia
de la Vida, en definitiva, Jesucristo, muerto en la Cruz y Resucitado, vencedor
de la muerte. Desde la fe en Él, sin dejarme de apoyar en la razón,
sencillamente fundado en la fe y en la razón, que son inseparables, digo
claramente que no podemos jugar con la vida, con el derecho primero de todo ser
humano, si queremos futuro y progreso para todos, y en igualdad para todos.
Apuesto por un futuro y me mantengo en la esperanza, y por eso digo: ¡Sí a la
vida! Los que tenemos esta firme convicción, esta fe segura y cierta, de
nuestra Vida, los que queremos al hombre, no podemos desalentarnos, y no
cejaremos jamás en la defensa de este hombre amenazado. Si hoy, con razón, nos
avergonzamos de los tiempos de la esclavitud, no tardará el día en que nos
avergoncemos y arrepintamos de esta cultura de la muerte, también tan
legalmente establecida o más que aquella, de manera singular, de esos cincuenta
millones de abortos protegidos y amparados por leyes contrarias al hombre,
antihumanas, y, por tanto antisociales.
Es preciso crear una conciencia más
profunda y arraigada del don maravilloso de la vida y, consecuentemente, de una
cultura de la vida, inseparable por lo demás de la familia, de la cultura de la
verdad única de la familia inscrita en la gramática humana desde su creación, y
de la educación humana que la acompaña por su propia naturaleza. Hay que ayudar
a formar la conciencia, amordazada por las presiones, las agresiones y las
manipulaciones de una cultura de la muerte, incluidas las manipulaciones de un
lenguaje que enmascara, desfigura y oculta la verdad de las cosas e impide
llamarlas por su nombre. En esta lucha se juega en gran parte el futuro de la
humanidad. Será, a la vez, el test que medirá el grado y espesor de la verdadera
calidad humana. Son grandes los retos, pero son muy grandes y con horizontes
mucho más amplias las esperanzas.
Es necesario trabajar y luchar por
una nueva conciencia, por el cambio de mentalidad presente, negarse a secundar
cualquier iniciativa que atenta contra la vida, no dar nuestra adhesión a
cuantas personas, instituciones, obras o disposiciones vayan o pretendan ir contra la vida, porque no cabe
adherirse a quien niega algo tan fundamental y primero. En concreto, por
ejemplo, las leyes que no protegen la vida o que van en contra de ella no son
respetables: “cuando una ley civil legitima un atentado contra la vida –vgr.
Aborto, eutanasia- deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil
moralmente vinculante” (EV 73).
Nos encontramos hoy, inédito en la
historia de la humanidad con un atentado contra la vida, un hecho generalizado
que tiene una grandísima repercusión e incidencia en la sociedad, en la manera
de pensar, de sentir y de actuar de tantos y tantos, particularmente en
sectores más jóvenes y débiles de la sociedad, hasta formar como una especie de
cultura o de atmósfera que nos envuelve y respiramos por doquier, algo que ha
contribuido, en gran medida, a la quiebra de la humanidad que padecemos en
estos momentos. Me refiero, como es obvio pensar, a la cuestión del aborto. Las
legislaciones favorecedoras del aborto ponen en cuestión el carácter de
“humano” de ese nuevo ser desde el momento en que es concebido. En esas
legislaciones, ese ser vivo es visto como una cosa, un algo, no un alguien o un
quién, al que no se le puede sustraer la condición de ser personal, inherente a
todo ser humano. Con ello, no sólo queda gravemente cuestionado el derecho
fundamental del hombre a la vida, sino también el concepto de persona misma. A
partir de ahí ya no se sabe quién es el sujeto del derecho fundamental a la
vida: ¿el ser humano en cuanto tal o el que deciden los legisladores, las
mayorías parlamentarias, el poder, en suma? Aquí hay una cuestión de fondo
principalísima: quién, cuándo y cómo se es hombre. ¿Quién lo decide? ¿O es que
está en manos del hombre –del poder- el decidir cuándo se es persona?. Esto
tiene unas consecuencias enormes, por ejemplo, en todo el campo de la
concepción de los derechos humanos, de la creación o ampliación de “nuevos”
derechos, etc… Por esto el tema del aborto es tan decisivo, más importante,
incluso, que otros problemas. Así se comprende que sea lo más grave que ha
sucedido en la historia de la humanidad y lo que marca una quiebra del hombre y
de la sociedad nunca acaecida anteriormente. No tardará mucho en que la
humanidad se avergüence de esto, como se avergüenza de la esclavitud o de
genocidios –en su momento y lugar legales, pero tan horrendos- tan cercanos
todavía a nosotros.
El tema del aborto nos pone ante uno
de los asuntos más graves y delicados de la actual situación –y de las
sociedades democráticas- respecto a los derechos humanos como es el de la
desaparición de un concepto de persona que no esté sometido a las decisiones
cambiantes y de poder sobre qué es la persona. Es el mismo problema con el que
se enfrenta la moral y la ética hoy: ha desaparecido la conciencia de la verdad
de la persona como algo que nos precede y que no está sometido a nuestro
arbitrio, a nuestras decisiones subjetivas, aunque esta subjetividad sea
expresión de una amplia colectividad humana.
El tema del aborto no es una cuestión
puntual, ni una simple cuestión moral de algunos sectores de la población. Se
trata de una cuestión de razón, muy envolvente y abarcadora de muchos aspectos
que apunta a las grandes, fundamentales, imprescindibles bases y valores que
sustentan la democracia, esto es: la dignidad de la persona, el respeto a sus
derechos inviolables e inalienables, así como el considerar el “bien común”
como in y criterio regulador de la vida política. El valor de la democracia se
mantiene o caen con los valores que encarna y promueve. Para ser verdadera,
crecer y fortalecerse como se debe, la democracia necesita de una ética y de un
derecho que se fundamenta en la verdad del hombre y reclama el concepto de
persona humana como sujeto trascendente de derechos fundamentales e
inalienables, anterior al Estado y a su ordenamiento jurídico. La razón y los
hechos mismos muestran que la idea de un mero consenso, social que ignore la verdad
de la persona humana es insuficiente para un orden social que ignore la verdad
de la persona humana es insuficiente para un orden social justo y honrado. Es
evidente, por tanto, que quien niega el derecho a la vida está contra la
democracia y conduce la sociedad al desastre. No habría que olvidar tampoco que
una sociedad en que la dimensión moral de las leyes no es tenida
suficientemente en cuenta o vulnera, es una sociedad desvertebrada, literalmente
desorientada, fácil víctima de la manipulación, de la corrupción y del
autoritarismo.
Conclusión
Concluyo con unas palabras del Papa
Juan Pablo II, en una audiencia concedida al grupo Director de la Real Academia
Nacional de Medicina de España, el 1 de marzo de 1994, como si las dijese a
esta Real Academia de Medicina de Granada, que esta tarde, me concede tan
generosamente el honor de recibirme y acogerme como miembro honorario suyo.
Dijo entonces el Papa a aquellos ilustres representantes de la Medicina, que
por su vocación está ordenada a la defensa de la vida: “Es obligado exclamar
con fe y fuerza, la obligatoriedad de respetar, defender, amar y servir la
vida, a toda vida humana…La vida humana es sagrada porque desde el primer
momento es la acción creadora”. Con ustedes, Señores Académicos, apoyado en
ustedes y de su mano, en este compromiso seguiré, porque esa es la voluntad del
Creador y el deber para con todo ser humano, nuestro hermano.
Antonio Cañizares Llovera
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